No se equivoquen: la democracia se juega en esta elección”, arengó Joe Biden en su último acto de campaña antes de la elección. Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, fue todavía más pesimista en un artículo en el New York Times: afirmó que si el trumpismo tenía éxito en estas elecciones, y en las siguientes retomaba el Poder Ejecutivo, convertiría a Estados Unidos en algo mucho peor que el régimen etno-nacionalista y autoritario de partido único en que se convirtió la Hungría de Viktor Orban. Entonces, ¿qué pasó con la democracia en las elecciones de medio término en Estados Unidos?
Primero, los hechos. Por una vez, acertaron las encuestas. En las elecciones que terminaron el martes no hubo ninguna “marea roja” de triunfos republicanos. Por el contrario, los resultados, todavía no del todo consolidados, apuntan a una leve reversión en el control de la Cámara de Representantes, que probablemente pase a tener mayoría republicana, y a una continuidad de la mayoría demócrata en el Senado.
Este resultado fue para muchos sorpresivo, porque contradecía lo que uno podía esperar dados ciertos fundamentals: alta inflación, baja confianza del consumidor, baja aprobación de la gestión de Biden, creciente preocupación por la inseguridad y el hecho de que fuera una elección de medio término. Las elecciones de medio término suelen ser adversas para los oficialismos. En promedio, en las 22 elecciones legislativas desde 1934, el partido del presidente había perdido 28 bancas en la Cámara Baja y 4 en el Senado. Teniendo en cuenta fundamentals de economía y opinión pública, se esperaba una pérdida de unas 30 bancas en la House y 3 en el Senado para el Partido Demócrata. Lejos de ese escenario, el resultado parece encaminarse a una modesta pérdida de unas 5 bancas en la Cámara Baja y probablemente ninguna en el Senado (o incluso la ganancia de una, si se imponen en Nevada y Georgia).
Este resultado fue para muchos sorpresivo, porque contradecía lo esperable dados ciertos fundamentals: alta inflación y baja aprobación de la gestión de Biden.
Con esto sobre la mesa, ¿se puso en juego la democracia el martes? La principal razón por la que se sostiene eso está en que en estas elecciones competían muchos candidatos que abiertamente desconocen los resultados de las anteriores (investigadores de Brookings contaron al menos 345). La democracia, como define Adam Przeworski, es un sistema en que los oficialismos aceptan perder elecciones. Para eso, tiene que haber elecciones en las que se permita participar libremente a candidatos no oficialistas (como no pasa en Irán o Nicaragua), las elecciones se tienen que llevar a cabo de forma transparente (como no pasa en Rusia o Venezuela) y los oficialismos tienen que aceptar sus resultados, incluyendo la derrota.
Esto último se resquebrajó en 2020, cuando el entonces presidente Donald Trump desconoció su derrota, denunció que había sido víctima de fraude, litigó el resultado en distintos tribunales y alentó lo que terminó siendo un asalto violento al Congreso. Finalmente, sobre todo por falta de apoyo en su propio partido, terminó reconociendo su derrota, pero entre sus seguidores persiste un cuestionamiento a la legitimidad de ese resultado. Vale recordar que nunca se encontró evidencia seria del presunto fraude. En 2020, Trump y sus aliados litigaron los resultados en 64 casos judiciales distintos, muchas veces ante tribunales o jueces ideológicamente afines o directamente nominados por su Gobierno, de los que perdieron 63 y sólo ganaron uno que involucraba un número mínimo de votos y no estaba relacionado con fraude. Investigadores académicos tampoco encontraron ninguna evidencia consistente con fraude electoral analizando estadísticamente los resultados.
A muchos de los candidatos que cuestionaban los resultados de la elección de 2020 les fue sorpresivamente mal. Candidatos apoyados por Trump y que públicamente negaron los resultados de 2020 perdieron en estados donde el Partido Republicano tenía buenas chances de ganar dada la baja popularidad de Biden, como Wisconsin y Pennsylvania. En otros casos, candidatos trumpistas como Lauren Boebert o J.R. Makewski, que no sólo desconocieron los resultados de 2020 sino que también apoyaron teorías conspirativas descabelladas como QAnon, perdieron muchos votos respecto de la elección pasada o hasta perdieron la banca. Al momento en que escribo esta nota, la ultra-trumpista Kari Lake, que en campaña no sólo negaba los resultados de la elección pasada sino también los de la que todavía no había ocurrido, no está ganando la elección a gobernador de Arizona, pese a que su partido la ganó por 15 puntos en 2018 y que los mercados de apuestas le asignaban más de 80% de probabilidad de victoria en la semana previa al martes.
Del otro lado, los republicanos que sí aceptaron el resultado de 2020 tuvieron un mejor desempeño.
Del otro lado, los republicanos que sí aceptaron el resultado de 2020 tuvieron un mejor desempeño. Brian Kemp fue electo gobernador de Georgia, aun cuando el candidato republicano a senador terminó segundo. Brad Raffensperger, a quien negarse a impugnar los resultados de Georgia en 2020 le costó amenazas de muerte de fanáticos de Trump, fue reelecto como secretario de estado (cargo clave que se ocupa de la supervisión del proceso electoral) en el mismo estado. Ron DeSantis, quien cuidadosamente se mantuvo al margen de las denuncias de fraude durante estos dos años, ganó su reelección como gobernador de Florida de forma contundente. El ala trumpista del Partido Republicano esperaba que estas elecciones sirvieran de apoyo a sus falsas denuncias de fraude en la elección pasada para promover una agenda de reformas electorales. Los votantes, al menos en los estados clave, no las respaldaron.
La otra sorpresa de las elecciones del martes fue la preponderancia que tuvo el tema del aborto. En junio, el juez Samuel Alito y la mayoría conservadora de la Corte Suprema anularon el fallo Roe vs. Wade, que la misma Corte pronunció en 1973, que sostenía que existe un derecho constitucional al aborto en todo el país. Al hacerlo, les devolvieron a los estados la posibilidad de legislar en uno u otro sentido. En palabras del propio fallo, daban ese poder a los votantes. Votantes a los que, al parecer, no les gustó. Enmiendas constitucionales y propuestas asociadas con proteger el derecho al aborto ganaron en los cuatro estados donde se votaban: Vermont, Michigan, California y hasta en Kentucky, estado sólidamente republicano donde Trump había ganado por 26 puntos de diferencia sólo dos años atrás.
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Esto, quizás, no debería llamar tanto la atención, ya que a lo largo de los años las encuestas mostraron consistentemente que la mayoría del electorado estadounidense apoya la legalidad del aborto, al menos en algunas circunstancias. Lo que no se esperaba era que pesara en la decisión electoral del martes de la forma en que lo hizo. En algunas encuestas de boca de urna, el aborto sorprendió ubicándose como segundo tema de preocupación más importante para los votantes a la hora de determinar su voto, casi a la par de la inflación y muy por encima de otros issues sociales que se suponían más salientes y que dominan la agenda republicana, como el crimen y la inmigración. La anulación del derecho constitucional al aborto, que el propio Trump consideró uno de sus mayores legados, fue a las urnas el martes, y también perdió.
Líderes populistas con pies de barro
Durante los últimos años fue habitual escuchar un diagnóstico sombrío sobre las democracias liberales en países desarrollados. Las transformaciones estructurales producto de la globalización y la desindustrialización en tándem con el estancamiento del progreso social, se decía, alejaron a la clase media de obreros industriales de los partidos políticos tradicionales y los acercaron a expresiones populistas iliberales anti-establishment, que les prometían devolverles su prosperidad perdida. El obrero de zonas como Michigan, Wisconsin o Pennsylvania (la antigua blue wall de estados demócratas), antes pujantemente industriales y ahora desindustrializadas, golpeadas por el crimen y la crisis de opioides y lentamente transformadas por la economía de servicios, dejaría de identificarse con políticos de carrera pomposa en DC y se alinearía con líderes como Trump que, desde un discurso nativista y de rechazo a la rigidez de las instituciones tradicionales, empatizaran con sus problemas.
El zeitgeist, leímos muchas veces, era el de los líderes populistas de derecha. La globalización y las instituciones internacionales que la encarnan estaban, supuestamente, en retirada, y el futuro era de líderes nacionalistas anti-establishment que conectaran mejor con el desencanto de estos ciudadanos. Los abanderados de esta corriente, sin embargo, parecen haber sido líderes con pies de barro. Trump y Bolsonaro, sus adalides del continente americano, perdieron la primera oportunidad de reelección que tuvieron, y el Brexit, habitualmente explicado con una narrativa similar a la anterior, tiene niveles récord de impopularidad. La blue wall demócrata, que en 2016 se inclinó a favor de Trump, volvió a votar demócrata en 2020 y 2022.
A contramano de este clima de época, aun con la inflación más alta en 40 años y un gobierno impopular, las expresiones más radicalizadas fueron rechazadas.
A contramano de este presunto clima de época, en la elección del martes, aun con la inflación más alta en 40 años y un gobierno impopular, las expresiones más radicalizadas fueron mayormente rechazadas. En una elección de medio término tradicional, el Gobierno suele sufrir, especialmente cuando se evalúa negativamente la marcha de la economía. La participación electoral de los votantes del partido en el gobierno baja, y los independientes se vuelcan a la oposición. Nada de eso pasó esta vez. Fuera de la Florida, la participación de los votantes demócratas fue alta y los independientes se inclinaron a favor del partido demócrata. Incluso los votantes “meh” (aquellos que desaprueban moderadamente al Gobierno y a sus resultados económicos) apoyaron mayormente al Partido Demócrata.
Las razones son, probablemente, los dos legados del gobierno de Trump que mencioné antes: la anulación del derecho al aborto y la impugnación de los resultados electorales. Si bien sorprendió en la relevancia que los votantes le asignaron, lo primero era esperado. Lo segundo un poco menos, aunque las encuestas ya mostraban que una mayoría de estadounidenses creen que el movimiento MAGA es una amenaza a la democracia. En una encuesta masiva de VoteCast, la inflación y la integridad democrática fueron elegidas por un número similar de personas como el principal determinante de su voto.
Previsiblemente, los resultados desataron una carnicería en el Partido Republicano. A Trump, que hasta hace poco parecía el dueño del partido y el único candidato posible para 2024, le llovieron críticas internas. En los mercados de apuestas ya se considera como favorito para la nominación en 2024 a Ron DeSantis, gobernador de Florida, quien prudentemente ha evitado tanto pronunciarse sobre aborto como apoyar las impugnaciones de los resultados electorales de 2020. Mientras los republicanos discuten el futuro de su partido, los votantes de los estados decisivos se expresaron mayormente en contra de candidatos que desafían el funcionamiento de las instituciones electorales. Y en una democracia, que no es un acuerdo sobre resultados sino sobre reglas, eso es lo que importa.
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