Raúl Alfonsín: el planisferio invertido, de Pablo Gerchunoff, es un libro importante para quienes se interesan por la historia de nuestro país y, además, aparece justo en un momento en el que se vuelven a discutir episodios relevantes de los años de Alfonsín en el gobierno. El año pasado, Una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre, generó impacto por la minuciosidad con la que analizaba en primera persona las tortuosas relaciones entre los funcionarios de Economía y el ala política de aquel gobierno. En estos días, el estreno de Argentina, 1985 volvió a reabrir el debate sobre aquellos años. En ambos casos, se destacan con justicia las figuras de Juan Vital Sourrouille y Julio César Strassera, dos de los principales protagonistas del alfonsinismo, al mismo tiempo que la figura del propio Alfonsín queda relativamente al margen. En este sentido, el libro de Gerchunoff permite debatir de manera más integral aquellos años y hacer justicia con la enorme potencia política que tuvo y tiene aún el pensamiento del presidente radical sobre el proceso político argentino.
El libro se organiza en cuatro partes. La primera (la más breve) oficia de introducción a la figura de Alfonsín y en las tres siguientes se segmenta su vida política en tres períodos: desde su ascenso a la primera línea radical y la evolución de su pensamiento político hasta llegar al gobierno en 1983; la experiencia de gobierno, con sus logros y frustraciones; y los años posteriores, en los que Alfonsín desde el llano seguirá siendo un protagonista principal de la vida política argentina. Es un acierto del autor haber recuperado fuentes sobre el pensamiento de Alfonsín no muy conocidas, expuestas en una sección de “testimonios” en donde aparecen cartas, columnas y documentos que tienen un enorme valor histórico para comprender el pensamiento del biografiado y apreciar su enorme intuición política. En este sentido, Gerchunoff recurre a una cita deliciosa de Isaiah Berlin para describir el talento de Alfonsín: “Una sensibilidad excepcional a cierta clase de hechos… Como si tuviera antenas que le comunican los contornos y las texturas específicas de una situación política o social particular”.
1. Menos nacional, más liberal
El planisferio invertido permite reconstruir, a partir del pensamiento de Raúl Alfonsín, muchos de los momentos y debates más relevantes de la historia contemporánea. En primer lugar, se destaca la originalidad del ideario del ex presidente al poner la democracia en el centro de su propuesta. La democracia como estrategia, como medio y fin al mismo tiempo, supuso una ruptura con las ideas dominantes en la política argentina del siglo XX. Ya en los años ‘70 Alfonsín tuvo claro que la democracia debía ser el centro del proyecto que sacara a la Argentina de la violencia política y social. Sin embargo, aún mantenía la convicción de que los fracasos económicos estaban relacionados con los intereses de las minorías oligárquicas que concentraban la riqueza del país. En este sentido, sus ideas económicas seguían ancladas en la Declaración de Avellaneda, que una parte del radicalismo había firmado en 1945. A partir de la apertura política, y sobre la necesidad de pensar cómo confrontar con el peronismo, Alfonsín dio otro paso más en su ruptura conceptual sobre la cuestión argentina. Buscaba sacar la cuestión social de las barricadas, pero también “des-corporativizarla” para poder contenerla dentro del proceso democrático y hacerla compatible con un proceso de acumulación de capital que dinamizara el desarrollo económico.
‘El planisferio invertido’ permite reconstruir, a partir del pensamiento de Raúl Alfonsín, muchos de los momentos y debates más relevantes de la historia contemporánea.
El grupo Esmeralda y el discurso de Parque Norte, de 1985, le dieron un nuevo marco conceptual para salir de las categorías tradicionales del pensamiento radical. En ese sentido, el equipo económico de Juan Vital Sourrouille contribuyó con un plan de estabilización (que funcionó por un tiempo) y una alternativa superadora a las viejas ideas económicas del consenso nacional-popular que tan bien había descripto Adolfo Canitrot en 1975. Sin embargo, Alfonsín carecía de una hoja de ruta integral para llevar adelante su programa anti-corporativo. Por un lado, la estabilidad económica parecía una condición necesaria pero no suficiente. Pero por otro, no lograba construir un programa integral de reformas que terminara con el corporativismo. Un sistema de reformas que incluyera, por ejemplo, reformar el Estado, las regulaciones laborales y el proteccionismo económico: construir un sistema económico más liberal, un sistema de protección social más universal y un Estado más inteligente para proveer bienes públicos de calidad.
¿No le habremos pedido demasiado a Alfonsín en su estrategia reformista? Gerchunoff insinúa que sí, por dos razones. Primero, porque las circunstancias históricas en las que le tocó gobernar hacían sumamente difícil alcanzar al mismo tiempo los objetivos de la reforma económica y social con la consolidación de la democracia. Segundo, porque el propio Alfonsín y su partido no habían procesado por completo la transformación ideológica que suponía salir de las categorías nacional-populares de la política del siglo XX para adentrarse en los laberintos del reformismo social de carácter liberal-socialdemócrata.
La presentación que hace Gerchunoff de estas circunstancias es uno de los momentos más sustantivos del libro, por la vigencia que mantienen algunos de los dilemas descriptos en lo que el autor denomina el “el triángulo móvil sobre la cuestión corporativa”: el problema militar, la cuestión sindical y las demandas económicas determinadas por los acreedores externos. Alfonsín entendía que era crucial terminar con las tutelas militares sobre la política, comprendía perfectamente que el corporativismo había alcanzado con Onganía su máxima expresión y también había comprendido que la dictadura de Videla había llevado la represión a niveles jamás alcanzados en la historia argentina. Su figura había crecido en aquellos años justamente por ser la que más claramente significaba terminar con la participación de las Fuerzas Armadas en la política argentina. Su intuición lo había llevado hasta ahí y por eso había ganado en 1983. Ahora esa empresa necesitaba compatibilizarse con la administración de la economía y de las relaciones sociales para consolidar el proyecto democrático.
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En el problema militar tenía muy claro que se necesitaba un proceso amplio de verdad y justicia que comenzara derogando la autoamnistía que los militares se habían dictado con acuerdo del Partido Justicialista y los sindicatos. Pero también tuvo claro que ese proceso debía ser acotado en lo instrumental, porque no era posible poner a todos los integrantes de las Fuerzas Armadas en el banquillo de los acusados. Eso era lo que había dicho en la campaña cuando exponía sus ideas sobre los diferentes niveles de responsabilidad, lo que con el tiempo se conocería como la “obediencia debida”. Gerchunoff expone con claridad la frustración expresada por Carlos Nino, el cerebro jurídico de aquella iniciativa, cuando en las leyes enviadas al Congreso para comenzar con los procesos judiciales la cuestión de la obediencia debida no queda expresada como se había diseñado en el proyecto original. “Un desastre”, en el decir de Nino, que condicionaría al gobierno de Alfonsín hasta su final y que le recortaría margen de maniobra para lidiar con los sindicatos y las circunstancias económicas.
Falta envido a los sindicatos
¿“Desperonizar” el movimiento obrero o “descorporativizar” las relaciones laborales? En el plano de la cuestión sindical es donde Gerchunoff insinúa su mayor desencanto con la manera en que Alfonsín pasó de la confrontación abierta con los gremios —con el intento de la Ley Mucci— al pacto radical-sindical que derivó en el ingreso de los Gordos de aquella época al gobierno y que, como muchos piensan, intentó ser un golpe estratégico para consolidar la estabilidad económica alcanzada con el Plan Austral. En la cuestión sindical Alfonsín priorizó una confrontación por los estatutos de los gremios, la denominada “democratización sindical”, por encima de los proyectos reformistas de las relaciones laborales, (elaborados por Hugo Barrionuevo y Armando Caro Figueroa) y del sistema de obras sociales (elaborado por Aldo Neri). La historia es conocida: la Ley Mucci perdió por un voto su trámite en el Senado y el peronismo le pudo aplicar así el primer golpe al gobierno radical.
Desde allí en adelante, el sindicalismo peronista terminaría obteniendo leyes que consagraron los formatos anacrónicos de regulación laboral que perduran hasta la actualidad y, también, su poder económico, basado en el control de los fondos destinados a las obras sociales. En política, el orden de los factores altera el producto. Tal vez, con el diario del lunes, otras deberían haber sido las prioridades. Acordar otro modelo de relaciones laborales y otro tipo de gestión de los fondos destinados a la salud habría permitido “des-corporativizar” aspectos relevantes del funcionamiento de la sociedad, aunque los gremios siguieran siendo manejados por sus burocracias. Al fin y al cabo, esas mismas burocracias pactarían con Menem la reforma neoliberal unos años después.
Contener los reclamos militares suponía pactar con los sindicatos, y pactar con los sindicatos significaba romper el Plan Austral.
El manejo de la economía y el Juicio a las Juntas le dio en 1985 el mayor triunfo electoral que la UCR tuvo en su historia desde los tiempos de Yrigoyen y Alvear. Nunca más desde entonces el radicalismo ganaría sin alianzas una elección nacional. Sin embargo, esa efervescencia duraría poco. La estabilidad económica alcanzada sería efímera y la impronta del Juicio a las Juntas quedaría desdibujada por las asonadas militares que reclamaban una amnistía y los avatares de las leyes que buscaban encauzar un proceso que amenazaba desmadrar la transición democrática. Contener los reclamos militares suponía pactar con los sindicatos, y pactar con los sindicatos significaba romper el Plan Austral. El “triángulo móvil de la cuestión corporativa”, diría el autor, comenzaba a acorralar al gobierno de Alfonsín.
A esta altura, Gerchunoff se hace una pregunta crucial: ¿en qué medida tenía Alfonsín una convicción profunda sobre la necesidad de encarar la reforma del Estado? ¿Era posible encontrar una diagonal entre las demandas contrapuestas de los acreedores externos y los reclamos sociales sin que se saliera por arriba de ese laberinto impulsando una reforma económica profunda? ¿No quiso, no pudo o no supo Alfonsín encarar esta cuestión? Es cierto que en amplios sectores de la UCR estas ideas no sólo no estaban maduras, sino que eran ampliamente rechazadas. Pero también es cierto, y Gerchunoff lo menciona, que durante el gobierno de Alfonsín se impulsaron varios proyectos orientados a la modernización del Estado. En este sentido, llama la atención que tanto en el libro de Torre como en éste de Gerchunoff no haya muchas referencias al papel que tuvo en el gobierno la figura de Rodolfo Terragno, quien con su best-seller La Argentina del Siglo XXI había cautivado la mente de Alfonsín. Como todos sabemos, Terragno fue designado como ministro de Obras Públicas para llevar adelante las ideas expresadas en su libro.
Por encima de los avatares de la gestión de gobierno, Gerchunoff expone con nitidez la mirada estratégica que tenía Alfonsín sobre cómo transformar la sociedad argentina en el plano de sus instituciones. El Consejo para la Consolidación de la Democracia, con Carlos Nino como presidente y con Enrique Nosiglia como director ejecutivo, fue una herramienta para encontrar los denominadores comunes entre las fuerzas políticas y sociales para la fundación de la “Segunda República”. Las ideas que Alfonsín bosquejaba para esta empresa reformista incluían una reforma constitucional de espíritu parlamentarista, la reforma administrativa y la descentralización territorial (que implicaba su proyecto de traslado de la Capital Federal a Viedma), pero también la división de la provincia de Buenos Aires. Como en otros aspectos, las ideas estratégicas de Alfonsín tenían claridad y potencia, aunque sus instrumentos tácticos para lograrlas no siempre fueran todo lo efectivos que tenían que ser. Estas ideas serían un hilo conductor en la acción política de Alfonsín aún después de dejar el gobierno y algunas de ellas lograrían concretarse años después.
2. El pacto y la convertibilidad
El retrato del Alfonsín en el llano que expone Gerchunoff tiene su punto más alto en la relación forjada con Carlos Menem para acordar la reforma constitucional. En este plano el libro describe muy bien cómo Alfonsín pudo obtener la reforma de la Constitución que le permitió alcanzar sus objetivos estratégicos, mientras que al riojano sólo le concede la posibilidad de la reelección, intuyendo que esto sería de poco valor en el futuro inmediato. En este aspecto, el autor nos sugiere que Alfonsín lo jodió a Menem, por más que los costos políticos que tuvo que pagar por el Pacto de Olivos no fueron pocos. En el plano interno, Alfonsín debió ceder protagonismo a manos de dirigentes como Fernando de la Rúa y, en el plano electoral, la UCR perdió votos en el AMBA a manos del FREPASO. Alfonsín tuvo la Constitución que quiso, pero a cambio tuvo que compartir el poder. Si se tiene en cuenta que Menem hubiese podido reformar igualmente la Constitución sin el acuerdo con su antecesor y, por lo tanto, sin el núcleo de coincidencias básicas negociado entre ambos y sin la legitimidad que finalmente tuvo, el Pacto de Olivos gana, en perspectiva histórica, un lugar relevante entre los éxitos de la vida política de Alfonsín.
El resto de la relación entre Alfonsín y Menem, o mejor dicho de la relación de Alfonsín con los años ‘90, es presentada en El planisferio invertido a partir de la adhesión del radical a la socialdemocracia y sus críticas al modelo económico “neoliberal” que se implementaba. Alfonsín expresaba dos convicciones en los ‘90: que las reformas neoliberales de Menem estaban predestinadas a generar mayor desigualdad social y exclusión económica; y que la convertibilidad volaría por el aire más o menos rápidamente. La primera convicción era más política que económica, pero en lo sustantivo tuvo razón. La segunda convicción era más económica que política, y estuvo equivocado. Pero no fue el único: casi todos sus asesores económicos pensaban lo mismo. Por lo tanto, la estrategia de Alfonsín de ubicarse como opositor acérrimo del modelo menemista desde una perspectiva socialdemócrata le permitía mantener la identidad de su proyecto político.
En esos años, Alfonsín llevó al radicalismo hacia la socialdemocracia no para que la UCR fuera más de “izquierda”, sino para que fuera más liberal.
En esos años, Alfonsín llevó al radicalismo hacia la socialdemocracia no para que la UCR fuera más de “izquierda”, sino para que fuera más liberal. Para sacarla del nacionalismo popular de la Convención de Avellaneda y ponerla en el reformismo social y liberal. ¿Cómo no sería éste un marco conceptual y simbólico apropiado, a partir del cual la UCR podía simultáneamente defender su convicción democrática y criticar una modernización económica salvajemente excluyente en lo social? La confrontación con el menemismo vitalizó a las organizaciones estudiantiles radicales, seriamente debilitadas por las rupturas por izquierda y el avance de las agrupaciones liberales de la UCeDé. La adhesión de la UCR a la familia del socialismo democrático internacional se daría en todas sus líneas y, con el paso del tiempo, le daría un paraguas internacional y latinoamericano a la Alianza para relacionarse con casi todos los gobiernos relevantes de la región y de Europa. Al final de la década, Alfonsín podía sentirse satisfecho de haber consolidado al sistema democrático, haber reformado la Constitución Nacional en un sentido republicano y haber colocado a la UCR en el plano progresista de la globalización.
Contra el ‘uno a uno‘
Las polémicas sobre la convertibilidad que protagonizó Alfonsín durante esa época aparecen en el libro, pero dejando la sensación de que habría más tela para cortar al respecto. Con la victoria en las elecciones de 1997 la Alianza se constituyó como la opción más probable de gobierno para 1999, y ya en ese entonces se hacían evidentes las enormes dificultades económicas que el gobierno entrante tendría para manejar a un país sumido en una profunda depresión económica, al límite de otra crisis de deuda y sin demasiados instrumentos para reactivar la economía dentro de los márgenes que la propia convertibilidad establecía. Alfonsín fue un crítico feroz de aquel régimen y sólo se mantuvo callado al respecto entre 1997 y el momento en que José Luis Machinea abandonó el gobierno de Fernando de la Rúa. En el libro no se expone cuáles fueron los argumentos de aquel equipo económico que a principios de los ´90 esperaba una crisis rápida de la convertibilidad pero que, a fines de la década, con la economía ya en depresión, se aferró a la idea de que era posible gobernar sin salir de ese modelo. O, lo que es lo mismo: que salir de ese modelo llevaría inevitablemente a una crisis de gobernabilidad y que, por lo tanto, Alfonsín debía callar sus opiniones económicas.
Gerchunoff absuelve a Alfonsín de las acusaciones de haber conspirado contra De la Rúa. Explica bien cómo sus intenciones eran más bien buscar un acuerdo con el PJ que permitiera salir de la convertibilidad sin una crisis política demasiado grave que arrastrara a la UCR hacia el desastre. La relación tortuosa entre el presidente y su vice (que llevaría a la renuncia de Chacho Alvarez) y la firmeza de De la Rúa para sostener el modelo aún a costa de intentar salvarlo llevando al gobierno a Domingo Cavallo no le dejaron mucho espacio a Alfonsín para alcanzar ese acuerdo con el PJ, el cual sólo se volvió posible cuando, finalmente, con el “corralito” Cavallo decreta el final de la convertibilidad realmente existente y al poco tiempo renuncia De la Rúa. Como en la transición de 1989 con Menem, la debacle radical le aportó gobernabilidad y apoyo parlamentario al gobierno justicialista que lo sucedió. Sin embargo, a diferencia de 1983, cuando Alfonsín tuvo claro que lo crucial era establecer la democracia y desde ahí, con aciertos y errores, articuló su gobierno, la Alianza no comprendió en 1999 que su leit motiv debía ser salir de la depresión económica a la que la convertibilidad estaba sometiendo a la sociedad argentina. En este sentido, debe haber habido discusiones al respecto entre Alfonsín y los economistas de la FADE, sobre las cuales los lectores del libro no tenemos muchos detalles.
Las páginas finales relatan los últimos momentos de la vida política de Alfonsín. Su renuncia al Senado, sus enojos –con Elisa Carrió, por los ataques a la UCR, y con los Kirchner, por las provocaciones en el campo de la memoria por la lucha de los derechos humanos–, los armados para las elecciones de 2007 y los sucesivos homenajes en vida de los que fue objeto.
Para quienes acompañamos el proyecto de Alfonsín en varios de los momentos relatados por el libro, es difícil dejar la emoción de lado y cerrar la lectura de El planisferio invertido. En este sentido, el libro de Gerchunoff tiene el tono justo, uno que permite la reflexión y acompaña con recuerdos y anécdotas de la vida de Alfonsín, que nos vuelve a encandilar con su enorme figura de líder sin igual. La mirada retrospectiva nos deja el balance de un político que pudo transformar la sociedad argentina en el plano de sus instituciones, siendo esto casi lo único que nos queda de todo lo que se intentó desde 1983 hasta acá. Es cierto que la reforma económica la terminó haciendo Menem, pero de esa reforma económica en la actualidad no queda nada. En cambio, el legado de Alfonsín sigue vigente, nos moldea a todos los que hacemos política, nos obliga a buscar consensos, a ganar elecciones, a formar coaliciones. Nos interpela a seguir soñando en cómo hacer para conciliar los beneficios de la libertad con las aspiraciones de progreso y justicia social.
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