ELÍAS WENGIEL
Domingo

Carnaval toda la vida

En los exitosos libros antimenemistas de los años '90 es posible encontrar otra expresión de las internas no resueltas del peronismo.

La persistencia y la aceleración de la inflación, el crecimiento desproporcionado del Estado y su injerencia en la vida de los ciudadanos, la alta presión impositiva y las prerrogativas de viejas y nuevas corporaciones conforman un bloque —en ocasiones indiscernible— de causas y efectos que se retroalimentan para producir en sectores cada vez más numerosos de la sociedad ciertos efectos de los que resulta casi imposible escapar: angustia, miedo, malhumor y, muy especialmente, un hartazgo profundo por este presente tan parecido a un pantano sin final.

Desde luego, cuando el presente nos atormenta y el futuro no se avizora muy prometedor, una reacción natural es la nostalgia por los tiempos mejores. La edad y las preferencias de cada uno harán que los años felices a evocar se ubiquen en distintos momentos: la primavera democrática alfonsinista, los años de pax nestorista o la reciente novedad cambiemita. Sin embargo, tanto entre algunos que aún tienen frescos los años ’90 como entre otros que nacieron al borde o incluso después del nuevo siglo, el recuerdo del menemismo parece agigantarse hoy como el modelo más diferente posible a esta actualidad tan agobiante.

No parecen faltar razones atendibles que justifiquen esta percepción: nunca como durante aquellos años se asistió en la Argentina a un giro tan brutal y sostenido hacia las políticas de libre mercado, la desregulación y la ortodoxia económica en general, así como tampoco existen registros históricos de un período tan largo de inflación tendiente a cero de 1945 en adelante. A pesar de que tanto este índice como el de la paridad de 1 a 1 con el dólar se fueron convirtiendo más en símbolos y estandartes a defender de cualquier manera que en resultados de políticas virtuosas, lo cierto es que el tamaño de las transformaciones encaradas desde el comienzo mismo del gobierno de Carlos Menem y su asociación automática con la estabilidad económica subsiguiente quedaron grabadas a fuego hasta en la memoria de sus opositores más virulentos.

Hasta el día de hoy no son pocos quienes reivindican el descarado estilo de ejercicio del poder llevado adelante por Menem.

Otro corolario de la persistencia de la huella profunda del modelo menemista en los esquemas mentales de sectores quizás minoritarios pero con influencia en ciertos círculos sociales se debe sin dudas a la divergencia entre la demagogia del discurso del Menem en campaña electoral y el tenor de las políticas aplicadas una vez asumida la presidencia. Y desde luego, hasta el día de hoy no son pocos quienes reivindican el descarado estilo de ejercicio del poder llevado adelante por Menem, un estilo tan desvergonzado, esperpéntico, autoritario y corrupto que también pareció volverse un objetivo independiente de cualquier noción elemental de buen gobierno. No es de extrañar entonces que hoy, tras casi 20 años de devastación kirchnerista, flote todavía en el aire la ilusión de que el peronismo se decida al fin a ejecutar su “giro neomenemista”, o que la receta rápida y práctica para la salida de la crisis sea “el peronista mejor vestido”. No son sólo chicanas de tuiteros: hasta los más respetables académicos nos prometieron “ajuste con apoyo popular” de la mano del Frente de Todos.

Son precisamente estas marcas del estilo del personalísimo ejercicio del poder por parte de Menem las que provocaron las más fervientes adhesiones como también su contracara: una oposición férrea y cerrada, inicialmente a cargo de la remozada intelligentsia con epicentro en el diario Página/12, y cuya expresión política más relevante no fue en modo alguno la desdibujada UCR, sino los elementos disidentes del propio peronismo que formaron el Frente Grande primero y luego el Frepaso con los ropajes de la también muy noventosa Tercera Vía. Esta oposición supo ser atinada y principista en su condena de los rasgos más violentos y antidemocráticos del menemismo, un fenómeno político que, escudado en los aciertos, la personalidad y los caprichos de su jefe, mostró una vocación real por convertirse en una suerte de régimen similar al del PRI mexicano. Asimismo, seguramente enceguecida por los fastos chillones de la estética gobernante, esta oposición también se obsesionó por registrar e interpretar los cambios más profundos en el comportamiento social que el consumismo, la frivolidad y el desparpajo parecían favorecer. Del mismo modo, la infinita sucesión de escándalos de corrupción de todo tipo (desde luego, la materia prima que disparaba las ventas de diarios y libros) convirtió a esta oposición en una portadora de una mueca tan escandalizada como resignada, tan canchera como cínica. Una suerte de menemismo superficial e invertido, quizás.

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Finalmente, en cuestiones —si se quiere— más doctrinarias, la oposición antimenemista tuvo dificultades para calibrar la precisión y pertinencia de sus críticas por sus propias taras ideológicas. Si bien la época de la reivindicación de la lucha armada parecía haber quedado atrás, también es cierto que la negativa a aceptar las implicancias de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética la conducían frecuentemente a un callejón sin salida. El antimenemismo seguía siendo estatista, corporativista y livianamente castrista (porque era el último recurso en pie), y ni siquiera el colapso de los servicios públicos estatales y dos hiperinflaciones lo habían podido convencer de que no, definitivamente no era por ahí, compañeros. Desde luego, las agudas recesiones de los últimos años de la convertibilidad llevaron inevitablemente a poner la atención en el deterioro de los indicadores sociales, particularmente en el desempleo que fue también una marca indeleble de aquellos años. Sin embargo, la oposición al menemismo se pasó prácticamente los dos períodos de gobierno con la palabra “ajuste” y “hambre” en la punta de los labios, incluso en los años en que la economía creció con fuerza, bajó la pobreza y el acceso al crédito fue generalizado. En cambio, otras cuestiones que sí causaron un daño social mayor y más estructural (como la transferencia de los servicios de salud y educación a las provincias) fueron en general soslayadas o criticadas con menor intensidad.

Dos libros

Entre las muchísimas opciones para encarar esta suerte de revisión rápida del menemismo elegimos enfocarnos en dos de los más exitosos y recordados best sellers del período: Pizza con champán, de Sylvina Walger, y Menem – La vida privada, de Olga Wornat. Si bien ambas autoras tienen algunos puntos en común en su biografía (ambas militaron en su juventud en Montoneros y ambas se hicieron conocidas por su labor en distintos medios gráficos en los ’90, origen directo de la escritura y publicación de sus libros) y desde luego que ambos trabajos apuntaron al público que en aquellos años agotó edición tras edición de Robo para la corona, Asalto a la ilusión y tantos otros títulos, lo cierto es que las diferencias entre estos libros son muchas más que las similitudes. El primero, publicado a fines de 1994, es la crónica y el análisis del menemismo y de un Menem en su cenit, arrollador y ganador. El segundo, de 1999, cuenta la tragedia de un hombre y un régimen en retirada, a punto de ser derrotados. Y así como existe esta distancia temporal que parece alterar la percepción de ciertos fenómenos, es mucho más notoria la ambición de Walger en tratar de explicar al menemismo como fenómeno político y social en sentido amplio. También muy pronto se hace evidente su superioridad como escritora.

Menem – La vida privada es un libro agotador. Largo, por momentos tedioso, monocorde, falto de matices. La prosa de Wornat no es atractiva, al contrario, es torpe y con tendencias a las metáforas más cursis. En su favor podría argumentarse que lo que se propone contar con exhaustividad es una suerte de gran melodrama familiar, la historia de dos grandes clanes árabes (los Menem y los Yoma, claro está) que, por esas casualidades del destino, deciden trasladar toda su desmesura e irracionalidad a un territorio igualmente árido y premoderno: la provincia de La Rioja. Que, por añadidura, el jefe de uno de esos clanes se sintiera predestinado a llegar a lo más alto del poder político de su país y, contra todo pronóstico, lo lograra, resulta apenas una más de las peripecias de una historia de pasiones, rencores, odios y amores familiares como cualquier otra del género folletinesco.

Wornat no se esfuerza mucho en ocultar que la fuente principal de sus historias es Zulema Yoma, razón por la cual los lectores nos vemos condenados a seguir el punto de vista, las obsesiones, las reacciones y los desvaríos de una desequilibrada. El libro se estructura a partir de la muerte de Carlos Menem Junior, el máximo drama familiar que no sólo parte en dos y para siempre la vida de los protagonistas principales, sino que se percibe además como el hecho que marca el final del menemismo triunfante. A partir de allí, por más que la sociedad argentina decidió apoyar en 1995 la reelección por una diferencia mayor a la prevista, queda la sensación de que lo que une a Menem con su pueblo es mucho más el temor a perder la estabilidad conquistada que un apoyo genuino y convencido.  Es así entonces que el segundo mandato parece volverse una tortura para el gran jefe, a quien todos los excesos previos en la conformación y ejercicio del poder que ansía retener a toda costa le empiezan a pasar facturas que se acumulan en forma de familiares, amigos y funcionarios muertos, asesinados, presos, procesados o investigados por la Justicia. El Menem de los últimos años se siente solo, abandonado a su suerte; por momentos, incluso se siente culpable. Con la conformación de la Alianza y la oposición del peronismo a seguirlo en su desesperado intento por conseguir un tercer período en la presidencia, todo se vuelve deprimente hasta el final inevitable. Sin poder Menem no es nada.

El Menem de los últimos años se siente solo, abandonado a su suerte; por momentos, incluso se siente culpable.

Por supuesto, mientras el relato avanza hacia ese final también irá mechando con varios flashbacks que servirán para contar la vida completa de Carlos Menem. Los antecedentes familiares, las peripecias, el carácter mujeriego y seductor de un turrito de provincia que hacía gala de un nacionalismo tan pintoresco como su aspecto, que tal vez nunca debió pasar de la intendencia de su pueblo y que, sin embargo, nunca dejó de correr hacia lo más alto impulsado por una fe ciega en sí mismo y una notable tendencia al misticismo, la brujería y el pensamiento mágico. Menem (y desde luego que también Zulema) es exuberante, desproporcionado, excesivo en sus apetitos a pesar de su físico insignificante. No sólo no evita los peligros, sino que parece buscarlos con ahínco. Todo en él es violento y pasional, a la vez que picaresco, risueño e irresponsable. Pero también Menem llora todo el tiempo, durante toda su vida, por cualquier motivo. Llora durante horas (siempre “en posición fetal”, dice la autora), se deprime y se angustia interminablemente, en pijama, en jogging o desnudo en la cama, delante de sus íntimos. Pero cada vez una fuerza interior desconocida lo impulsa a levantarse y salir a pelearla. A ganar la gobernación, una carrera de rally, una mujer más, y otra, y otra. Llora desconsolado exiliado por la dictadura en Formosa. Lorenzo Miguel se ríe por cómo llora el riojano en la cárcel, pero Menem años después llora en Olivos o en un hotel en cualquier capital del mundo. Llora y después gana la presidencia, llora a su hijo muerto y gana la reelección, llora y visita a los Borbones en España y a los Windsor en Inglaterra. Llora y se come al mundo.

Menem – La vida privada es la historia de este hombre y de su clan. Las críticas a sus políticas, a su modelo económico y a los grandes escándalos de corrupción están solapadas o implícitas. Es comprensible: ya no hay mucho más que agregar a las miles y miles de páginas de todo tipo que se han impreso con esa información. Lo que Wornat quiere contar son esos detalles y esas escenas que el público nunca pudo conocer. Sus amoríos e infidelidades, los innumerables y violentos intercambios de golpes y proyectiles con Zulema, los amigos y las aventuras de la infancia y la juventud, los diálogos y las confesiones en boca de los propios protagonistas.

El toque sociológico

Pizza con champán, en cambio, es un libro más interesante y con recursos más variados. Toca diferentes cuerdas, trata de informar, entretener y analizar. Walger, seguramente en su carácter de socióloga, se ocupa de la política, la moda, la estética y busca una explicación para todos aquellos novedosos fenómenos sociales que, no lo oculta ni por un segundo, la escandalizan sobremanera. Observa atónita cómo esa sociedad, a la que percibía como gris, melancólica y pacata, un buen día se despertó convertida en un exceso de hedonismo, despilfarro y frivolidad. En la trayectoria de María Julia Alsogaray, por ejemplo, detecta esa parábola que la desconcierta. Éste es posiblemente uno de los mayores defectos de la crítica progre al menemismo: esa sensación de escándalo moral y orgullo herido. En el menemismo el malestar en la cultura se vuelve omnipresente, por eso por momentos es difícil saber qué es lo que provoca más rechazo, si el índice de desempleo, el color de las corbatas del presidente, los 66 millones de dólares gastados en un nuevo avión o las cirugías estéticas de funcionarios, famosos, modelos y nuevos ricos en general. Es, a su manera, un sentimiento de escándalo aristocratizante.

Walger, al igual que todos los críticos del menemismo en los ’90, siente que la corrección ideológica, la inteligencia y las causas elevadas sólo pueden estar del lado de la izquierda que ella representa. No es raro, por lo tanto, que el escándalo moral derive en puritanismo: cuando se trata de caracterizar a las mujeres menemistas todo se reduce a determinar cuánto tienen de deshonestas, cuánto de idiotas y cuánto de putas. Las expresiones, adjetivos y sobreentendidos difícilmente pasarían hoy el filtro de la cancelación. Curiosamente, a la única que le reconoce inteligencia y pergaminos académicos es a la mentada María Julia, quizás por su condición de paqueta outsider convertida a la nueva religión. Poco importa si señala al pasar que, por ejemplo, Matilde Menéndez se recibió con medalla de honor. No hay caso, menemismo e intelecto, asuntos separados.

Algo de lo que seguramente Walger llegó a arrepentirse (ya que, andando los años, el kirchnerismo le repugnó tanto como el menemismo) es de las citas de autoridad de su libro, inevitables en el ámbito en el que ella se desempeñaba. Sus referencias ineludibles pertenecen todas al universo de Página/12: Horacio Verbitsky, Román Lejtman, Romina Manguel, Gabriela Cerruti, Mario Wainfeld. No importaba si los textos citados contenían datos, información dura, interpretaciones o simples opiniones. Si lo decían ellos era suficiente. Más risueño resulta que para Walger incluso publicaciones como la revista La Maga (literalmente, una estudiantina de bajo presupuesto) pudiese alcanzar una estatura superior a la de la prensa tradicional.

El menemismo permitió que en cualquier nivel de la administración pública se robara descaradamente por cifras que hoy nos parecerían abultadas en pesos, pero que correspondería multiplicar por 300.

Es difícil no sentirse incómodo al repasar la cantidad y calidad de los casos de corrupción y los escándalos de la época menemista. El Yomagate, la leche podrida, IBM-Banco Nación, el Swiftgate, el diputrucho, la venta de armas a Ecuador y Croacia, la lista se hace interminable. El menemismo permitió que en cualquier nivel de la administración pública se robara descaradamente por cifras que hoy nos parecerían abultadas en pesos, pero que correspondería multiplicar por 300.  No importaba si se trataba de ministros, secretarios o incluso concejales. Cualquier amigo o pariente lejano se sentía autorizado a manotear sumas insólitas, con o sin cargo público. Muchos de estos negociados se destapaban directamente en la prensa internacional. Nadie se privaba de tratar con narcos o traficantes de armas. Las conexiones familiares y culturales con regímenes como el de Siria daban lugar a las peores suspicacias. Más allá de la repulsión moral, tanto Walger como Wornat alcanzaron a advertir con distinto grado de precisión que toda aquella corrupción no sólo era amparada y tolerada por Menem por su propia manera de entender el poder, sino que además era un método de construcción y preservación de ese poder. Ambas autoras entendieron que el menemismo era entonces intrínseca y metodológicamente corrupto: era una de las muchas maneras que tenía el Jefe de tener a todos sus subalternos contentos y agarrados de las bolas a la vez. Cuando Menem se hartaba de algún amigote, cuando alguno había robado demasiado o muy desprolijamente, o cuando el goloso de turno ya no le servía políticamente, procedía a tirarlo por la ventana. Los términos y las secuencias del método podían ser intercambiables.

Y sin embargo, al leer hoy estos libros se refuerza la sensación de que la animadversión de la prensa progre de los ‘90 se debió más a ciertas cuestiones no resueltas en las dos décadas anteriores. Es sabido que el menemismo originario, el que ganó la interna del PJ en 1988 y luego la elección general el año siguiente, consistió en una tan farsesca como temible mescolanza de carapintadas, nacionalistas de distintos pelajes y elementos residuales de la derecha y la ultraderecha del peronismo. Es probable entonces que los derrotados junto a Cafiero en el ’88 tuvieran que reagruparse y volver en forma de Frepaso para poder tener una oportunidad seria de llegar al poder. A muchos de ellos los podemos ver hoy en su versión kirchnerismo 4.0. En definitiva y como tantas otras veces: una interna peronista.

 

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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