Vender un jabón y vender un diputado, un gobernador o un presidente son dos tareas comunicacionales distintas. Aquellos que las confunden terminan equivocándose feo. Eliseo Verón compartió esa idea en Comunicación y política. Estaba en el aire y la volvió sentencia. En términos generales, el marketing político que vimos en los últimos veinte años se constituyó a través de la negociación entre publicitarios y políticos, cada grupo de actores aprendió del otro con intensidad mimética.
Hasta que internet institucionalizó la fugacidad en la comunicación y ese matrimonio comenzó a tambalear en el nuevo ring: corridos de la televisión, que era el epicentro del discurso político, los manotazos al aire ahora se tiran en las redes sociales.
La construcción de liderazgo político se complejizó. La época dicta: un líder debe relacionarse con los metacolectivos. Además, para jugar un poco más con algunos conceptos de Verón, es recomendable que refuerce su vínculo con el prodestinatario, sepa neutralizar la réplica del contradestinatario y pueda persuadir al paradestinatario. Tal vez, indagar en las características de esa emergencia nos permita comprender el desarrollo del campo editorial específico de la comunicación.
Hago un repaso de la lista de los voceros presidenciales que nos hablaron desde 1983 hasta hoy. Son figuras que representan un modo de fidelidad singular, una hoja de calcar gruesa, borrosa, en la que se trazan líneas que respetan y, a la vez, monigotean a quienes mandan.
José Ignacio López no hablaba por Raúl Alfonsín, era Raúl Alfonsín quien hablaba a través de José Ignacio López.
El enunciador. Un esculpido abstracto que permite anclar las operaciones discursivas que construyen, en el discurso, la imagen del que habla. Por ejemplo, José Ignacio López no hablaba por Raúl Alfonsín, era Raúl Alfonsín quien hablaba a través de José Ignacio López. Eso es un vocero, ¿no? El cuerpo de quien enfrenta a la prensa encarna un retorcido ejercicio de ventriloquía, so promesa de que no podrá independizarse del pensamiento de la presidencia.
Si no recuerdan a López o a los parladores de Carlos Menem (los titulares fueron Humberto Toledo y Raúl Delgado, pero las caras y la voces solían ponerlas Edgardo Bauzá y Carlos Corach) quizás puedan pensar en los que ejercieron el cargo desde el 2000 para acá, Eduardo Amadeo y Luis Verdi con Eduardo Duhalde, Juan Pablo Baylac con Fernando De la Rúa, Miguel Núñez con Néstor Kirchner, Alfredo Scoccimarro con Cristina Fernández de Kirchner, Iván Pavlovsky con Mauricio Macri.
Una de las canciones más lindas que escuché este año se llama “Mentira nórdica”. Está en Trinchera, último disco de Babasónicos. Dice: “Voy a usar esas palabras/ que usan todos y que nadie siente propias”. El tema de quién habla cuando habla me interpela.
Funcionaria que funciona
¿Es posible hacer un recorte de la política de estos 40 años de democracia a través de los voceros de prensa? ¿Qué ocurrió en el transcurso de esta historia, que empezó con un hombre de idoneidad y valentía probadas como José Ignacio López para llegar hasta la obstinación y el papel ridículo de celebrity popcorn de Gabriela Cerruti?
La comunicación de cada gestión aglutina un sinnúmero de filtros propios al servicio de un patrón político partidario; se supone que así se definen el estilo, los contenidos y las formas del gobierno. El presidente Alberto Fernández, en su limitada percepción sobre cómo debe comunicar sus políticas –sobremanera desde la caída ruidosa de su imagen tras la cuarentena eterna–, se regaló la potestad de crear un cargo extraescalafonario (sí: rápido se lee estrafalario) para suprimir el alcance de la Secretaría de Comunicación y Prensa de Presidencia de la Nación que ocupaba el vocero Juan Pablo Biondi. El funcionario, de su círculo más cercano, renunció luego de la carta acusatoria que publicó la vicepresidente Cristina Fernández: sin medias tintas, lo hizo responsable de una campaña en su contra. “No voy a seguir tolerando las operaciones de prensa que desde el propio entorno presidencial a través de su vocero se hacen sobre mí y sobre nuestro espacio político”, escribió.
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Biondi era de la mesa chica de Alberto, apuntada por CFK con su celebrada frase “funcionarios que no funcionan” (es muy curioso que un juego de palabras elemental, al borde de la perogrullada porque supone que la palabra funcionario no deriva del verbo funcionar, resulte un ejemplo de lucidez oratoria), con la que pretendió distinguir a los albertistas blandos de los kirchneristas duros. En aquella semana de septiembre de 2021, el país tuvo varios ministerios sin ocupar por una dimisión masiva impulsada por la vice y los fogonazos retóricos de La Cámpora y el cargo de vocero fue ocupado por Juan José Ross.
En abril de 2022 el presidente Fernández firmó un decreto para crear algo parecido a lo que estaba creado. Imaginamos que se sentía acorralado, pero ya existía la Secretaría de Comunicación y Prensa de la Nación y no parecía necesario inventar la Unidad de Comunicación de Gestión Presidencial (¿cómo no se les ocurrió antes usar esa sigla para denominar a una rama del peronismo?). El ampuloso nombre del cargo es tan llamativo que suena como esas bromas dialécticas de los Monty Python. Ross fue desplazado y asumió el rol de secretario de Medios y Comunicación Pública de la Jefatura de Gabinete; en la jerga interna lo llaman “el cementerio” porque, a diferencia del movimiento que hay en Casa Rosada, ahí está todo muerto. El decreto agrandó el combo con un movimiento más: estableció que la misma persona que fue designada para la Unidad de Comunicación de Gestión Presidencial oficie como portavoz. Sí, Gabriela Cerruti.
Si bien se indica que uno de los dos cargos es ad honorem (tal vez Gabriela tenga un sueño todavía pendiente: cobrar dos sueldos grandes, como la jefa), comenzaron los movimientos depredadores de Cerruti: acaparó toda la comunicación presidencial para darle su impronta. Y acá viene lo mejor (o lo peor) de su fiesta de la forma.
Flasheá, vení, volá
A la luz de las actitudes arrogantes y por demás confusas de Gabriela Cerruti, veo en relieve la jactancia con la que cuenta que su libro La revolución de las viejas es leído por personas de distintas generaciones. No me queda claro, lo digo sin cinismo, si la periodista que trabajó en Página/12 padece alguna alteración o si alguien –tal vez su asistente Roxana Barone, hija de Orlando, designada, ¡escuchen!, Coordinadora de Comunicación, con rango de subsecretaria– le dijo “flasheá celebrity, nena”. Digresión: los Barone se fortalecen en gobiernos kirchneristas: Orlando en 678; Roxana ya ¿funcionaba? en Télam; Melina Heinrich, nieta de Orlando, se llevó un dineral al ganarle un juicio a la productora del programa de televisión más oficialista que se recuerde.
Las historias, reels o videos que Cerruti sube a Instagram se ven más acordes a las producciones de Jackass que a la divulgación de los actos del Ejecutivo. Sin la gracia de Jimmy Knoxville, además. Les presento un punteo: Gabi invita a los internautas a que le hagan preguntas; Gabi se saca fotos embutida en un poncho; Gabi toma mate con Roxana en la Rosada, mientras repasan los diarios; Gabi, despeinada; Gabi, vestida de rojo, de violeta, de verde; Gabi critica a los hombres porque usan traje; Gabi explica la inflación de España.
Hay una imagen fijada: Gabi perdida en el multiverso. ¿Nadie le sugirió cambiar de ideas? ¿Nadie en Casa Rosada se anima a decirle “no, Gabi, así no”?
La vimos acomodar sus papeles con nerviosismo, como el jugador de ruleta que mezcla sus fichas en la corta y tensa vigilia que separa la apuesta cerrada de la caída final de una bola.
El episodio en el que Cerruti confunde sorteo con paridad de género me hizo desternillar de risa. En la ronda de prensa de todos los jueves se sortean los nombres de los periodistas que le preguntarán a la vocera sobre los actos de gobierno de Fernández. Hace unas semanas, el bolillero determinó que esos periodistas fueran diez hombres. Tras disparar su newsletter y recordar que se cumplía un nuevo aniversario del intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner (siete días), señaló con gesto de profesora que les informa a sus alumnos que la mayoría desaprobó un trabajo práctico: “Diez varones, no quiero decir nada pero esta sala necesita trabajar un poco en los temas de identidad de género”. Un murmullo protestón hizo que lanzara: “No quiero discutir y hacer un tema de esto”, como si la lógica la acompañara.
La idea del sorteo no fue de los periodistas. El resultado, menos. En todo caso, no es la sala, Gabriela, son los medios. Pasa algo parecido con la composición de los ministerios de este Gobierno: si sorteás un paquete de figuritas entre quienes son titulares de cada área tienen más posibilidad de ganar los varones porque ocupan 17 de los 19 cargos (y ya que tanto se preocupa Cerruti por señalar rasgos patriarcales, le tiramos un argumento para justificar el próximo dislate: uno es el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad –el colmo sería que lo ocupara un tipo– y el otro el de Salud). ¿A quién se le ocurre trabajar por la equidad de género con un sorteo? Alguna vergüenza sintió, Cerruti. La vimos acomodar sus papeles con nerviosismo, como el jugador de ruleta que mezcla sus fichas en la corta y tensa vigilia que separa la apuesta cerrada de la caída final de una bola. Gabi tiró un pase de magia, además, arqueó los micrófonos en un gesto de repliegue, con la ilusión de que en el acto se esfumara el pudor que produjo su burrada.
La arenga sanmartiniana
¿Pero hay más de MotoGabi? Sí, siempre hay más en los vastos campos de la retórica de la justificación. En un posteo en Instagram escribió hace unos quince días: “Esta semana viralizaron la foto que ves acá, una foto de 2018 cuando pusimos toda nuestra resistencia en las calles y en cada espacio que ocupábamos para que Macri no nos hiciera volver al Fondo. En ese momento, hubo un video maravilloso de Rita Cortese y Claudio Rissi leyendo un fragmento escrito por San Martín que era nuestro manifiesto para defender la patria. Mi foto, junto a muchas otras, acompañaba ese video que también te dejo en este posteo. Sin embargo, Eduardo Feinmann decide tomar la foto para decir que nosotros volvimos al Fondo y mostrar una contradicción. Mentira. Otra vez Feinman diciendo una mentira. Al Fondo volvió Mauricio Macri. Nosotros nos hicimos cargo. Y estamos arreglando el problema que nos dejó. Gobiernos de espalda al pueblo nunca más”.
No hay una sola línea que ordene ideas y razones en contra de la chicana de Feinmann: “¿Cómo explicará la portavoz que volvieron al FMI para pedir fondos y endeudarse más?”. Ese correteo puede responderse con criterio político, si lo hubiera; pero no, en la lógica comunicacional del kirchnerismo es más importante el ondear de las banderas. La arenga sanmartiniana, la música conmovedora, las miradas y las voces solemnes, la foto que acompaña. Si todo eso se sostiene mientras en el mismo momento se golpean las puertas del Fondo, el hecho pasa desapercibido. La estridencia importa más que la verdad, por eso en la gimnasia de estos días se sugiere que silenciar voces y amonestar al periodismo es salud democrática, el manejo de esa semiótica es promesa de felicidad.
Recorrimos algunas intervenciones públicas de Cerruti, pensadas, buscadas. No se percibe inocencia ni, mucho menos, autocrítica.
Gabriela Cerruti tiene seguidores y hay quienes la defienden. “Tiene experiencia”, argumentan. Más allá del cliché que describe al asunto como mera acumulación de años, es un criterio que celebra el antecedente como un valor. El presente, vemos. Entre las palabras de presentación de las mujeres que integran La revolución de las viejas, de hecho, se destaca que nacieron en los ’50 y ’60, que leyeron la misma literatura, escucharon la misma música, atravesaron los mismos dolores y las mismas victorias. Una pasión añeja, la mismidad; una herramienta inoxidable, la repetición.
Es cierto que la portavoz del Gobierno la tiene difícil. Hay que sostener el peso, aunque se trate de una ballena putrefacta. Muchos especialistas, incluso militantes, no querrían estar en sus zapatos. Recorrimos algunas intervenciones públicas de Cerruti, pensadas, buscadas. No se percibe inocencia ni, mucho menos, autocrítica. Me resulta intrigante el momento en el que separa las piedritas más toscas de su caleidoscopio y elige la frase que vendrá. Si lo que vemos es lo que quiere mostrar, ¿cuán alucinante será aquello que no deja entrever?
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