Casi nunca digo que soy escritor. Lo pongo por escrito, a veces, para firmar los pocos artículos que publico o si me piden información para el flyer de una charla. Pero intento no pronunciarlo con mi voz. Me da vergüenza: me resulta un título demasiado grande para darse uno mismo. Cuando me preguntan qué hago prefiero decir que soy docente en la Universidad de Tucumán o que trabajo en el ámbito académico.
A Pepe M. no tiene sentido que le cuente todo esto. Por teléfono, luego de recordarle que soy miembro de nuestra comunidad desde hace cuatro años, le explico por qué lo llamo. Quiero escribir una historia sobre nosotros, los alcohólicos en recuperación. Soy escritor, le digo.
En la comunidad a la que pertenecemos con Pepe no damos nuestros apellidos, y fuera de la comunidad no le decimos a la gente que somos alcohólicos. Conservamos el anonimato hacia adentro y hacia afuera. No sólo porque ser alcohólico puede ser un estigma, sino porque ciertas reglas de la comunidad recomiendan callar que uno pertenece, no tanto por riesgo personal sino por el posible perjuicio hacia la propia comunidad.
Los dos somos de la comunidad, recuperándonos del mismo problema. Tenemos eso en común, ¿o no?
“La historia que quiero escribir es sobre nosotros, pero principalmente sobre vos y sobre mí, Pepe”, le digo en esa primera llamada. “Somos muy diferentes, pero tenemos algo en común. Yo sé que vos naciste en una villa, que anduviste en lugares que apenas escuché nombrar. Pero también sé que estás muy comprometido con tu recuperación y con las de otras personas, y que tu compromiso es visto por muchos compañeros de la comunidad como poco convencional. Yo, en cambio, soy de los que se sorprenden cuando escuchan de vos y tu vida. Apenas he salido del centro de la ciudad para hacer mi vida y mi recuperación; voy a reuniones, he empezado a colaborar más, pero nunca podría subir a dos o tres borrachos a mi auto y llevarlos de una reunión a otra, como te veo hacer a vos. Y así y todo los dos somos de la comunidad, recuperándonos del mismo problema. Tenemos eso en común, ¿o no?”
Escribo esto con mi nombre y apellido, y si bien no soy conocido ni voy a nombrar a nuestra comunidad, algunos sabrán de mí y reconocerán de qué hablo. Quizás me esté equivocando, quizás luego deba pedir disculpas a mis compañeros, pero soy escritor (o quiero serlo) y uno escribe apenas sobre lo que puede escribir, empieza por donde puede empezar y yo tengo esto acá.
“Vos estás equivocado”, me contesta Pepe. “Vos y yo compartimos algo más. De mí hablan mal los compañeros por mi forma de ser en la comunidad, ¿o no? Hablan mal porque me muevo mucho, porque estoy en la política y ayudo con la política a gente, porque doy laburo a compañeros de abajo, porque traigo a cualquiera que encuentre y le doy un baño y le pongo guita en el bolsillo y lo hago ir a la reunión. Muchos no vuelven, pero algunos se quedaron y no recaen. Si hacés cosas van a hablar mal de vos. De los que no hablan nunca mal es de los que no hacen nada. ¿Vos sos de ellos o vos tenés ideas para hacer? Si tenés ideas, te va a pasar como a mí. Creo que compartimos algo más vos y yo”.
Llegué a la comunidad después de despertarme un domingo en la cama de un hospital conectado a un suero. Estaba solo, sin zapatillas ni celular y orinado encima. Esto pasó hace poco más de cuatro años. Había empezado a tomar un mediodía en un asado con un grupo de ex compañeros del secundario y no paré hasta la madrugada. Cuando me levanté, al día siguiente, me acordaba del comienzo y de partes de la larga jornada, pero no tenía idea de cómo había llegado hasta ahí.
Para dejarme salir, la médica de la guardia me pidió que llamara a alguien que me fuera a buscar. Llamé a mi padre por el celular de la médica. Habría dudado de acudir a él en otras circunstancias, pero no tenía alternativa, ya que era el único número que me sabía de memoria. Explicarle lo que sabía de lo que me había pasado –que había tomado alcohol sin control y que no sabía cómo había ido a parar a un hospital– fue de las experiencias más tristes y ridículas que me tocó vivir. A favor suyo, mi padre no se enojó ni perdió la calma. Cortamos y llamó a mi madre, que vino a buscarme. Una enfermera le contó que me habían encontrado tirado en la vereda a la vuelta de un concierto de rock.
No estoy seguro de si fue ésa la vez que más tomé o peor terminé, pero sí fue la vez en que caminé descalzo, con el pantalón maloliente, por el estacionamiento hasta el auto de mi madre; la vez que ella, luego de muchos intentos en el pasado, volvió a decirme que tenía que hacer algo con este problema, y la vez acepté ir a un grupo. En la primera reunión, al día siguiente, lloré cuando me tocó hablar y dije que sí quería dejar de tomar. Un compañero, que habló luego, me dijo que también lloró la primera vez: “Es normal, es como dejar algo que nos acompaña siempre, es como dejar al amor de tu vida”.
“Es normal [llorar], es como dejar algo que nos acompaña siempre, es como dejar al amor de tu vida”.
Esto fue justo antes de la cuarentena. En una de esas reuniones apareció Pepe. No hablé con él ese día, pero sí me llamó la atención cómo aquel tipo de aspecto rudo, que no solía ir a ese grupo, entró con mucha confianza, saludó a todos y, acompañado por dos muchachos más jóvenes que parecían ser sus ahijados, hizo sentir su presencia.
“Podés poner ‘Pepe M.’ en tu artículo”, me dice hoy Pepe M., que se llama así de verdad y será el único nombre real en esta historia. “También podés usar todo lo que te cuento”. Estamos tomando un café en una estación de servicio a cinco cuadras de El Matadero, el barrio donde nació y vivió hasta hace un par de meses. El barrio, descubro hoy, es un antiguo asentamiento de familias de muy bajos recursos sobre un ex matadero de vacas, a apenas 15 minutos del centro de San Miguel de Tucumán.
Ahora Pepe tiene 52 años y lleva 14 de sobriedad. Cuando nos cruzamos aquella vez, yo llevaba apenas unas semanas sin tomar. Había vuelto hacía pocos meses de pasar unos años en el extranjero y estaba viviendo de nuevo en la casa de mi madre. Desde ahí caminaba todos los días a uno de los grupos del Barrio Sur de la capital.
Lo que hablaban me servía para mantenerme sobrio ese día (y me sirve aún) y llegué a respetar mucho lo que ocurría en las reuniones de recuperación.
Al principio yo tenía apenas tres o cuatro compañeros de referencia con quienes consultar mis dudas. Al resto no terminaba de registrarlos. Pero los escuchaba a todos. Lo que hablaban me servía para mantenerme sobrio ese día (y me sirve aún) y llegué a respetar mucho lo que ocurría en las reuniones de recuperación: hombres y mujeres dignificando unos humildes encuentros en sótanos de iglesias o piezas traseras de estacionamientos, contando la verdad sobre sí mismos y escuchando con atención la verdad de los demás. Personas de todo tipo, y sin ninguna jerarquía, sin profesionales de la salud ni coaches ni nada por el estilo, sino gente que padecía el problema, sabía de su gravedad y lograba enfrentarlo con compasión y amor, pero sin indulgencia.
En esos primeros tiempos, sin embargo, sus personalidades casi no me llamaban la atención ni me interesaban. Y eso quizás era algo bueno. No necesitaba personalidades descollantes para parar de tomar. Necesitaba ir cada día a escuchar esas historias breves, repetitivas, muchas veces mal contadas, de personas que se mantenían sobrias un día por vez.
En aquella reunión todos escucharon a Pepe M. de una manera distinta, más atentos y conectados, incluso algo atemorizados, como si necesitaran subir sus defensas cuando él hablaba. Cuando terminamos, Pepe se fue con su grupo. Pregunté quién era y me dijeron que no era del centro, que no solía venir a estas reuniones: “Pepe anda más por La Banda, por Alderetes”. Trabaja en política, agregaron, es puntero de un legislador conocido de la provincia.
Otros ámbitos
No supe de él por un par de años. En el medio hice mi camino en la comunidad. Cuando volvieron los grupos presenciales, en 2021, empecé a ser regular de uno y me involucré en la estructura de la comunidad. Además de las reuniones de recuperación, hay otros ámbitos que funcionan a la manera de órganos de autoridad. No son autoridades formales, pero ejercen deberes organizativos. Todo es ad honorem, pero la idea es hacer una suerte de devolución a la comunidad y ayudar a otros alcohólicos a conocernos y alcanzar la sobriedad.
Empecé a ir a estas reuniones pasados los dos años de estar sobrio. Ahí no se habla de temas que tengan que ver directamente con la recuperación del alcoholismo sino más bien con ayudar a que los grupos funcionen mejor, a crear canales para que el mensaje de nuestro programa llegue a la sociedad y a fortalecer la comunidad como un todo. En estas reuniones uno ya no va a contar sus experiencias personales y a ser entendido. Ahora va a proponer ideas y a ser criticado, a veces obtusamente, por los mismos compañeros que te comprendían y aconsejaban en otras circunstancias. Ese cambio, al comienzo, es difícil: la comunidad que te ayudó a salir y a la que amás, ahora de repente se convierte en un lugar donde afloran los conflictos, los egos y los malos tratos.
Mi padrino del programa, un veterano sereno y experimentado, me dijo después de una de esas veces que bajara un cambio.
Yo, que me veía como alguien experimentado en esos roces por mi experiencia en la política universitaria, cuando llevé temas a esos ámbitos me encontré levantando la voz, interrumpiendo a los demás y perdiendo los cabales frente a los compañeros que se oponían a mis ideas. Mi padrino del programa, un veterano sereno y experimentado, me dijo después de una de esas veces que bajara un cambio y me relajara. Pero Pepe, sentado hoy frente a mí en la estación de servicio, piensa diferente:
–Yo fui un poco a esas reuniones y me harté. Yo hago mis cosas por la comunidad por mi lado, en los grupos a los que voy. Hoy pusimos siete carteles en La Florida y El Palomar, lugares donde la mayoría de esos que vos nombrás ni siquiera pisaron alguna vez. Hay borrachos en La Florida y El Palomar también, ¿sabés? ¿A dónde van a ir si necesitan ayuda? ¿Uno de esos amigos tuyos los va a ayudar? ¿Esos que están ahí discutiendo cosas sin sentido y agarrándose a las puteadas por estupideces?
Me muestra en el celular los carteles que dicen el nombre de la comunidad, los horarios de los grupos y un número de teléfono. Le cuento que quise proponer que se tratara el tema de la falta de mujeres en las reuniones y recibí mucha resistencia. La gran mayoría de las mujeres que llegan no se queda y si bien muchos se dan cuenta de esto, no se preguntan por qué. O más bien, no se sinceran en las posibles razones, que todos conocen. En estos días, justamente, salió a la luz un caso de acoso a una compañera, y yo quise aprovechar el momento para poner el tema en discusión. “Hay un sector que siente que tratar temas nuevos es armar quilombo”, le digo a Pepe. “Te incitan a que no te metás porque vas a crear problemas”.
La gran mayoría de las mujeres que llegan no se queda y, si bien muchos se dan cuenta de esto, no se preguntan por qué.
–Hay gente que está atrapada en su enfermedad, amigo– responde Pepe. –Están cómodos sentándose en una reunión, haciendo catarsis, llenando a los demás de su mierda, cargando de sus problemas a todos y volviendo a la casa a repetir las mismas mierdas que hicieron, pero sólo que ahora no toman. De alguna manera usan el programa para lo que les conviene y lo que no, lo dejan. El programa es más que eso. En este programa hay que salir adelante en la vida y cambiar la forma de vivir en todas partes.
Le contesto que en este tiempo vi en la comunidad una cultura de quedarse quieto. De no intentar hacer mucho, ni acá ni en tu vida: vení a las reuniones y listo, no intentés avanzar ni hacer cosas nuevas. Una cultura de que todo es un peligro si intentás.
–Si todo es un peligro, está bien, quédate ahí quieto, en esas reuniones –me dice Pepe. –Yo no creo en eso. Yo no dejo nunca de consultar el programa, te aclaro. Pero hay que interpretarlo bien, amigo. Nuestro fundador era un tipo que hacía un montón de cosas para buscar a los que aún no habían llegado. Se movía, probaba, se equivocaba. Siempre con el programa en la mano. Para mí eso es ayudar: buscar al que no sabe que se puede dejar de tomar y dejar de sufrir. Otros creen que sólo hay que ayudar a tus amigos que ya están adentro. Vos me preguntaste si la política está en contraposición a la recuperación. Para nada. Yo sigo militando, pero para la comunidad yo uso mis herramientas.
Le pregunto si igual no le parece que hay un punto de verdad en que para el alcohólico la vida de afuera es peligrosa. Que intentar hacer dinero, cambiar de trabajo o mejorar sus posibilidades puede traer frustraciones que hagan peligrar la sobriedad.
–Capaz para el que recién llega. Pero después de años acá si yo no puedo llevar esta recuperación, este cambio, a mi trabajo, a mi familia, a mis hijos, es como si no hubiera dejado de tomar. Si no puedo darles mejor vida a los que me rodean a través de progresar, si no puedo darles mejor futuro a mis nietos ayudando a que mis hijos tengan oportunidades, más vale que me vaya de la comunidad. Y para eso uno tiene que hacer cosas, estar activo, adentro y fuera de acá. Todo va de la mano. Yo no tengo problema con el anonimato, Manuel. Y mirá que yo trabajo con gente del poder. Todo el mundo sabe esto de mí y a todo el mundo que le pido ayuda para esto, se lo tengo que decir. Vivo yendo y viviendo de un lugar a otro, llevando y trayendo borrachos y también dando soluciones a gente, y nadie me dice nada. No me da vergüenza estar acá. Imaginate: yo andaba tomando en la esquina, meaba en cualquier parte, no me bañaba. Eso puede darte vergüenza. Estar en la comunidad intentando ayudar a gente, no.
La política sobria
A Pepe fue la política lo que le hizo ver una nueva posibilidad en su vida. A los 29 años, manejaba con unos amigos un club de fútbol que competía en la Liga de Tucumán. El club, que era pequeño, empezó a tener un sorpresivo buen desempeño y eso llamó la atención de sectores de la política. Un día los contactó un joven que tenía un apellido importante en el peronismo tucumano y quería hacer carrera. El tipo provenía de la clase media y era un profesional, por lo tanto, no tenía acceso a los ámbitos donde Pepe circulaba. Les ofreció reclutarlos para su proyecto político y ellos aceptaron.
Pepe trabaja con él desde entonces. Ha tenido distintos puestos y responsabilidades. Ha manejado planes sociales, ha movilizado gente, ha llamado y ha llevado a votar. Ha hecho, además, tareas que a muchos de nosotros no nos gusta escuchar, pero son las cosas que, en tiempos electorales, hacen los políticos de provincia para mantener a la tropa funcionando.
Me habla con gran estima de ese jefe. Y me cuenta que el tipo, a pesar de sus diferencias sociales, le ha retribuido con mucha confianza personal a lo largo de los años. “Cuando empecé a circular en esos lugares, conocí otro mundo”, me dice. “Yo conocía un inframundo. Fui a la casa de este tipo y vi cómo la gente se trataba bien, que se hablaba de otra manera. Yo no había visto eso donde me crié. Yo crecí en una villa cerrada. Conocer gente de otros lugares me cambió”. Y continúa:
–Después un amigo me llevó a una reunión del programa. No seguí yendo, pero algo me quedó de lo que se decía ahí. Que era una enfermedad esto del alcoholismo y que podía ser grave. Volví a tomar, pero de otra manera: ponía pausas, consumía menos, no me quedaba hasta tan tarde. A los pocos meses, dos amigos me preguntaron cómo había podido hacer eso, de tomar menos, y yo les dije que los llevaba a una reunión. Esos dos se habían criado conmigo, andaban conmigo todo el tiempo. Estuvieron un par de meses y se descarrilaron, pero yo, después de esa segunda vez, ya me quedé y no probé un trago más.
A la semana siguiente voy a una reunión de recuperación. Llego con mucha necesidad de hablar. Cuando me toca la palabra me sorprendo contando algo que no tenía pensado compartir y que, de algún modo, tenía guardado. Digo que no puedo parar de pensar en mí mismo, en mí futuro, en mí destino, en cómo me irá en la vida. No es exageración, digo, estoy todo el tiempo pensando en eso. ¿Seré un escritor reconocido? ¿Alguien leerá lo que tengo para decir? ¿A alguien le gustará? Esto no es recuperación, digo. Lo sé. Esta obsesión con uno mismo, este egocentrismo, es un problema que uno debe combatir. Es retroceso y es vivir una vida miserable. No es nuestro programa.
Rodolfo, un veterano, que lleva cerca de cuatro décadas de sobriedad, habla unos turnos después que yo y, sin decirlo, usa su testimonio para responderme: “Esto se trata de hacer el esfuerzo”, dice. “Hacer lo que a uno le toca. El resultado lo pone Dios, el destino o cualquiera cosa en la que quieras creer. Eso lo aprendí llevando el mensaje a los alcohólicos que siguen tomando. Invitás, traés gente, están un rato y casi todos se van, no vuelven. ¿Es un fracaso tuyo? No. Vos hiciste tu parte. El resultado es otra cosa”.
Invitás, traés gente, están un rato y casi todos se van, no vuelven. ¿Es un fracaso tuyo? No. Vos hiciste tu parte.
A la noche le escribo a Pepe, que se agarró dengue y está tirado en cama. Le pregunto qué piensa de romper alguna regla para avanzar en la vida. Es una pregunta interesada, le digo, porque quiero publicar mi nombre en esto que vamos a hacer. “Como vos”, le cuento, “voy a dejar de cuidar mi propio anonimato y, aunque no nombraré a la comunidad, alguien sabrá de qué estoy hablando”. Significa ir en contra de principios nuestros. Lo hago por mí, principalmente. Esa es la verdad. Quiero contar esta historia porque a mí me interesa hacerlo. Quizás ayude a alguien, pero no lo sé. Sé, en cambio, que a muchos nos les gustará”. Me responde con un mensaje de audio:
–Mirá, Manuel, decidilo vos. Yo no creo que esconderme detrás de una enfermedad sea algo bueno para mí. No confío en los miembros que se siguen victimizando y están ahí atrapados en su problema sin poder salir. Creo en los compañeros que aceptan la caída que significa nuestro problema y así vuelven a nacer para vivir una vida buena. Confío en ellos, porque no están en estas boludeces. Ellos me aceptan a mí, yo los acepto a ellos, ellos me acompañan a mí y yo los acompaño a ellos. Ellos quieren vivir y no quedarse atrapados. Yo creo en eso.
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