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Domingo

Un club de marginales

El ingreso de Argentina a los BRICS es inoportuno e inútil y se explica sólo por razones ideológicas.

Retomando por un instante las actividades presidenciales, Alberto Fernández anunció el jueves que Argentina se unía a los BRICS, el grupo que integran Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. La noticia impactó con fuerza en nuestro país, sobre todo porque no parecía ni el momento ni la forma más adecuada para tomar una decisión de esas características. Como es propio de la actual administración peronista, tanto el pedido de ingreso a los BRICS como sus posibles consecuencias no fueron producto de estudios sistemáticos en ámbitos diplomáticos, académicos, ni entre especialistas. No se planificó con los distintos ministerios, no se escuchó a las provincias, tampoco se analizó con organizaciones empresarias, sindicales o de la sociedad civil; mucho menos se consultó con líderes opositores, y el Congreso no participó para discutir los alcances de esta medida.

De hecho, el actual periodo presidencial está llegando a su fin, hace pocos días hubo elecciones y los dos candidatos que obtuvieron los primeros puestos en la disputa electoral (Javier Milei y Patricia Bullrich) rechazaron de plano cualquier posibilidad de aceptar la decisión del Gobierno actual. Sin embargo, esto no fue un obstáculo para que los tradicionales voceros vinculados a los medios y recursos cercanos al Gobierno ofrecieran sus serviciales aportes para realzar las ventajas de la integración y colaborar de paso con la candidatura de Sergio Massa. Los argumentos volcados en favor de la inclusión argentina en los BRICS fueron poniendo énfasis en algunas de las siguientes cuestiones.

La dimensión geopolítica del relato alude a que los BRICS son la contraparte del G7, convertido en el nuevo eje del mal del discurso nac&pop argentino.

La dimensión geopolítica del relato oficialista alude centralmente a que los BRICS son la contraparte del G-7, el grupo de países desarrollados integrado por Canadá, Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, convertido de un momento a otro en el nuevo eje del mal del discurso nac&pop argentino. Este análisis presupone que los BRICS no sólo son un grupo institucionalizado y cohesionado de países, sino que sus miembros sólo pertenecen a él y a ningún otro organismo multilateral; es decir, parten de los BRICS como un organismo que enfrenta directamente al sistema internacional tradicional.

En este sentido, considerar que las relaciones de los miembros de los BRICS con los del G-7 poseen iguales características equivale a desconocer la realidad del contexto internacional. Por ejemplo, algunos integrantes de ambos grupos comparten pactos de seguridad (como India, Estados Unidos y Japón en el Quad, el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral) o procesos de integración regional (como Brasil, parte del Mercosur, que se encuentra negociando en estos momentos un acuerdo con la Unión Europea).

También ignoran la participación activa que Rusia tuvo en el G-7 (que entonces era el G-8) hasta que fue separada por la anexión ilegal de Crimea (una república autónoma de Ucrania) en 2014. A eso se le debe añadir que Vladimir Putin buscó el ingreso de China al grupo cuando estos regímenes aún procuraban mantener buenas relaciones con el resto del mundo. Por su parte, los BRICS nacieron en 2010, por lo que Rusia fue parte de ambas organizaciones simultáneamente durante varios años.

¡No es la economía!

Una segunda argumentación sobre los supuestos beneficios de ingresar a los BRICS indica que es un grupo económicamente poderoso capaz de rivalizar con las potencias occidentales. Aunque eso fuera así (no lo es), esta aseveración presupone que la suma de los PBI equivale a la cohesión económica, y que por ósmosis los principales indicadores pasarían a ser compartidos por todos los miembros, como una banda que reparte el botín en partes iguales: otro enunciado disparatado en las relaciones internacionales.

Esta visión pasa por alto cuestiones tan importantes como que el principal socio comercial de China e India es Estados Unidos, y el de Rusia hasta hace pocos meses era la Unión Europea. Además, diluye la importancia de los procesos de integración económica en el que los miembros de los BRICS están insertos. Entre ellos, el mencionado Mercosur, la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC) y la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el acuerdo comercial más grande de la historia que reúne, entre otros, a China, Australia, Corea del Sur y Japón (pero, curiosamente, no la India).

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A esto se debe sumar el variado tipo de relación económica que existe entre los miembros de los BRICS, que va desde una situación de dependencia exportadora para con China –en los casos de Brasil y Sudáfrica–, hasta una rivalidad sistémica entre China y la India en tanto receptores de capital extranjero y dueños de monedas de uso en el comercio internacional, entre otros aspectos. Si bien el renminbi (la moneda china) continúa ganando terreno en el comercio con China, más de la mitad de las exportaciones e importaciones de ese país continúa efectuándose en otras monedas, principalmente el dólar estadounidense, que representa la moneda de curso para casi la mitad del comercio global.

En este contexto, se debe advertir la futilidad de los intentos de comparar el auge del renminbi con las monedas de las potencias occidentales, cuyo combinado equivale a más del 80% del comercio global, comparado con el alrededor del 5% de las monedas de los BRICS.

Finalmente habría que evaluar con cuidado cuál sería la verdadera proyección económica en tanto organización internacional de los BRICS que, sin casi ninguna institución común, asemeja su funcionamiento al resto de los grupos de países que poseen dinámicas de foro, como el G20, el G-77 y el propio G7.

Otra de las premisas repetidas estos días hace alusión a una cuestión mucho más abstracta –y, por lo tanto, mucho más manipulable por el discurso–: la idea de que los BRICS son la contraposición a Occidente. Esto implicaría seguir sosteniendo que Oriente y Occidente son dos conceptos opuestos, siempre iguales a sí mismos, sin interacciones ni influencias de uno sobre otro. Sólo para empezar, eso ya no se sostiene cuando China, el más poderoso del grupo, posee un sistema político ideado en Alemania.

Entonces lo primero que se debería responder es el interrogante: ¿es China verdaderamente una “alternativa” al sistema actual? ¿O acaso eso es sólo el canto de sirenas que emana de Beijing y es reproducido por una academia acrítica y por propagandistas mediáticos con un sesgo antiestadounidense preexistente? En este sentido, debe resaltarse que la mayoría de estos análisis no considera a América Latina como parte de Occidente, aunque sí suman a Japón, en otro ejemplo de las irregularidades que produce el estiramiento conceptual en pos de la adecuación a narrativas preconcebidas.

Lo primero que se debería responder es el interrogante: ¿es China verdaderamente una “alternativa” al sistema actual? ¿O eso es sólo el canto de sirenas que emana de Beijing?

Algo parecido se podría decir del caso de Sudáfrica, que posee una gran parte de su población fuertemente vinculada al Reino Unido y los Países Bajos, y aun de Rusia, que históricamente ha oscilado en una relación de amor-odio con sus vecinos del oeste. Además, considerar que no se es “occidental” sólo por no ser un país desarrollado es caer en un reduccionismo materialista en el cual la cultura no jugaría ningún rol en la autopercepción de las personas.

Por otra parte, asimilar a los aliados de Estados Unidos en Asia a esta idea de Occidente es desconocer las peculiaridades socioculturales que hacen a la identidad japonesa, coreana, taiwanesa, etc. Eso ocurre, parcialmente, porque se asimila Asia a China, es decir, se identifica lo oriental con lo chino y la cultura sinítica, mientras que el resto de las culturas asiáticas parecieran ser meros desprendimientos de esta o, peor aún, irrelevantes para el análisis.

La suma de estas premisas busca instalar una conclusión, y es que China reemplazará a los Estados Unidos como hegemón global, y hay que alinearse con ella porque “es el futuro”. Estos análisis grandilocuentes y apologistas de los BRICS no tienen base empírica y sólo replican la agenda de Xi Jinping –y en menor medida de Putin–: Occidente está en declive y Asia (entendida sólo como China) es el futuro de la humanidad. A su vez, fuerza la noción de una China que no está sola, cuando un solo vistazo al mapa de conflictos actuales en Asia demuestra que son muy pocos los aliados que tiene el régimen de Beijing en su vecindad.

Tal vez los análisis sobre la viabilidad de China como nuevo hegemón deberían concentrarse primero en su capacidad de resolver desafíos internos y diferendos inmediatos, y no sumar hipótesis hoy incomprobables por su participación en grupos sin capacidad institucional con países de otros continentes, como, en definitiva, hasta hoy son los BRICS.

Cortinas de humo

Más allá de los detalles de la letra chica de un acuerdo internacional opaco –como todos los que ha firmado el peronismo en los últimos tiempos–, lo que habrá que afrontar son los costos e implicancias que tendrá para el país que un gobierno nuevo rechace lo que el anterior firmó irresponsablemente.

Analizando los argumentos de los sectores afines al peronismo, nuevamente aparece una apelación al pensamiento mágico y a relatos alejados de realidad como base para justificar y aplicar políticas públicas. Aun en la debacle en la que este gobierno sumió al país, todavía no parece quedar claro que basar la gestión pública en fantasías, delirios ideológicos o conspiraciones sólo conduce al desastre.

La B del grupo BRICS no estaba a favor de la ampliación. Cuando se le impuso, sólo se preocupó porque no fuera México quien ingrese, aunque finalmente este no hizo el pedido formal, ya que se encuentra más cómodo en el NAFTA 2.0 que integra con Estados Unidos y Canadá. Finalmente, aceptó porque Argentina no es una amenaza realista para su liderazgo regional, y porque China accedió a mencionar la posibilidad de una reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, que Brasil desea integrar en forma permanente, y que es un asunto al que Argentina se ha opuesto sistemáticamente sin importar qué partido esté en el poder.

La R se encuentra en medio de una guerra que emprendió inmoralmente –y a la que ni siquiera reconoce como tal–, en la cual ha violado todos los derechos humanos conocidos, y seguramente los que se reconozcan en el futuro.

La I y la C se encuentran en una guerra literal entre sí, con muertos y enfrentamientos en su frontera común.

Y la S está más ocupada tratando de que sus ciudadanos tengan luz más de diez horas por día que en fantasiosos liderazgos geopolíticos.

Los análisis en torno a los BRICS de parte de la política argentina han partido de premisas formuladas desde una perspectiva antiliberal, anticapitalista y antioccidental.

Por otra parte, a pesar de la supuesta oportunidad que representarían los BRICS, menos de veinte países han pedido formalmente su incorporación. Los que finalmente fueron aceptados junto a Argentina fueron Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes, Etiopía e Irán. Parece necesario reiterar que Irán fue culpado por su participación en el peor atentado terrorista en nuestro suelo, y que el canciller Santiago Cafiero suspendió sobre la hora una vista a Arabia Saudita por la ejecución de 81 presos políticos y disidentes.

Los discursos y análisis en torno a los BRICS de gran parte de la academia, el periodismo y la política argentina han partido de premisas formuladas desde una perspectiva fuertemente antiliberal, anticapitalista y antioccidental. Pero, sobre todo, el relato sobre los BRICS, como el del oro de Beijing, operan en un nivel de fantasía en la que se idealiza que la mera pertenencia al grupo nos llevará al destino de gloria que nos merecemos y para el que estamos predestinados.

Por supuesto, esto ocurriría sin realizar ningún tipo de cambio o esfuerzo interno, ya que bastaría con integrar este “club” para lograr lo que siempre merecimos, pero nunca tuvimos, por culpa de Occidente en general y de los Estados Unidos en particular.

 

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Fernando Pedrosa

Historiador y politólogo. Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de posgrado en la Universidad del Salvador. Doctor en Procesos Políticos Contemporáneos (Universidad de Salamanca). Autor de 'La otra izquierda. La socialdemocracia en América Latina' (2012).

Max Povse

Politólogo y maestrando en Ciencias Sociales por la UBA, donde se desempeña como profesor adjunto de la Carrera de Ciencia Política y coordinador del Grupo de Estudios sobre Asia y América Latina (GESAAL).

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