DIEGO ALBÉ
Domingo

Más geriátricos y menos jardines de infantes

A nivel global, la caída de la fecundidad alivia la presión sobre los recursos, pero en Argentina genera desafíos: menos nacimientos, más adultos mayores y un impacto profundo en la economía.

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John Tuld (Jeremy Irons) preside una reunión de emergencia del directorio del banco de inversión que conduce. Es de noche y los jerarcas de la compañía escuchan en tensión a Peter Sullivan (Zachary Quinto), un joven analista financiero. Les explica que la exposición al riesgo del banco es muy alta, que el mercado va a descubrirlo y que pueden quebrar. Irons les dice que entiende la situación y que “basándonos en lo que ha pasado hoy…”. El analista lo interrumpe: “No sólo hoy, sino en las últimas dos semanas”. Pregunta Irons: “¿Quiere decir que ya sucedió?”. Cuando miro los datos recientes sobre las tendencias demográficas mundiales y argentinas, me acuerdo de esa escena de la película Margin Call y de esa pregunta.

Los fenómenos demográficos son bastante predecibles. Los demógrafos pueden estimar con envidiable precisión cómo va a evolucionar la población en las próximas décadas. Pero no siempre esas previsiones se cumplen. En 1972, el Club de Roma publicó un informe sobre los límites del crecimiento. Inspirado en el neomalthusianismo, preveía un escenario pesimista de crecimiento exponencial de la población y de agotamiento de los recursos.

Este modo de acercarse al problema demográfico fue muy influyente; de hecho, dominó la percepción sobre estos problemas hasta hace poco tiempo. Además, parecía muy adecuado para una población que crecía aceleradamente. Pensemos que entre 1950 y el año del informe, la población mundial había pasado de 2.500 a 4.000 millones (había aumentado un 60% en 22 años) y que poco tiempo después de su publicación tuvo lugar en Bangladesh una de las mayores hambrunas del siglo XX. Por lo tanto, sostener que los problemas eran de exceso incontenible y que sus consecuencias podían ser catastróficas resultaba muy plausible. En consonancia con este abordaje, el control de la natalidad era –a pesar de la oposición de las iglesias– una política muy recomendada. La política china de un solo hijo –y su correlato de abortos selectivos o de infanticidio de niñas– fue la expresión más visible de esta orientación.

Puede señalarse que esta mayor disponibilidad de alimentos no supuso el fin de los problemas del hambre. Pero lo que aparecía como un límite crítico –la productividad de la tierra– desapareció en pocas décadas.

Las predicciones fallaron. Por una parte, la “revolución verde”, primero, y la biotecnológica, más tarde, tuvieron un impacto extraordinario en la producción de alimentos: mientras que entre principios de la década de 1960 y principios de la de 2000 la población se multiplicó por 2,18, la producción de cereales y oleaginosas lo hizo por 2,7. Puede señalarse con justicia que esta mayor disponibilidad de alimentos no supuso el fin de los problemas del hambre, aunque sin duda la situación alimentaria mejoró mucho. Pero, desde nuestra perspectiva, lo que interesa es señalar que lo que aparecía como un límite crítico –la productividad de la tierra– desapareció en pocas décadas.

Pero fueron además las pautas demográficas las que no siguieron el camino que los neomalthusianos suponían. De manera progresiva y sostenida, las tasas de fecundidad fueron disminuyendo en todo el mundo. A pesar del notable aumento de la expectativa de vida, el ritmo de crecimiento de la población fue bajando. Este proceso experimentó una aceleración brutal en la última década.
Jesús Fernández Villaverde señala que, por primera vez en la historia moderna, la fecundidad de la humanidad cayó por debajo de la tasa de reemplazo –la fecundidad mínima necesaria para mantener el tamaño de la población–. Según su estimación, esa tasa es de alrededor de 2,22 y la fecundidad actual está un poco por debajo. La estimación puede discutirse; en cualquier caso, si no fue en 2023 será en 2025 o 2027. Como en la película, ya sucedió.

En el mundo

Esta caída abrupta de la fecundidad no respeta fronteras. Las tasas son más bajas en los países desarrollados –Corea del Sur es el extremo, con una tasa de 0,7 niños por mujer en edad fértil– pero la caída puede ser más pronunciada en países con menor desarrollo relativo. Por ejemplo, la tasa de fecundidad en Egipto pasó de 3,5 hijos por mujer en edad fértil en 2014 a 2,6 en 2023, casi un hijo menos por mujer en nueve años. A fines de 2021, el gobierno de la India anunció que la tasa de fertilidad había caído por debajo del nivel de reemplazo.

Durante un tiempo, la caída no se nota. Como en las generaciones previas las tasas de fecundidad eran más altas, hay muchas mujeres en edad fértil. Por lo tanto, aunque la fecundidad baje, la cantidad de nacimientos sigue aumentando. Pero a medida que pasa el tiempo, la caída de la fecundidad se empieza a reflejar en la cantidad de nacimientos. Y una vez que eso sucede el proceso puede acelerarse de manera vertiginosa. Es lo que está pasando en los últimos años.

A medida que pasa el tiempo, la caída de la fecundidad se empieza a reflejar en la cantidad de nacimientos. Y una vez que eso sucede el proceso puede acelerarse de manera vertiginosa. Es lo que está pasando en los últimos años.

Miremos las tasas de fecundidad. En 1960 la tasa de fecundidad en el mundo era de alrededor de 4,7 hijos por mujer en edad fértil –6,7 en África, 2,6 en Europa, 5,2 en Asia, 5,8 en América Latina–. En 2024, para la estimación de las Naciones Unidas –que probablemente sobrestima las tasas y la cantidad de nacimientos– el promedio mundial es de 2,3 hijos por mujer en edad fértil. En África es de 4,1, en Asia de 1,93, en Europa de 1,53 y en América Latina de 1,83 –por debajo de la tasa mundial y de la de reemplazo–. En lo que se refiere a los nacimientos, en Europa, Asia y América Latina los nacimientos disminuyeron entre un 20% y un 30% entre 1990 y 2024, en América del Norte disminuyeron un 10%, en Oceanía se mantuvieron y solamente en África crecieron de manera significativa.

La importancia de esta tendencia no puede ser ignorada. Sin embargo, no es un proceso visible ni con impacto mediático. Cada vez con más frecuencia aparecen noticias sobre el “invierno demográfico”, sobre las empresas japonesas que dejan de fabricar pañales para bebés para concentrarse en el mercado de los adultos mayores o sobre las comparaciones del Papa Francisco sobre mascotas y bebés. Pero como todo fenómeno estructural, carece de potencia dramática inmediata, y se adapta mal a una conversación política dominada por el victimismo y la búsqueda de culpables (salvo que uno crea que es culpa de la ESI). Además, por ahora no parece claro que los gobiernos puedan hacer demasiado. La política china de un solo hijo fue muy exitosa; su abandono desde 2015 no parece haber tenido impactos visibles. Los desesperados esfuerzos coreanos –que incluyen la posibilidad de entregar a los padres un cheque de 68.000 euros por bebé– no consiguen modificar las decisiones de las familias. Finalmente, si algunas de sus consecuencias pueden ser inquietantes, la reducción del ritmo de crecimiento de la población mundial es una buena noticia.

En Argentina

Pero lo que es bueno globalmente puede ser considerado como negativo en cada Estado nacional. La asociación entre población y poder estatal forma parte de las ideas fundadoras de los Estados nacionales y el descenso de la población puede ser visto como una señal de debilidad. Supongamos que los gobiernos deciden que la profundidad de los cambios demográficos es una amenaza y, en consecuencia, adoptan políticas natalistas más imperativas. Aun en la improbable hipótesis de que las mujeres jóvenes les hagan caso a los gobiernos, la cantidad de nacimientos en las próximas décadas estará condicionada por la progresiva disminución de la cantidad de mujeres en edad fértil. Por lo tanto, salvo cambios de tendencias demográficas sin antecedentes en la historia, el horizonte para lo que resta del siglo oscila entre el estancamiento, la caída y el derrumbe.

Por muchas razones, el caso más relevante es el chino. En 2022 China alcanzó su pico de población y fue superada por la India. La cantidad de nacimientos viene disminuyendo de forma sostenida. Para 2100, la estimación de las Naciones Unidas prevé una caída de población del 45%: China pasaría de los 1400 millones de habitantes actuales a 760 millones en 2100. ¿Cuál será el destino de una potencia con una población en tan ostensible declinación?

Salvo cambios de tendencias demográficas sin antecedentes en la historia, el horizonte para lo que resta del siglo oscila entre el estancamiento, la caída y el derrumbe.

Las tendencias argentinas van en línea con las mundiales, con una muy notable aceleración en la última década. Además de la velocidad del proceso, llama la atención su carácter transversal: todas las regiones, todos los sectores sociales y todos los grupos de edad han experimentado cambios drásticos. El más espectacular y bienvenido ha sido el desmoronamiento de la tasa de natalidad en las adolescentes, que cayó un 66% entre 2014 y 2022, debido en buena medida al Plan Nacional de Prevención del Embarazo No Intencional en la Adolescencia (ENIA), de notable adhesión desde su lanzamiento en 2017. Pero el resto de los cambios no le han ido a la zaga. Entre 2014 y 2022 la tasa de fecundidad se derrumbó –de 2,33 a 1,39 hijos por mujer en edad fértil– y la cantidad de nacimientos pasó de 777.000 a 495.000. La edad en la que las mujeres tienen su primer hijo también aumentó significativamente –en la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, ronda los 32 años–. De acuerdo con los datos del RENAPER, en 2014 la provincia con la tasa de fecundidad más baja era la Ciudad de Buenos Aires –1,86–. En 2022, todas las provincias tenían tasas de fecundidad inferiores a esa cifra.

Hay mucho para discutir sobre la dinámica del cambio demográfico y su imprevista aceleración en la última década –en el mundo y en nuestro país–, y sobre sus potenciales consecuencias. Me detengo en una primera consideración, que informa nuestra visión del mundo y está firmemente arraigada en el diseño y el funcionamiento de nuestras políticas públicas.

Pensamos al mundo contemporáneo en clave de expansión. Esta visión expansiva –parte indisociable de la idea de progreso– ha sufrido cuestionamientos profundos, pero sigue en pie. Una de las razones de su vigencia es que nuestras instituciones -públicas y privadas- están organizadas con esa lógica. En particular, nuestros grandes sistemas de provisión de servicios –sean de gestión pública o privada– fueron creados y funcionaron desde sus orígenes bajo el mandato de la expansión. Todos los años había más niños para educar, más calles para asfaltar, o más policías para reclutar. Los gobiernos, particularmente en nuestra región, iban por detrás de los cambios, tratando de lidiar con las necesidades de vivienda, salud y escolaridad de una población en crecimiento acelerado, que se desplazaba hacia las ciudades y que tenía legítimas demandas de ciudadanía social.

Muy probablemente, en las próximas décadas vamos a observar una dinámica social muy diferente, que modificará algunas pautas muy profundas de nuestra organización social –empezando por la familia–. Menos espectacular que la inteligencia artificial, menos apocalíptico que el cambio climático, el cambio demográfico será uno de los vectores de las transformaciones civilizatorias de las próximas décadas. Digo será, debería decir es. Sin ir muy lejos, el año próximo, en las escuelas primarias argentinas ingresará cerca de un 20% menos de estudiantes que los que lo hicieron en 2021 –y en 2028 un 35% menos–. El mundo de más geriátricos y menos jardines de infantes ya llegó.

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Lucas Luchilo

Profesor de historia y magister en política y gestión de la ciencia y la tecnología (UBA). Director de la Escuela de Educación y Desarrollo Humano de la Universidad de la Ciudad de Buenos Aires. Integrante de la Fundación Alem.

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