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El proyecto de la ciudad privada de Forest City, en Malasia, había sido anunciado por sus promotores como “el paraíso soñado por toda la humanidad”. Su edificación empezó en 2015 y costó 100.000 millones de euros. Las urbanizaciones, fabricadas sobre islas exuberantes, tenían por ambición albergar a unas 700.000 personas, sobre todo a la emergente burguesía china en busca de una residencia suntuosa con incontables amenities en un entorno lujoso, ecológico y seguro. Sin embargo, la falta de conexiones con centros urbanos, la legislación que restringía las compras de propiedades a extranjeros y la pandemia de COVID hicieron naufragar el emprendimiento. Hoy, Forest City es una “ciudad fantasma”, habitada por el 1% de la población esperada. En las imágenes que pueden verse en la web, se recorren calles, edificios y playas desiertas como en una película apocalíptica donde los habitantes se han desvanecido en un decorado intacto. Un tren para niños circula vacío, como matojo rodante en el desierto.
Transitar la red social Bluesky es como pasear por Forest City. Creada en 2019 como un proyecto paralelo por el entonces CEO de Twitter, Jack Dorsey, y abierta al público general recién hace un año, Bluesky también ofrece instalaciones rutilantes y nuevas funcionalidades, aunque sólo falta un detalle: gente dispuesta a habitarla. Al menos hasta hace poco. La llegada masiva de futuros moradores pareció finalmente arrancar en los últimos meses en la red de la mariposa, cuando contingentes de nuevos usuarios arribaron en oleadas de refugiados digitales tras haberle dado un teatral portazo a X.
La primera ola se desató con la compra de Twitter por Elon Musk y su decisión de relajar un sistema de moderación que consideraba ineficiente, sesgado y liberticida.
La primera ola se desató hace dos años, con la compra de Twitter por Elon Musk y su decisión de relajar un sistema de moderación que consideraba ineficiente, sesgado y liberticida. El campo progresista denunció que, tras la defensa irrestricta de la libertad de expresión, el CEO de Tesla había dado rienda suelta a la propagación de lo que denominaban “discursos de odio” y desinformación mientras alegaban que los algoritmos favorecían ahora a la extrema derecha. El año pasado, el Brasil de Lula y el juez Alexandre Voldemort Moraes desconectó a sus ciudadanos de Twitter. Nicolás Maduro acababa de hacer lo mismo, como antes China, Rusia o Irán. La decisión de Musk de respaldar la candidatura de Donald Trump y poner sus colosales recursos al servicio del candidato republicano –además de anunciar que formaría parte de su futura administración– encendieron todas las alarmas. La victoria del “hombre naranja” fue la última línea roja.
Entonces empezó el éxodo institucional. Los diarios: The Guardian, La Vanguardia, Le Monde, Libération; las ONG: Greenpeace, el Instituto Pasteur o Ecologistas en Acción; cuentas de Gobierno: la Alcaldía de París, los ministerios de Defensa y de Relaciones Exteriores de Alemania. En Francia, dirigentes de izquierda organizaron una partida masiva, usando la aplicación HelloQuitteX (juego de palabras entre Hello Kitty y “je quitte X”: me voy de X). El programa, desarrollado y albergado con la infraestructura del estatal CNRS, el Centro Nacional de Investigación Científica (lo que desató una controversia por el desvío de una institución pública supuestamente neutra entregándose al activismo) fue ideado para facilitar la migración colectiva fácilmente de X a Bluesky y Mastodon –otra promesa de sustitución que nunca cuajó– con todos sus contactos.
Algoritmos intoxicados
Los argumentos recurrentes para justificar el éxodo han sido que X se ha transformado en una “plataforma tóxica”, con “fake news” sin control y que sus algoritmos favorecerían a la extrema derecha. Estos enunciados, que se repiten sin más como válidos, en realidad son tramposos y carecen de respaldo: nadie parece haberse tomado el tiempo de escrutar los estudios.
La moderación desde siempre ha dejado mucho que desear. De Twitter, como de Facebook, nadie vio nunca el reglamento y su letra chica, ejecutado por empresas tercerizadas y personas sometidas a un incesante flujo de información e imágenes gore (como quien escruta la salida de una cloaca), obligadas a decidir en ocho segundos por posteo si se infringía un reglamento contradictorio, opaco y difícilmente apelable. Lo que sí se sabía era que esa balanza solía inclinarse hacia la izquierda. Por ejemplo, la cuenta satírica Babylon Bee, una suerte de El Mundo Today conservador, era denunciada permanentemente como fake news (¡!) por los moderadores a sueldo de Facebook, y Twitter le cerró la cuenta por haber “misgendered” a Rachel Levine, una funcionaria transgénero del gobierno de Estados Unidos a la que Babylon nombró como el “Hombre del Año”, justo después de que USA Today le diera el título “Mujer del año”. También le cerró la cuenta al presidente Donald Trump, mientras dejaba en funcionamiento la del teócrata iraní Jamenéi, que llama periódicamente a destruir a Israel, o del dictador Maduro y sus secuaces. Twitter además bloqueó la investigación publicada por el New York Post acerca de la laptop de Hunter, el hijo de Joe Biden, información que, se vio con el tiempo, resultó pertinente y de legítimo conocimiento para el público antes de las presidenciales en 2020.
Ahora no hay moderadores en la oscuridad, hoy son las notas de la comunidad que pulverizan en segundos las “fake news” a través de un control horizontal de usuarios con distintos sesgos.
Ahora no hay moderadores en la oscuridad, hoy son las notas de la comunidad que pulverizan en segundos las “fake news” a través de un control horizontal de usuarios con distintos sesgos, un sistema que hasta los expertos en moderación reconocen como rápido y eficaz, sin apelar a la censura, y que Facebook se apresta a adoptar. Probablemente, a empresas con su propio sesgo como la agencia estatal francesa AFP, que cobra 8 millones de euros anuales de Meta para verificar estos contenidos, no le resulte agradable el cambio de política.
En cuanto a los algoritmos, es necesario destacar que donde sí se ha detectado una intervención a favor de un puñado de figuras de la derecha radical, como también los discursos más polarizadores de izquierda y derecha, es en la infausta columna “Para ti” de X, que busca agitar al usuario sirviéndole temas polémicos para captar su atención, la moneda que manda en esta economía. Sin embargo, las cuentas que uno sigue no se ven alteradas en su timeline. En “Siguiendo”, uno ve exclusivamente las cuentas que eligió y sus interacciones. En otras palabras, uno se expone a contenidos intervenidos sólo si tiene ganas de transitar a contramano esa autopista llamada “Para ti”. En cuanto a otros países, no parece haber estudios que pongan en evidencia que el algoritmo viera su sesgo afectado hacia un político local tras la compra de Twitter por Musk.
Las viudas de Twitter
La promesa de Bluesky es una red social basada en el protocolo AT (abierto y descentralizado), que permite a sus usuarios albergar su información en diferentes servidores, crear y modificar algoritmos de contenido, participar en la moderación comunitaria y mantener una interfaz similar a Twitter. En realidad, lo único que cuenta para los prófugos es salir del entorno hostil en el que para ellos se había convertido X; nunca les importó demasiado regalar sus datos a cualquier aplicación. No están llamando a dejar Instagram o Threads, de Meta, del ahora tech bro Zuckerberg, “al servicio de la nueva oligarquía”. Creen que el ecosistema de Musk los discrimina a través de algoritmos curados. Lo que no están dispuestos a examinar como hipótesis es que las sociedades occidentales han quedado a la derecha de la prensa tradicional y de una élite acostumbrada a marcar agenda desde los ámbitos que consideraba su coto vedado. No pueden admitir que la pérdida de la hegemonía cultural e influencia obedezca a que ellos han quedado desfasados, y menos aún que la sociedad tal vez no se corriera a la derecha, sino que el progresismo arrastrado por la izquierda identitaria haya perdido la brújula al punto que ignora dónde quedó parado.
¿Sobre qué postea la gente en Bluesky? El tema dominante es Twitter. El segundo, Elon Musk. La obsesión por X, el ex. En cuanto al ambiente de respeto, armonía y moderación anunciados, se puede echar un vistazo a cómo van los comentarios a los posteos en The Guardian, el diario de la izquierda británica que inició el éxodo de la “plataforma mediática tóxica”. La primera noticia con la que nos topamos, al azar, es de política interior, acerca del gobierno de Keir Starmer y su política de ajuste. “Si un canciller laborista tiene que empezar a recortar, mantén la calma. No es una traición”, pregona el posteo que retoma el artículo. Los comentarios al post: “Sí lo es”, “Sí. Lo es”, “Lo es”, “Fuck you”… Las variaciones son bastante monótonas y los insultos, in crescendo, tal vez difieren en la vehemencia, pero nadie estima que un recorte del gasto pueda estar justificado. Eso sería cosa de X. Todos se colocan a la derecha del diario: a mi izquierda la pared.
¿Sobre qué postea la gente en Bluesky? El tema dominante es Twitter. El segundo, Elon Musk. La obsesión por X, el ex.
En Bluesky, el “Para ti” de X vendría a ser “Discover”, salvo que la promesa ahí es que el algoritmo no está dirigido y le da al usuario más control sobre el contenido. La columna “Popular with friends” también refuerza una mirada que va customizando su sesgo. Otra manera de ingresar al mundo de Bluesky es “Feeds”. Parece haber dos tipos de ofertas, unas “apolíticas”, dedicadas a gatos, jardinería, astronomía, en fin, pasiones y hobbies, y otras que tienen que ver con comunidades tribales. De entrada, el “Feed discover”, propone Blacksky: un lugar reservado para personas negras. Disability es para discapacitados, aunque también dedicada a putear a Trump. Trans+Queer igual, señalar a “los fachos” y carteles denunciando el “genocidio” en Gaza. Luego hay más subcategorías, como “Mujeres en STEM” (Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Matemáticas). Es decir, a medida que uno se adentra en el rabbit hole, se van subdividiendo en taxonomías más acotadas hasta, potencialmente, llegar a una reservada a una sola persona. Es exactamente la fragmentación y compartimentación con las que operan las identity politics.
Mientras que hay toda una variedad de herramientas para ajustar afinidades, también las hay para evitar discursos que alteren este safe space. Existe la posibilidad de acotar lo que uno quiere ver a los posteos de una cuenta y no a sus reposts ni a sus respuestas a otras cuentas, preservándose de material impuro. Pero si se quiere realmente un filtro más ambicioso por la capacidad de sacar como con un bichero alimañas conocidas o por conocer, ahí están las listas negras de los indeseables. Los usuarios de Bluesky anotan los nombres de las cuentas que estiman perjudiciales y las comparten con otros usuarios afines: así bloquean masiva y preventivamente sin siquiera tomarse el trabajo de ver quiénes son los eventuales perturbadores delatados. Esto no quita que la gran migración de los que huían del “ambiente tóxico” fuera acompañada por un récord de denuncias entre usuarios que apenas se pudo gestionar.
De este modo, todo el ecosistema funciona para optimizar la confirmación de sesgo con cuentas afines y protegerse de los “malos actores”, como los llaman. Pero el sectarismo nunca está satisfecho y, viejo vicio de la izquierda, las purgas en busca de pureza ideológica no se detienen, mientras que las exigencias por endurecer aún más las condiciones de permanencia en la red aumentan.
Al poco tiempo de transitar Bluesky, aparece CTXT (revista Contexto y Acción), cuenta periodística española de la nueva izquierda. En su perfil, enarbola una bandera palestina (esto está lleno de banderas palestinas, triangulitos rojos y arco iris, como quien planta el estandarte de su tribu). CTXT anuncia que tampoco se halla a gusto aquí –Bluesky no estaría respondiendo a sus expectativas– y plantea una innovación en su post anclado: “¿Y si resulta que teníamos la solución a los algoritmos ultras delante de nuestras narices? El correo electrónico es una red descentralizada y libre de intermediarios, así que vamos a construir allí una comunidad de lectoras”. A continuación, propone un enlace a un drive de Google (¡!) para dejar el correo electrónico y apostar al intercambio epistolar. A nada de descubrir dos latas atadas con una cuerda.
Matryoshka
Con la victoria de Trump-Musk en noviembre de 2024, Bluesky registró un salto espectacular en el número de cuentas, y en enero alcanzó las 30 millones (3,2 millones de usuarios diarios; Twitter tiene 250 millones diarios). Después de Estados Unidos, el país que más usuarios aporta a la red de la mariposa es Brasil, gracias a la clausura del juez Moraes, que fomentó el exilio a Bluesky.
Ahora, el principal desafío para su crecimiento es que ese viejo vicio de la izquierda sectaria no culmine como en los monobloques parlamentarios con cada quien, solo, gritándole a nadie en el vacío.
Otro desafío es que, con el crecimiento, llegaron los bots con acento ruso. La red de desinformación Matryoshka desembarcó impulsada por inteligencia artificial, alimentando la polarización y la desinformación del Kremlin. Sus campañas se adaptan al microclima de los usuarios de Bluesky, haciéndose deepfakes de autoridades en distintas disciplinas o haciéndose pasar por universidades. El objetivo: impulsar la agenda de Putin, en particular en cuanto a su visión sobre la guerra en Ucrania.
La red de desinformación Matryoshka desembarcó impulsada por inteligencia artificial, alimentando la polarización y la desinformación del Kremlin.
El otro obstáculo mayor de la mariposa es de la financiación. Bluesky funciona sin publicidad —la joven CEO, Jay Grabey, la ha descartado de momento— y apela a empresas de capital riesgo, sobre todo inversores del volátil mundo de las criptomonedas y empezando por los criptobros de Blockchain Capital, que tal vez no sean el mayor estándar de la ética. La única alternativa parece ser el modelo de suscripción paga, monetización y cobro por funcionalidades específicas. Alguien tiene que pagar.
Entretanto, Bluesky es un resort aburrido con pocos turistas que tratan de convertir su escape de fin de semana en una fantasía duradera. Y como todo lugar nuevo, carece de historia y de historias, de un lenguaje propio. Ninguna noticia importante ha estallado allí, y el clima imperante en este jardín fortificado es el de falta de humor, el gusto por la delación, la indignación narcisista y la mentalidad del exiliado que trata exageradamente de envilecer su lugar de origen y alabar el nuevo para autoconvencerse. Eso nunca ha sido suficiente para crear una nueva comunidad.
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