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Curso de literatura argentina
Jorge Luis Borges
Sudamericana, 2024
284 páginas, $ 27.999
Comenzar una reseña de un libro de Borges explicando los contratiempos asociados a ella podría sonar presuntuoso, pero no puedo dejar de señalar una circunstancia estrictamente personal: quise tomarme la lectura de estas clases sobre literatura argentina como una oportunidad ideal para el reencuentro con un autor al que tenía abandonado desde hace años, para recordar sus opiniones y análisis sobre otros tantos autores y también, por qué no, para tratar de recrear la experiencia de ser un estudiante de letras no de los años ’90, sino de algunas décadas más atrás. Este plan, imaginé, se parecía bastante a la excusa ideal para una nota. Cerraba por todos lados.
Que estas clases hayan sido dadas además en una universidad americana para un público al que imaginé de origen latino o con un gusto especial por las letras hispánicas, pero muy probablemente con un conocimiento bastante rudimentario de la historia y la literatura de nuestro país, podría ayudar a que mi reencuentro con Borges fuera más amable, sin las exigencias de un curso avanzado que demandara mucho esfuerzo.
Y sin embargo, sucedió que a medida que avanzaba con la lectura del libro mi perplejidad aumentaba: no se trataba de que las clases no fueran interesantes, o de que Borges no estuviera a la altura de las circunstancias y se limitara a dar unas simples conferencias de compromiso. De ningún modo: tal como se explica en el prólogo escrito por Nicolás Helft (profundo conocedor del corpus borgiano) la persona con la que nos encontramos acá en enero de 1976 es un hombre feliz y pleno a pesar de su ceguera y de su edad avanzada; alguien que por fin puede dejarse ver sin ningún disimulo junto a María Kodama; un autor que, aún sin el Nobel que nunca llegará, está en condiciones de disfrutar de la relativa novedad de su status de celebridad internacional de las letras. Éste es entonces un Borges que siente que pudo al fin salirse con la suya después de décadas de oscuridad y peleas de todo tipo, especialmente dentro de su país. Y por supuesto, este Borges en plan ganador viene con el paquete habitual: su erudición desarmante, su profundo conocimiento de los autores que analiza, las citas inesperadas, sus opiniones y sentencias, su sentido del humor. Todo está ahí, como siempre y como era de esperar. Y sin embargo, al terminar la lectura me pareció que me había quedado con gusto a poco.
Éste es entonces un Borges que siente que pudo al fin salirse con la suya después de décadas de oscuridad y peleas de todo tipo, especialmente dentro de su país.
Recordé entonces la primera vez que leí en mi vida un texto de Borges, una que tengo muy presente por las circunstancias bastante inesperadas del suceso. Tengo la edad suficiente como para haber tenido que dar un examen de ingreso al secundario, y para la parte de Castellano de este examen se nos indicó a los candidatos que preparáramos la lectura de cierto libro de cierta autora uruguaya de principios del siglo XX de cuyo nombre preferiría no acordarme (ahora que se pudo accidentalmente de moda la discusión sobre qué literatura leer en los colegios, mi aporte a la discusión bien podría decir: nada que sea parecido a eso). Pero al momento del examen, descubrí con sorpresa y bastante alarma que el papel con las preguntas incluía un relato muy breve de Borges, y sería sobre este texto que deberíamos explayarnos. Se trataba de “La promesa”, un cuento incluido en El oro de los tigres, de 1972, es decir, un Borges tardío. Para un chico de 12 años con las inquietudes literarias propias de esa edad, un examen de ingreso no parecía la ocasión ideal para un primer encuentro con la leyenda que aún vivía. Y después de leer aquellas 20 líneas sentí una sensación de desconcierto muy parecida a la de ahora: ¿así que esto era el famoso Borges? ¿Nada más, tanto lío por eso?
Y al mismo tiempo, la angustia de sospechar una trampa. Aquella brevedad y simpleza, una anécdota apurada casi con hastío, que explica que fue contada muchas otras veces, que hasta parecía pueril. No podía ser sólo eso, tenía que haber algo más. Y también la duda y el misterio por esa frase del final que es la clave del cuento, una metáfora criollista de la que un lector infantil podía adivinar apenas su sentido: ¿qué era aquello del “Mi cabo de plata para Ribera”? Escribí mi respuesta y supongo que me la habrán dado por buena, pero al día de hoy repaso el texto —una suerte de versión condensada de tantos otros cuentos de Borges— y puedo apreciar cómo la ambivalencia y la posibilidad de múltiples sentidos siguen ahí. Y sí, se pude guglear y comprobar que hay usuarios de esta bendita Internet que se hacen la misma pregunta sobre el dichoso “cabo de plata”.
Con los años y las clases en la facultad pude comprobar que, desde luego, la aparente simplicidad de Borges es una trampa, que el disfrute y la apreciación de sus textos demandan un esfuerzo que algunos llevan al extremo de dedicarles su vida entera. De manera análoga, mi plan de reseñar a Borges apenas como un touch and go iba a requerir mucho más esfuerzo del previsto. Una primera lectura suele ser insuficiente para analizar a muchos autores, ni que hablar con éste. Tuve entonces que gastar horas rescatando textos y apuntes de otras épocas, además de investigar un poco qué más podía encontrar por ahí. Volví entonces a algunos textos sobre Borges que recordaba como particularmente brillantes: Enrique Pezzoni lector de Borges (otro libro que recopila transcripciones de clases), un ensayo breve de Ricardo Piglia sobre “Historia del guerrero y la cautiva”, algunos pasajes del Borges de Bioy Casares en PDF. También aproveché para una escucha acelerada del excelente podcast de Santiago Llach, con análisis propios y entrevistas a autores como Beatriz Sarlo, Pedro Mairal y Pola Oloixarac. Y desde luego, es imposible ignorar este comentario de Quintín sobre este mismo libro de clases de Borges y sobre una biografía de Martha Argerich. En cualquier caso, que vaya todo esto como una recomendación verdaderamente más útil que esta misma reseña.
Hombres y letras del siglo XIX
Pues bien, acerca de las clases en sí mismas, repasadas y apreciadas ahora sí con el bagaje de todo este material y lecturas improvisadas para esta ocasión, debe consignarse para empezar que hay un primer capítulo dedicado a la historia argentina del siglo XIX. Porque sí, el recorte que hace Borges de nuestra literatura abarca mayormente ese período histórico. En una operación que hace explícita bien al comienzo, Borges entiende que la historia del país se superpone con la de sus ancestros, con la clásica dualidad entre los héroes familiares de las guerras de independencia y las guerras civiles por un lado, y su abuela inglesa y la famosa biblioteca paterna por el otro. Y que la literatura que a él le interesa tratar es, después de décadas de luchas y polémicas con sus contemporáneos, aquella que termina poco antes de que él mismo empezara a publicar en la década de 1920. La literatura de aquel país vacío de historia y de personas, habitado aquí y allá mayormente por individuos incapaces defender o atacar a la civilización occidental de manera consciente y al tanto de las implicancias de esa lucha: indios, negros y gauchos, a quienes Borges desdeña al punto de infantilizarlos.
Claro que todo cambia cuando esos sujetos se transforman en los protagonistas de textos escritos. Y así aparece la primera figura que lo atrae, incluso al punto de dedicarle los elogios más calurosos en un libro que de ningún modo los prodiga con facilidad. Domingo Faustino Sarmiento ocupa así un lugar privilegiado en el curso, y no sólo por la clásica dicotomía de la civilización contra la barbarie, sino sobre todo porque Borges encuentra (muy especialmente en el Facundo) una síntesis de esos mismos elementos que se oponen en su historia familiar: la disposición para la acción (la espada) y la fuerza expresiva (la pluma).
Y hay también una suerte de reconocimiento hacia esa capacidad sobrehumana para la escritura de Sarmiento. Si Borges es un autor que se reconoce como un holgazán, el sanjuanino es en cambio un prodigio que desafía las posibilidades físicas de llenar papeles con palabras escritas, un don simétrico si se quiere con la caracterización de Borges como el lector total, aquel que ha sido capaz de leer e interpretar lo que nadie y como nadie. Es por eso seguramente que Borges está dispuesto a pasar por alto la desprolijidad como autor y la falta de lecturas de Sarmiento. El torrente de la escritura a la par de su presencia en las batallas son condiciones suficientes para elevarlo a una estatura superior.
Si Borges es un autor que se reconoce como un holgazán, el sanjuanino es en cambio un prodigio que desafía las posibilidades físicas de llenar papeles con palabras escritas.
La siguiente cuestión en la que Borges se detiene durante tres clases es la poesía gauchesca. Le dedica una a Hilario Ascasubi y dos a José Hernández y el Martín Fierro. Borges demuestra un conocimiento y una capacidad para la lectura y puesta en acto de los versos de la gauchesca (y para su inscripción en los márgenes —en las orillas— de la gran tradición poética occidental) que las facultades de Letras han abandonado hace décadas. Hay en Borges un discurso sentencioso sobre la construcción de los versos, sobre la belleza, pertinencia o condición general de tal o cual metáfora, que él puede despachar sin mayores explicaciones, y que otras veces permite entrever que detrás de sus criterios hay efectivamente una manera muy personal y compleja de entender la literatura y la filosofía (lo dice también Quintín: esto es de cuando podía entenderse que una facultad —y antes incluso una carrera— agrupara a la filosofía con las letras).
En cualquier caso, Borges disfruta también de la condición guerrera de Ascasubi y del afán peleador y juguetón de sus versos gauchescos. Borges cita de memoria y explica el carácter retorcido de “La refalosa”, por ejemplo, un poema que se deleita en explicar en detalle y como si fuera una gracia el procedimiento para degollar a un prisionero, poema que es puesto en boca de un gaucho federal. Ascasubi, que pelea para el bando unitario y que desde luego que está al tanto de que todos saben que “el violín” es una práctica barbárica propia de ambas facciones, le tira la pelota al campo rival al mismo tiempo que se burla de su discurso y sus amenazas.
Sobre el Martín Fierro no tiene mucho caso repasar acá la importancia que le concede Borges. Para él, se trata de un libro “bien escrito pero mal leído”, canonizado por Leopoldo Lugones y otros autores por las razones equivocadas, pero fascinante en la construcción de sus versos, en su narrativa y su estructura. Sin dejar de señalar que Hernández era un miembro de una “digna familia argentina” (otra vez la cuestión del linaje) a pesar de que militara en el bando federal y mantuviese simpatías rosistas incluso décadas después de la derrota y ostracismo del Restaurador, Borges explica que la intención original del autor de escribir un panfleto que denunciara las injusticias de las levas compulsivas a las que eran sometidos los gauchos fue superada por la concreción de este largo poema que pone en escena varias cuestiones fundamentales: el coraje y la cobardía, la amistad y la traición, la vida de violencia y barbarie impuesta a la fuerza o como un destino inevitable para cualquier habitante de la pampa.
Siguen luego las dos clases dedicadas a Leopoldo Lugones en las que éste aparece mayormente como un poeta de prédica modernista, movimiento al que Borges le reconoce el mérito de haber renovado la poesía en lengua española. Así, varias zonas de la obra de este escritor resultan ignoradas por completo, del mismo modo que las idas y vueltas históricas en las opiniones de Borges sobre Lugones y la compleja relación que mantuvo con él son un asunto que el lector de este libro deberá descubrir por su cuenta.
Borges lo presenta como “el único pensador original” de la Argentina, una afirmación provocadora y más aún dedicada a un autor del que apenas si rescata (con mucha efusión, eso sí) apenas un puñado de versos.
En el curso, Borges dedica especial atención a figuras marginales del canon tradicional, como Almafuerte y Paul Groussac. La inclusión del primero es particularmente llamativa. Borges lo presenta como “el único pensador original” de la Argentina, una afirmación provocadora y más aún dedicada a un autor del que apenas si rescata (con mucha efusión, eso sí) apenas un puñado de versos. Para Borges, Almafuerte representa una extravagancia convincente, un poeta y filósofo que trasciende los límites de la literatura convencional.
La última clase del curso, dedicada a Ricardo Güiraldes y su Don Segundo Sombra, tiene un tono elegíaco. Borges ve en este texto una despedida nostálgica del mundo gauchesco, un intento de salvar lo irremediablemente ido. Este sentimiento de pérdida atraviesa toda la narrativa de Borges sobre la literatura argentina, en la que los héroes y las tradiciones se desvanecen como sombras. En este punto, Borges conecta la literatura con la geografía simbólica de la Argentina. Para él, la literatura nacional es esta literatura de orillas que ya mencionamos, ubicada en los márgenes de la cultura occidental. Así como el gaucho habita las fronteras de la civilización (y se vuelve más peligroso cuanto más lejos de la ciudad se encuentre: el gaucho no comprende la ciudad, si traspone sus límites no sabe qué hacer, se paraliza, se vuelve inofensivo), la literatura argentina no puede sino ocupar un lugar marginal en el mapa cultural y en la historia de Occidente.
Este Curso de literatura argentina no es entonces tanto una serie de clases de Borges sobre autores nacionales, sino otro más de la serie de infinitos autorretratos que componen su obra. Cada selección, cada anécdota, cada omisión, construye una narrativa en la que la literatura y la historia argentinas se entrelazan con su memoria personal y su visión del mundo. Borges no puede dejar de hablar de sí mismo, no puede dejar de ser él mismo. Su arbitrariedad y subjetividad no son defectos de su rol como pedagogo, sino características esenciales de todos sus textos.
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