Como los argentinos vivimos cada día como si fuera el más importante de nuestras vidas y creemos que todo lo que nos pasa es gracias a (o por culpa de) el Gobierno nacional, a veces nos cuesta levantar la cabeza y ver cómo estamos cambiando casi sin darnos cuenta, por decisión propia, sobre todo si es en una dirección positiva. Una de las transformaciones más importantes de la sociedad argentina en la última década, menos ruidosa que la grieta y la inflación, es el abrupto derrumbe de la cantidad de nacimientos. En 2014 habían nacido 777.012 argentinos. En 2022, último dato disponible, nacieron 492.295, una caída del 37%. La tasa de natalidad (la cantidad de nacimientos cada mil habitantes) se desplomó aún más: de 18,2 en 2014 a 10,2 en 2022, un 41% menos. Es decir que de cada cinco argentinitos que nacían hace una década, ahora hay dos que no están naciendo. Hasta 2017, hace cinco minutos, la tasa de fecundidad (el promedio de hijos por mujer a lo largo de su vida) estaba por encima del nivel de reemplazo, que es de 2,1 hijos por mujer: para 2022 ya había caído a menos de 1,5 hijos, muy por debajo de lo necesario para mantener la población estable. Según el último censo, la cantidad de argentinos de entre 5 y 9 años ya es un poco más baja que la cantidad entre 10 y 14, pero en la generación siguiente el colapso es brutal: hay un 21% menos de chicos de entre 0 y 4 años que de entre 5 y 9.
Todos estos datos revelan gigantescos cambios de comportamiento y preferencias en la sociedad, pero también tienen implicancias sobre el futuro: ¿qué hacemos con esto? ¿Tratamos de revertirlo? ¿Está bueno o es algo negativo? En los países ricos, donde el derrumbe de la natalidad empezó hace más tiempo (en Corea del Sur la tasa de fecundidad está en 0,7, la mitad de Argentina), la situación es vista con alarma: un país con población en baja es un país menos pujante, con menos crecimiento económico y con una potencial catástrofe para sus sistemas jubilatorios: si no nace nadie, ¿dónde están los trabajadores del futuro que mantendrán a los adultos que serán viejos en un par de décadas?
En Argentina, en cambio, la respuesta es menos dramática. Cuando revisé los datos hace poco, lo primero que pensé fue “bien, menos bocas para alimentar”, en un país donde ya nos cuesta alimentar las bocas que tenemos. Pero además hay otras dos cuestiones que nos juegan a favor: por un lado, quiénes son las madres que dejaron de tener hijos y, por otro, lo que los especialistas llaman el “bono demográfico”. Aquello que coreanos, italianos y canadienses ven como una amenaza a su supervivencia e identidad nacional, nosotros podemos verlo como una oportunidad. Los argentinos, por supuesto, somos campeones mundiales también en desaprovechar oportunidades, o sea que tampoco hay que ponerse demasiado contentos.
Las estadísticas sobre nacimientos tuvieron un blip en la conversación pública en estos días por la decisión del Gobierno de reformar el programa Embarazo No Intencional en la Adolescencia (ENIA), creado en 2017. (Los críticos dicen que el programa se canceló, el Gobierno responde que fue traspasado a las provincias.) El ENIA, focalizado en algunas provincias y cuya pócima secreta era la entrega masiva de anticonceptivos subcutáneos (los implantes tienen el tamaño de un escarbadientes, se colocan en el brazo y duran hasta cinco años), tuvo un éxito sensacional, fue mantenido por el gobierno de Alberto Fernández y tiene las estadísticas para mostrarlo: en 2017 en la Argentina habían nacido 27,6 niños de cada mil madres adolescentes (menores de 19 años) y en 2022 esa cifra había bajado a 12,9, menos de la mitad. Sin embargo, como señala siempre el economista Rafael Rofman, especialista en estos temas, el descenso no puede atribuirse sólo al ENIA, porque las adolescentes dejaron de tener hijos también en el resto de las provincias y, además, porque la caída había empezado en 2014, cuando la tasa de natalidad de las madres adolescentes había sido de 34,3 y venía estable desde hacía años. Por lo tanto, desde 2014, la cantidad de hijos que tienen nuestras adolescentes bajó el 62%, casi dos tercios. Es realmente una cifra impresionante y también positiva, porque muchos de aquellos embarazos eran no deseados.
Esta es una de las razones por las cuales el descenso de nuestra natalidad es una buena noticia: porque viene impulsado en buena parte por madres que dejan de ser madres porque no tenían previsto ser madres en primer lugar. Todas las mujeres tienen derecho a decidir cuándo quieren tener hijos (las de clase media lo vienen haciendo hace décadas) y por eso está bueno que ahora también, por la propia dinámica social, un avance tecnológico en anticonceptivos y un programa estatal, o una combinación de las tres, puedan hacerlo las adolescentes pobres.
La otra razón por la que la baja de la natalidad es una buena noticia para Argentina es porque profundiza y alarga lo que los especialistas llaman el “bono demográfico”, el período de tiempo en el que hay más personas activas que inactivas. Si nacen menos bebés, hay durante unos años menos dependientes, pero esa ventana se cierra cuando los trabajadores actuales se empiezan a jubilar a medida que la población envejece. Argentina ya venía entrando en una etapa de bono demográfico, pero el colapso reciente de la natalidad ensancha esa oportunidad. ¿Qué hacer? Nada demasiado específico, dicen los especialistas. O mejor dicho, lo de siempre: hacer que la economía crezca y sea más productiva. Sobre todo porque cuando se cierre la ventana del bono, hacernos ricos será mucho más difícil. Rofman tiene una frase que sintetiza bien la advertencia: “Hay que hacerse rico antes de hacerse viejo”, dice. Los argentinos nunca nos hemos tomado en serio este tipo de alertas, pero a esta le daría bola. Con este nivel de productividad y una población envejecida, “no salimos más”, como dicen en las redes.
Un efecto inmediato de la escasez de argentinitos es en la educación, donde este año ya hay un 30% menos de chicos en primer grado que hace apenas media década.
Un efecto inmediato de la escasez de argentinitos es en la educación, donde este año ya hay un 30% menos de chicos en primer grado que hace apenas media década. Por eso ya no hay problemas de vacantes en CABA ni demandas provinciales para construir escuelas nuevas: no hacen falta. Esta situación libera presupuesto para pensar en alternativas para mejorar la calidad de la educación, con más docentes por alumno, clases más chicas, más tecnología, capacitación para maestros, etc. Además de que la escuela en general necesita imaginación para adaptarse (es casi indistinguible de cómo era hace 100 años), esta nueva situación, que es una oportunidad, requerirá creatividad y visión de futuro. Se pueden hacer mil cosas, menos la plancha.
Sé que vengo celebrando estas tendencias, al menos para nuestro caso, pero igual hay algo que me resulta medio tristón de un mundo con cada vez menos niños, de sociedades donde la gran mayoría elige su propia individualidad por encima de tener hijos. Más me irritan esos que culpan de su decisión a una inminente catástrofe climática o al capitalismo: háganse cargo. Aun así, no se me ocurre un argumento convincente para empujar a alguien a tener más hijos. Ojalá todos tuviéramos más hijos (yo no puedo cancherear, porque sólo tengo uno), pero debería ser algo voluntario y que venga de abajo hacia arriba, de la propia sociedad. Gobiernos de todo el mundo vienen intentando premiar a las familias que tienen hijos, pero los resultados hasta ahora han sido mediocres. Quizás en algún momento la tendencia se dé vuelta. Así como en Argentina y en todo el mundo llevamos más de un siglo teniendo cada vez menos hijos, perfectamente un día podrían invertirse las preferencias de la sociedad y que un día nos demos cuenta, como nos pasa ahora, distraídos por la política y las urgencias, que en la década anterior se produjo un cambio.
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