VICTORIA MORETE
Domingo

El arte de no entender

Todas las horas que pasaba despierta, Beatriz Sarlo las dedicaba a algo importante. Su relación con el arte era de entrega total: solo le interesaba aquello que le exigía un esfuerzo comprender.

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En algún momento de la década del ’80, Beatriz Sarlo estaba con Rafael Filippelli y dos amigos en un museo viendo un cuadro de Francis Bacon cuando uno de ellos dijo: “A mí no me gusta”, y el otro le contestó: “Bueno, miralo hasta que te guste”. Rafael me contó la historia alguna vez más divertido que otra cosa, pero cuando Beatriz la relataba la calificaba como un momento seminal en su vida. De ahí en más, se volvieron claros y distintos un conjunto de conceptos que seguramente hasta ese entonces no habrían sido más que intuiciones: el gusto se puede educar, el gusto se debe educar, el arte necesita de la reflexión, el arte no puede reducirse al placer. En un movimiento habitual en ella, Beatriz transformó la sentencia de su amigo en un sistema.

En Los lenguajes del arte (1968), Nelson Goodman dice que el arte y la ciencia tienen en común más de lo que normalmente se cree. Una de las cosas que tienen en común, dice Goodman, es que ambos requieren el uso del entendimiento, y que si producen placer es el que se deriva de ese uso: el placer de resolver un problema matemático es similar al que obtenemos al escuchar una sonata de Beethoven. La sonata nos lleva, aun sin proponérnoslo, a identificar temas, variaciones de esos temas, cambios de tonalidades, regresos a tonalidades anteriores; todo eso nos interesa, el tiempo vivido en la obra se vuelve más valioso: la pasamos bien. Concluye Goodman que si el arte se redujera sencillamente a experimentar placer, sin que mediara ningún esfuerzo de nuestra parte, más nos valdría darnos un baño caliente.

Beatriz fue, de las personas que he conocido en mi vida, quien mejor encarnó los preceptos de Goodman, y no sé si volveré a encontrar a alguien igual. No existían para ella la autoindulgencia ni la complacencia, en ningún ámbito de su vida pero sobre todo en su relación con el arte y, en particular, con la música. Aunque quizás, por dominar la literatura a la perfección, cada tanto leyera cosas no decididamente vanguardistas, con lo que le resultaba más ajeno era implacable: no iba a ver una ópera anterior a Wagner excepto que supiera que la puesta en escena tenía algo de experimental. Grande fue mi sorpresa cuando hace unos años me invitó a ver La flauta mágica, hasta que me aclaró que la dirección era de Peter Brook.

Si había algo que la movilizaba a escuchar un disco o ir a un concierto, era no entenderlo, para ver si con un esfuerzo deliberado y sistemático podía entender un poco más.

Se habló mucho en estos días de la curiosidad inagotable de Beatriz Sarlo, de su juventud permanente y de que sus memorias, que se van a publicar en febrero, se llamarán No entender. La relación de Beatriz con la música es, a ese respecto, ejemplar: si había algo que la movilizaba a escuchar un disco o ir a un concierto, era no entenderlo, para ver precisamente si con gran esfuerzo, un esfuerzo deliberado y sistemático, podía entender un poco más. Si Rafael y yo escuchábamos noche tras noche los mismos discos de Sinatra, Miles Davis, Troilo y Bill Evans, Beatriz siempre iba a estar detrás de los músicos que le resultaran más desafiantes: primero Cecil Taylor, luego Fred Hersch y recientemente Ralph Alessi y Rudresh Mahanthappa eran algunos de los nombres que salían a menudo de su boca cuando hablaba de jazz, un género musical por el que sentía real devoción, sólo empatada por la que sentía, creo yo, por los músicos de la Segunda Escuela de Viena: Schoenberg, Berg y Webern.

Esta afición a la modernidad sin concesiones podría interpretarse como un rasgo de cierta frialdad por parte de Beatriz, pero creo que la cosa era en realidad más complicada. En una carta a Ferruccio Busoni, Schoenberg dice: “Mi música debe ser breve. ¡Concisa! En dos notas: ¡¡no construir, sino expresar!! Y el resultado que yo espero: nada de emociones estables, estilizadas y estériles. Eso no existe en las personas: es imposible que una persona no experimente más de una emoción a la vez”. Aunque Beatriz (como cualquier persona) pudiera captar la belleza de las melodías de Schubert o Brahms y de hecho cada tanto los escuchara, prefería dedicarles su tiempo a las músicas que “experimentan más de una emoción a la vez”. Contrariamente al noventa por ciento de los mortales, Beatriz conectaba más íntimamente con Webern que con Beethoven y con Cecil Taylor que con Wynton Kelly.

“Una necesidad interna fuerte”

En 2011, Beatriz le mandó a Eduardo Stupía un correo acerca de su muestra en el Centro Cultural Recoleta, que luego ella me reenvió mientras hablábamos maravillados de esa muestra. Beatriz le dice a Stupía, refiriéndose a su carrera: “Cada vez que inventabas algo nuevo, había una necesidad interna fuerte”. Para ella, gran parte del mérito de la obra de Stupía era que revelara algo de su experiencia subjetiva, de la vida de Stupía tal como él la había vivido, así como Schoenberg afirmaba que su música era más fiel a la naturaleza humana que la petrificada música tonal. Luego dice Beatriz: “Hay una mirada que llamaría benjaminiana: es la redención de materiales a los que arrancás de un pasado irrisorio”, un pasado “con el que cualquiera haría parodia y vos no porque, además de diestro, sos inteligentísimo”. Después: “Arrancás a los materiales de ese pasado para ennoblecerlos. No para destruirlos, ni para burlarte de ellos, sino para apropiarte del corazón estético que hubo en ellos, o que alguien intentó poner en ellos”. El ataque a la parodia, en este contexto, es fundamental: Beatriz jamás se habría entregado al consumo irónico.

Del mismo modo, cuando Beatriz me recomendó con fervor la versión de Lolo y Lauti de Cumbres borrascosas, lo que más le interesaba era cómo el dúo había captado la dimensión trágica de la obra: en la versión de Lolo y Lauti, los personajes son electrodomésticos, y las diferencias de clase se trasladan a la distinción entre electrodomésticos nacionales y electrodomésticos importados. Original y muy cómico, sin dudas, pero también conmovedor. El ventilador nacional Heathcliff proclamaba, ante la estufa importada Cathy, “Catherine. Me quedo. […] Hasta que nuestros circuitos oxidados se hagan polvo de la herrumbre”, y era imposible no experimentar una aguda melancolía.

Obras que para mí y para mis amigos eran esfuerzos descomunales que dejábamos pasar para ir a comer una pizza al Cuartito, encontraban a Beatriz antes de que empezara la función en un estado de concentración radical.

Cuando hace muchos años invité a Beatriz a ver La Traviata y me reveló que, excepto en casos de fuerza mayor, sólo iba a ver ópera contemporánea –género en el que ella misma terminó incursionando con su obra V.O., con música de Martín Bauer, sobre Victoria Ocampo–, me pareció insólito, pero en realidad estaba siendo, como siempre, muy sensata. No me lo dijo explícitamente, pero ahora resulta obvio: la productividad de Beatriz era infinita, todas las horas que pasaba despierta las pasaba haciendo algo, algo importante, y no podía demorarse en escuchar a Verdi cuando podía emplear ese tiempo en algo que la enfrentara más decididamente con la situación que más le interesaba: la situación de no entender. Durante 25 años Beatriz fue una de las más fieles asistentes al ciclo de conciertos de música contemporánea del Teatro San Martín. Obras que para mí y para varios de mis amigos, muchos de ellos músicos o con formación musical, representaban esfuerzos descomunales que bien podíamos dejar pasar para ir a comer una pizza a El Cuartito, encontraban a Beatriz sentada desde media hora antes de que empezara la función en un estado de concentración radical.

En 2001, Beatriz estuvo presente en la interpretación que el cuarteto Pellegrini hizo del segundo cuarteto de Morton Feldman en uno de esos ciclos. Así relataba la experiencia hace algunos años: “El Cuarteto dura cinco horas y veinte minutos, y yo permanecí en la sala sin moverme. Creía escuchar fragmentos idénticos, pero tocados en registros cada vez más altos, más agudos. No sabía si estaba escuchando bien, porque la duración podía deformar o engañar mi escucha. En la oscuridad, yo escribía en mi libretita de tapas negras. Morton Feldman repite con pequeñas variaciones las células sonoras. Pero a medida que pasa el tiempo esas repeticiones se vuelven enigmáticas. No se puede estar seguro de que se está escuchando el mismo grupo de notas. Se desconfía de la memoria y del oído. Pero hay placer en esta desconfianza”.

Dice también Beatriz: “Cuando un músico como Morton Feldman elige esa larga duración, lo hace como gesto estético que incluye una provocación: veamos si el público es capaz de llevar hasta el límite sus propias fuerzas”. Creo que a Feldman nunca se le habría ocurrido que pudiera existir un espectador como Beatriz.

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Eugenio Monjeau

Licenciado en Filosofía (UBA). Master en Educación (Universidad de Harvard). Autor de La mala educación (Sudamericana, 2017, con Helena Rovner).

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