Domingo

Día 13: Sábado 30
de julio de 1994

Casi dos semanas después del atentado a la AMIA, el juez Galeano conoce al único detenido hasta ese momento: Carlos Telleldín. Ninguno de los dos saldrá indemne del encuentro.

(Este texto es un adelanto de Después de las 9:53 AMIA: cartografía de un atentado, el libro más ambicioso y detallado para entender qué pasó aquella mañana de hace 30 años y las fallidas investigaciones posteriores. Se empieza a distribuir mañana en todas las librerías.)

Por primera vez, el juez y el vendedor de autos están cara a cara en el juzgado, y el juez pide que le saquen las esposas al vendedor de autos y le da la mano. Pero no hay simpatía. La ceremonia del interrogatorio empieza cuando el juez le dice al vendedor de autos que se lo acusa de ser partícipe de un atentado terrorista con muertos, heridos y daños materiales. El vendedor de autos lo recibe como un sopapo: no es algo que se escuche todos los días. La oficina es pequeña, hay demasiada gente, el juez, los fiscales, la secretaria judicial, alguno más. Ya van casi dos semanas de vivir en lo que parece una irrealidad. Se trabaja todos los días, a toda hora, sin descanso.

“El detective debe aprender a adivinar a la primera ojeada la historia de un hombre y la profesión que ejerce. Por pueril que parezca, este ejercicio agudiza nuestras facultades de observación y nos enseña a mirar y a ver. Las uñas, la manga del vestido, los zapatos, las rodilleras del pantalón, las callosidades del pulgar y el índice, los puños de la camisa, la expresión del rostro, todo nos puede indicar a qué se dedica una persona”. Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata, la primera aventura de Sherlock Holmes.

¿Qué ve Galeano en su primera ojeada a Telleldín?

Un hombre joven como él, de 33 años, macizo, de una apariencia bastante normal, digamos que pasaría inadvertido si entrara a un negocio. Tiene una mirada viva, sagaz, no es la mirada de un tonto, pero los ojos todavía son sencillos, son lo que son, no como en el futuro, cuando mirarán entrecerrados, más astutos. La frente es ancha, el cabello con entradas, los pómulos redondeados, una pátina de sudor aquí y allá, la boca lista para una avalancha de lenguaje.

¿Puede Galeano adivinar la profesión que ejerce ese hombre?

Soy comerciante, dice Telleldín, me dedico a la compra y venta de vehículos, trabajo solo.

Eso es lo que dice, y es verdad. Y a la vez hay otras cosas. Porque de hecho está cumpliendo una condena de dos años en suspenso por administrar una casa de masajes sexuales y tiene registros judiciales por encubrimiento de robo (que él considera gajes del oficio de vender cosas usadas). Pero inicia su declaración presentándose como el hombre común que ya no es. Su ingenuidad, supongo que bien calculada, recuerda la de los delincuentes famosos de los años sesenta, esos personajes costumbristas que se atrevieron a desafiar a la sociedad: el Loco Prieto, el zapatero Vecchio, algunos otros que el Pardo Meneses persiguió y arrestó.

Hoy es sábado. Telleldín está detenido desde el miércoles, cuando lo capturaron en el Aeroparque y lo condujeron al DPOC. Ahí fue interrogado por funcionarios de la Policía Federal. En la versión que él dará en su libro Caso AMIA también participaron agentes del Mossad, del FBI, de la SIDE, y hasta el propio juez Galeano. Si vamos a seguir esa versión, entonces la primera vez que vio al juez fue aquella y no esta. Galeano negará haberlo visto ahí. Lo único certero en la larga historia del atentado será que nada parecerá demasiado certero. El interrogatorio en el DPOC ocurrió —si es que ocurrió— sin la presencia de ningún abogado, o sea que fue ilegal, en un tiempo que para Telleldín fueron horas interminables. “Explicaba una y otra vez todo lo ocurrido con la venta de la camioneta”, escribirá en su libro, “y mi total desconocimiento del destino que le iba a dar el comprador”.

Ahora la situación en el juzgado es tensa, seguro.

—No, tensa no —me corregirá Telleldín—. Yo le respondí a Galeano: mire, le voy a decir la verdad, yo no necesito meterme en nada raro porque gano bien, gano buena plata y no me voy a mezclar en nada. Le dije: mi negocio, mi trabajo es otro, compro y vendo autos siniestrados. La Trafic se vendió como un auto más.

Telleldín nunca dirá que él no vendió la camioneta que explotó. Él la vendió, sí. Su punto es que él la vendió sin saber que iba a ser usada para matar a 85 personas.

Acaso hay un momento, este sábado 30 de julio de 1994, que es el momento necesario en el que el juez y el vendedor de autos se empiezan a enfrentar. Acaso ellos lo reconocen.

—Con cualquier juez inteligente no pasaba esto. A nosotros nos maltrataron, nos maltrató el Estado… y ahora no tenemos ningún ánimo de colaborar en nada con la causa —me dirá Telleldín.

Pero ¿a quién se refiere por “nosotros”? No me lo dice; supongo que se refiere a Ana María Boragni y a él.

Galeano entiende que el sospechoso no se va a dejar presionar por los judiciales; en todo caso, está acostumbrado a la presión de los policías. En el juzgado, Telleldín declara que cada mes suele comprar tres o cuatro autos destruidos en la agencia Alejandro Automotores. La Renault Trafic estaba quemada cuando la pagó, pero el motor andaba y eso era lo que importaba. Para venderla tuvo que conseguir un carburador, un alternador, la tapa de cilindros, el distribuidor, el radiador, el chasis, esas cosas. Podía suponer que todo era robado. Lo admite. No admitirlo es peor.

—No fue un delito —me dirá treinta años después—. En ese momento se decía “doblar”, porque cambiábamos carrocerías y sí, le imprimíamos los números, porque si no, te ponían “armado fuera de fábrica”, y eso provocaba que un auto nuevo valiera la mitad. Pero poníamos una carrocería legal.

El motor de la Trafic quemada es el motor que encontraron los rescatistas israelíes entre los escombros de la AMIA. En el relato de Telleldín a principios de julio, el mecánico Guillermo Cotoras, con el que solía hacer los patchworks, extrajo ese motor del vehículo quemado. Después Telleldín se lo llevó a otro mecánico —Ariel Nitzcaner— para que lo colocara en una segunda Trafic.

El 8 de julio, diez días antes del atentado, la camioneta modelo Renault Frankenstein estaba lista.

—Telleldín no era un vendedor lícito de autos. Era un delincuente que se dedicaba a vender autos armados en base a autos robados —me dirá el fiscal Basso en la UFI AMIA.

El sábado 9 Telleldín publicó un aviso en los clasificados de Clarín para vender la camioneta y recibió varios llamados.

Así es el negocio. Es como levantar un perro callejero al costado de la ruta, alimentarlo y curarlo, y luego ofrecerlo como si fuera de raza.

En el interrogatorio, Telleldín comienza a describir sus métodos y —como me dirá años después, cuando le pregunte sobre sus estrategias jurídicas— le va buscando la vuelta hasta encontrar una salida. Es decir, trata de que sus palabras lo conduzcan a la libertad. El juez pregunta, el vendedor de autos responde, el juez pregunta, el vendedor de autos responde. Y gesticula, se para, mueve las manos. Y el juez pregunta. Golpe a golpe. Letra a letra. Es un duelo. Ninguno de los dos saldrá indemne —lo intuyen apenas se ven.

Un acusado como este puede parecer odioso, sorprendente, incluso simpático.

—No, simpático no. Era un reto, el tipo —me dirá Galeano.

Un reto.

—Un reto, porque en realidad era un tipo muy difícil de encasillar. El tipo conocía el Código Penal y decía: hasta acá puedo hacer yo, y hasta acá no. Y lo que no podía hacer se lo encargaba a otros. Por eso, si había un delito, él se quedaba en un encubrimiento, que era excarcelable, eventualmente, y lo demás mandaba a otra gente a hacerlo. Era un delincuente hábil. No era un homicida, yo no lo veía como un homicida, pero era un nexo que tenía información.

Cuando yo le pregunte a Telleldín si en 1994 tenía relación con el delito, no me responderá ni sí ni no. Me responderá: “Nunca robé. Nunca robé”. ¿Es un delincuente menor, un pícaro?

—No sé, “delincuente menor”… —me dirá el mismo Telleldín—. Mirá, yo te explico, hoy en mi cartera debe haber más de 1.000 clientes fijos. Si vos me decís “delincuente”, yo te digo: “Delincuente es todo el que comete una falta”. Cómo será, van a ser 20 años que salí de la cárcel y no tuve nunca más una causa penal en mi contra. El encubrimiento está al borde del delito. Al borde.

Eran altos. Eran duros. Eran coreanos. Y llegaron en una Mitsubishi Galant negra.

Telleldín continúa en su declaración frente al juez contando esto que ocurrió el sábado 9 de julio de 1994, nueve días antes del atentado y con el aviso de venta de la Trafic ya publicado en los clasificados: “TRAFIC 90 corta excelente/estado liq ctdo $12.900 768-0902”. Una persona que tenía un acento extranjero, como de oriental, llamó a Telleldín y dos horas después, a las seis y media de la tarde, tres hombres fueron a ver la camioneta a su casa. Venían de parte de aquél. Eran los coreanos. Altos. Duros.

“Parecían”, según las notas que Telleldín escribirá en la cárcel, “sacados de una postal de algún conjunto heavy metal. Los tres con camperas de cuero idénticas, con aplicaciones de tachas y con pantalones y botas de la misma marca”. Villanos del Double Dragon.

Sólo habló uno de ellos. Pidió ver la camioneta, prestó atención a la caja, como pensando en cargar algo allí, y finalmente le dijo a Telleldín que el sujeto que había llamado por teléfono vendría a terminar la operación.

Al día siguiente, domingo 10 de julio, ese sujeto llegó antes del almuerzo. Resultó ser, ahora, un hombre con “voz suave” y “acento centroamericano”. Llevaba una boina cuadrillé y anteojos cuadrados de marco grueso. Vestía un saco largo, claro y de seda, “como de artista”. Insistía en llamar “Don Carlos” a Telleldín. Don Carlos esto, don Carlos lo otro, don Carlos aquello. Según el identikit hecho en base a lo que dice Telleldín, el comprador se verá un poco como un beatle. Este sujeto con acento centroamericano será identificado como Samuel Salman El Reda en el reporte final del Mossad, o como Amer Akil, otro miembro operativo de Hezbollah.

El hombre revisó la caja de la camioneta y el motor, y junto a Telleldín salieron a probarla en la calle. El beatle estaba interesado.

De la venta quedó un boleto por 11.500 dólares (equivalentes a 11.500 pesos), con un número de documento falso y el nombre de Ramón Martínez. El hombre le dijo a Telleldín que él no era Ramón Martínez ni tenía ese documento; esos eran los datos de alguien a quien llamó “el viejo”. Luego sacó dos fajos de dinero de su maletín y pagó. En unos días volverían a verse, dijeron, para completar la documentación.

¿Quiere quedarse a comer?, le preguntó la esposa de Telleldín, que había estado cocinando ñoquis. No, gracias, estoy apurado, dijo Samuel Salman El Reda (o quien quiera que haya sido ese hombre), y se fue. En la mesa, Telleldín se quedó contando los billetes, que eran nuevos, de verde papel reluciente.

El tiempo pasa y Telleldín enhebra su declaración. Cuenta que el lunes 11 de julio le pagó 7.500 dólares a Alejandro Monjo y así obtuvo los papeles legales de la camioneta, pero cuando algunos días después fue a entregárselos al tal Ramón Martínez, resultó que nadie lo conocía en la cuadra de la dirección que le dio el beatle.

A pedido del juez, la policía encontrará en un día la única Mitsubishi Gallant negra que está registrada en el país: se halla en la provincia de Mendoza; su dueño anterior fue Hong Kook You, un coreano.

El lunes 1 de agosto será un día de allanamientos. El juez ordenará tres para esa misma jornada. Uno se hará en la casa de la familia You a las once y media de la mañana. Una mujer joven atenderá la puerta, intentará impedir el ingreso de los policías y forcejeará, luego sufrirá un ataque de nervios. Es la sobrina de You. Su hermano llegará a las doce y cuarto. Presionado, dirá dónde vive el tío You. Irán a buscarlo y lo interrogarán. Pero You no tiene nada que ver con el caso.

Cuando termina su declaración en el juzgado, Telleldín es llevado de regreso a su calabozo en el DPOC, donde suelen visitarlo —e interrogarlo— policías, funcionarios de seguridad y agentes del servicio de inteligencia.

—Me agarraba el comisario a las diez de la mañana y me interrogaba hasta las doce de la noche —me dirá Telleldín—. Me tenía que aguantar a ese que me preguntaba lo mismo y yo le respondía lo mismo, diez días enteros lo mismo.

Se refiere a un comisario que se llamaba Daniel De León. ¿Electricidad? ¿Algún sopapo?

—No, no, no. Se hacían los malos así —se refiere a los interrogatorios—. El tema es que te lleven a las diez de la mañana para interrogarte hasta las doce de la noche, todos los días… Hasta que se cansaron.

El sector de las celdas es un pasillo largo sin luz natural, y cada celda es un cubículo con una mirilla muy pequeña. Telleldín recibe un trato preferencial porque es un preso valioso: va y viene por ese pasillo, conversa con los guardias, tiene acceso a las oficinas donde ve policías recortando diarios y discutiendo cómo infiltrarse en las marchas de los jubilados para secuestrarles los panfletos que después dejan tirados en las mesas. Telleldín también ve, pobremente conservados, los restos de la que quizás fue la camioneta-bomba del atentado.

Los días en los calabozos del DPOC pasan lentos. En otra celda, una mujer mayor parece abandonada a su suerte. Los policías la odian. Es Ana María Sívori, la pareja de Enrique Gorriarán Merlo —el que fue líder del Ejército Revolucionario del Pueblo, el ERP—, y aunque tiene las manos regordetas, se ve flaca y ojerosa. Ha sido detenida por el asalto al cuartel de La Tablada en 1989 y va a ser condenada a una pena de 18 años. Cada tanto Telleldín habla con ella, cada tanto le ofrece una galleta, cada tanto un consuelo.

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Javier Sinay

Periodista y escritor. Autor de Camino al este (2019) y Los crímenes de Moisés Ville (2013), entre otros libros.

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