IGNACIO LEDESMA
Domingo

Con el antikirchnerismo
no alcanza

La indignación anti-K genera una ilusión de representación, pero definirse por oposición es insuficiente para ganar elecciones o gobernar. Hay que ir más allá y mirar hacia el futuro.

Las tribus antikirchneristas y antiperonistas se cruzan, se mezclan, se superponen y, a veces, se diferencian unas de otras. Todo antiperonista que se precie se sabe también antikirchnerista. Para ellos, el kirchnerismo no es una fase superior del peronismo sino simplemente su repetición. Una vez más, igual a sí mismo, como sucedió con el peronismo de Duhalde, el de Menem, el de Isabel y el de Cámpora. Incluso, con el de Perón. El peronismo es uno solo, único e indivisible, el “hecho maldito del país burgués”. Una fe. Una identidad.

Pero si uno observa más de cerca al antikirchnerismo se encuentra con un hecho menos obvio. No todo antikirchnerista es necesariamente un antiperonista. Generalizando, para este grupo, el kirchnerismo es percibido como un engaño o una traición. Una narrativa que corrompe la verdadera tradición peronista. De acuerdo a esta idea, una herejía frente a la esencia perenne y justicialista cuyo origen se pierde en los hechos legendarios de octubre de 1945. Los K no son peronistas, concluyen, certeros. Los peronistas verdaderos somos nosotros, dicen, ofendidos.

El kirchnerismo, por su parte, no ha hecho más que repetir las ilusiones y los conflictos de 1974 entre los Montoneros y Perón. Envejecida y obsoleta, la discusión vuelve a situarse en el mismo lugar de entonces. La pesada mochila del revisionismo histórico, los libros de Hernández Arregui y Abelardo Ramos, las Cátedras Nacionales, los Curas por el Tercer Mundo, los Montoneros y sus amigos, la travesía trágica bajo los militares, los muertos, los exilios, la causa de los derechos humanos. El kirchnerismo amasó una cultura a lo largo de décadas. Son las mismas palabras al momento de cuestionar al presidente Fernández. Qué pasa que está lleno de gorilas el gobierno popular, cantaban entonces. Más o menos como ahora.

Me pregunto si todo espacio opositor al kirchnerismo da lo mismo y si no va siendo hora de ponernos de acuerdo en otras cosas que vayan más allá.

Tampoco la condición de antiperonista o antikirchnerista convierte a alguien en un demócrata ejemplar. Ni en un adalid del progreso republicano con una visión de futuro compartida. Hay de todo, como dicen las abuelas. Me pregunto si todo espacio opositor al kirchnerismo da lo mismo y, a partir de esto, si no va siendo hora de ponernos de acuerdo en otras cosas que vayan más allá de cuán malo, torpe, corrupto, ignorante, improvisado o tramposo es el kirchnerismo. En este sentido, Mauricio Macri ha repetido más de una vez su idea según la cual no es importante de dónde viene cada uno sino hacia dónde va. Comparto esa visión.

Lo digo más claramente: con la indignación no alcanza. Ni para ganar elecciones ni para gobernar en términos democráticos, modernos y eficientes. Las redes sociales están generando ilusiones de sobrerrepresentación. Twitter ha permitido a multitudes de indignados expresar con mayor o menor talento sus indignaciones. En algunos casos ha distorsionado la autopercepción de la influencia de acuerdo a la burbuja en la que cada uno se encuentra. La indignación ya es una parte de nuestra familia. Pero existen otras partes, menos politizadas, que están demasiado preocupadas por su supervivencia como para estar dispuestas a vivir en un estado imaginario de guerra civil los siete días de la semana, las veinticuatro horas.

Los límites del antiperonismo

Desde hace años me sumergí a leer cuanto pude acerca de la historia del antiperonismo y sus fracasos. Es una historia menos frecuentada e investigada que la de su némesis septuagenaria. El antiperonismo es el hermano mayor del peronismo. Nació primero. Surgió entre los distintos grupos civiles antifascistas y antinazis muchos años antes del 17 de octubre de 1945. Antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En 1946 radicales, socialistas, demócrata progresistas, conservadores y comunistas construyeron la Unión Democrática con el objetivo de impedir el acceso al gobierno del coronel Perón. Y, como todos sabemos, fracasaron en el intento. Diez años y mucha agua bajo el puente después, todos estos partidos, así como muchos sectores independientes, celebraron, apoyaron y participaron del gobierno surgido de la Revolución Libertadora integrando el gobierno revolucionario a través de la Junta Consultiva Nacional.

Para aquellos antiperonistas, Perón había constituido la encarnación local de Mussolini y Hitler. Existe numerosa y diversa bibliografía en un sentido y en otro. Pero para los antiperonistas lo era. La práctica del culto a la personalidad, tan propia de los regímenes totalitarios, era omnipresente bajo el peronismo en el gobierno. Su ahogo a la oposición y, principalmente, su conflicto con la Iglesia Católica en 1954 y 1955 terminaron por construir los argumentos para quienes lo derrocaron meses después de un cruel bombardeo que impactó sobre la población civil el 16 de junio en la Plaza de Mayo y sus alrededores, causando la muerte de cientos de personas.

Mi propósito es pensar los límites del antiperonismo en una coalición que, más temprano que tarde, volverá a gobernar la Argentina.

Desde entonces, la historia del antiperonismo está cargada de horrores. No me importa aquí si son mayores o menores que los cometidos por el peronismo a lo largo de su propia historia, entre ellos la masacre ocurrida entre 1973 y 1976. Por su parte, ni con la Revolución Libertadora y los fusilamientos de Valle y los demás sublevados en junio de 1956, ni con la participación decisiva de sectores militares antiperonistas en las caídas de Frondizi e Illia ni con su subordinación a los generales de 1976, el bloque antiperonista logró desterrar del sistema político y cultural argentino a su enemigo. Frente a cada experiencia peronista en el poder, el antiperonismo resurge para denunciar sus iniquidades. Recién en 1983, con Alfonsín, surgieron espacios de mayor tolerancia recíproca entre un polo y su reverso.

Este texto no pretende ocuparse de cuán malos han sido los malos a uno y otro lado de la grieta que revivió en los últimos 15 años entre nosotros. Mi propósito es pensar los límites del antiperonismo en una coalición que, más temprano que tarde, volverá a gobernar la Argentina.

Lecciones aprendidas

Primera lección aprendida: el futuro es más importante que el pasado.

Antiperonismo y antikirchnerismo hablan del pasado. Su interlocutor es el pasado. El pasado que ya pasó, que no vuelve y es inmodificable. El antikirchnerismo debe vencer un límite: el que va de la indignación a la construcción de una propuesta positiva. Respeto sus caracterizaciones, comparto muchas de ellas. Pero importa más el futuro.

Segunda lección aprendida: la fuerza del antikirchnerismo es insuficiente para gobernar.

Lo he vivido. Muchos antikirchneristas reclamaban en privado o en público que la gestión cultural que me tocó dirigir no fue “lo suficientemente anti-K”. Soñaban con prohibiciones y proscripciones. Uno de los motivos de orgullo que tengo por haber integrado el gobierno de Cambiemos es su total respeto por el pluralismo, que no es otra cosa que el verdadero y único rival del populismo, siempre. La sociedad es más diversa que nosotros mismos y nuestro grupo. Reconocerlo no implica ceder ninguna convicción. Por el contrario, se trata de activar el verdadero espíritu liberal con quienes no piensan como uno.

Tercera lección aprendida: lo contrario del kirchnerismo no es el antikirchnerismo sino el pluralismo.

O el debate o la ley o la República. Los antikirchneristas rabiosos por momentos parecen estar dispuestos a copiar en espejo al kirchnerismo. Se preguntan: si ellos no cumplen con las reglas, entonces ¿por qué tendríamos que hacerlo nosotros? ¿Por qué los tratamos bien si ellos nos tratan tan mal? O, más brutalmente, seamos así de arbitrarios y comámonos al caníbal.

Por último, el límite del antiperonismo es la inexistencia real del peronismo en el presente. Lo que fuera que haya sido el peronismo en términos políticos e ideológicos se ha extinguido hace ya muchos años. Eva Perón es irrelevante para la vida contemporánea de la inmensa mayoría de los argentinos por más gigante que sea la iconografía que vuelve aún más fascista al viejo edificio del Ministerio de Obras Públicas, hoy sede de Salud y de Desarrollo Social. O por más que su presencia haya sido machacona en cada uno de los billetes de 100 pesos con los que se compraban 15 dólares en 2012 cuando se lanzaron y hoy alcanzan para poco más de 60 centavos.

Nadie se hace peronista ni vota al peronismo por cuestiones ideológicas. Su ideología abarca siempre a todas las ideologías posibles. Hoy se regenera en una mitología del presente: la cuestión de género. En los 2000 fue el turno de los derechos humanos y la reivindicación de las organizaciones armadas de los ’70. En los ’90 fue la reconciliación, los indultos a militares y guerrilleros y el abrazo con el almirante Rojas, máximo emblema vivo de 1955 tras el asesinato del general Aramburu en el inicio del estrellato fugaz de los Montoneros en 1970. Menem trajo los restos del cuerpo de Rosas desde Inglaterra y los paseó por la avenida Sarmiento cerrando una herida de más de cien años.

Las posiciones excluyentemente reactivas generan una zona de confort peligrosa para quienes queremos cambiar las cosas.

Un peronista sólo necesita de sí mismo para saberse peronista. Alcanza con sus propias emociones. El mito sólo exige un pacto de credibilidad. Sus exigencias y su comportamiento no son diferentes a los de todos los mitos. Creo, luego soy peronista. Una superstición, según definió alguna vez Jorge Asís. Aquello que fue, lo que haya sido, es hoy apenas una franquicia, como los equipos de la NBA. Una licencia para ser explotada durante un cierto período de tiempo anclada a los resultados que ofrezca a sus propietarios circunstanciales.

Hay vida más allá del antikirchnerismo y el antiperonismo. Las posiciones excluyentemente reactivas generan una zona de confort peligrosa para quienes queremos cambiar las cosas. En el punto exacto en el que confluyen el antiperonismo y el antikirchnerismo aparece un desafío intelectual y político mucho más interesante: pensar el próximo gobierno. Y más aún, pensar el rumbo estratégico de la Argentina de las próximas décadas. Y lograr cumplir una meta algo más ambiciosa que ir por la historia de la humanidad de crisis financiera en crisis financiera.

Existe otro límite. El populismo no se agota en las fronteras del kirchnerismo. Las visiones y los ensueños populistas se han expandido en muchos campamentos de la política a ambos lados de la grieta. El populismo no es una identidad política. Es una cultura del poder. Una retórica emotiva que oculta la pobreza. Un relato maravilloso que omite la aritmética de los gastos y los ingresos y construye un héroe moderno, el Estado, que sueña con ser quien produce la riqueza y, por lo tanto, quien tiene el mayor derecho a repartirla como mejor le place.

Pensar el futuro no implica dejar de poner límites a quienes gobiernan. Implica ir más allá. No perder la dureza pero no dejar de pensar el día después. La Argentina va a cambiar de verdad cuando este pasado termine de pasar. Y eso depende de nosotros. De nadie más.

 

 

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Pablo Avelluto

Ex ministro de Cultura.

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