Mahsa Amini era originaria del Kurdistán, tenía 22 años y una vida por delante cuando hace dos semanas, estando de visita en Teherán, tuvo la mala suerte de toparse con una patrulla de la denominada “policía de la moral”, una institución macabra, dedicada a perseguir a los habitantes de Irán, en especial a las mujeres y a las niñas. La detuvieron con el pretexto de que estaba usando el velo “de manera incorrecta”, es decir, que se le veía algo de cabello. Su hermano trató de impedir que la subieran al patrullero, pero le respondieron que la tenían que llevar a la comisaría para “reeducarla”. Mahsa no se resistió en ningún momento. Al contrario, trató de tomar la situación con buen humor.
Falleció unas horas más tarde, a causa de un paro cardíaco provocado por los golpes, las fracturas de cráneo y la hemorragias internas que le propinaron los agentes de la maldita policía de la moral durante su “reeducación”.
Más allá de lo que digan algunos intelectuales occidentales que, en nombre del anti-imperialismo, apoyan dictaduras y regímenes totalitarios y antidemocráticos, la muerte de la joven kurda no fue un caso más de violencia policial: Mahsa Amini fue secuestrada, torturada y asesinada por el régimen iraní en el marco de una política de Estado manejada por un grupo de crápulas que persiguen, secuestran, torturan y asesinan para mantenerse en el poder y asegurarse de que nada interfiera con su continuidad. Por las protestas que hemos visto en los últimos días, en las que miles de mujeres (y también hombres) salieron a las calle sin miedo a los clérigos y la policía, ese poder y esa autoridad parecen estar en duda, por primera vez en más de 40 años.
Paramilitares moralistas
Desde sus inicios en 1979, el régimen de los ayatolás en Irán impuso un modo de vida islamista totalitario y represivo. El velo obligatorio se convirtió en una pieza central de su política de control social. Para reprimir no sólo a las mujeres que se negaran a usarlo sino también a las que hicieran un “mal uso” de la hijab era necesario crear una fuerza con poder de policía que patrullara las calles de todo el país. Así nació lo que hoy se conoce como Gasht-e Ershad, la Patrulla de la Orientación. Esta maldita policía de la moral se convirtió con el tiempo en un grupo de tareas paramilitar que encarna el terrorismo de Estado del régimen y que existe, con diferentes formatos y nombres, desde al advenimiento de la Revolución Islámica. La Gasht-e Ershad cuenta con el apoyo mayoritario de la Fuerza de Resistencia Basij, una organización de voluntarios o “milicias populares” creada en 1980 por orden del ayatolá Khomeini. Los basij, a su vez, operan bajo la órbita del Cuerpo de Guardias Revolucionarios Islámicos (CGRI), la guardia pretoriana de los ayatolás.
Los basij tienen sucursales en prácticamente todas las ciudades y pueblos de Irán y están infiltrados en todas las instituciones del Estado, reparticiones públicas, escuelas, universidades, hospitales, etc. Para realizar un paralelo muy audaz, el accionar de los basij se parece en algunos aspectos a la organización política vernácula La Cámpora, mezclado con un sistema de persecución y castigo digno de El cuento de la criada de Margaret Atwood. Sus principales funciones son el espionaje interno, la vigilancia y el castigo a los infieles o disolutos, pero, por sobre todo, son los responsables directos del cumplimiento estricto del apartheid de género a través de la “policía de la moral”.
Las cosas por su nombre
El término apartheid de género (también llamado apartheid de sexo) se refiere a la discriminación sexual, económica y social contra las personas a causa de su género o sexo. Se trata de un sistema que se aplica usando prácticas físicas o legales discriminatorias para relegar a algunos individuos a posiciones subordinadas. La psicóloga feminista Phyllis Chesler define el fenómeno como “prácticas que condenan a las niñas y a las mujeres a una sub-existencia separada y subordinada y que convierten a los niños y a los hombres en guardianes permanentes de la castidad de sus parientes femeninas”.
En la práctica, todo apartheid de género se caracteriza por la normalización de la violencia misógina, la violencia doméstica, el velo forzado, los matrimonios arreglados o con parientes, el mal llamado matrimonio infantil (pedofilia legal) y, en algunos casos, la mutilación genital, la persecución a las personas homosexuales y los femicidios. La poligamia, la compraventa de mujeres y niñas, la reducción a la servidumbre y a la esclavitud, los castigos físicos y psicológicos, la falta de acceso a la salud, a la educación y a la justicia, la imposibilidad de trabajar o de salir sola a la calle y las restricciones en la vestimenta también forman parte de prácticas habituales de los sistemas de apartheid de género.
A todas estas aberraciones hay que sumarle que las mujeres y las niñas pueden ser víctimas de los denominados “crímenes de honor” si se resisten a la subordinación total o si simplemente tienen comportamientos que están por fuera de lo que las normas consideran aceptables. Así, nacer, crecer y vivir en un sistema de este tipo es como ser la protagonista eterna de una película de terror donde los seres queridos y aquellas instituciones que deberían proteger a los ciudadanos pueden transformarse en cualquier momento en verdugos sin piedad.
La represión y los actos terroristas cometidos desde el aparato del Estado tienen como obvia consecuencia el silencio, la sumisión y la resignación de la población.
El sistema del régimen iraní constituye un apartheid de género con todas las letras, un sistema totalitario y represivo estatal que viola a su gusto los derechos humanos de los habitantes del país. Un sistema misógino y homofóbico que no tolera el disenso y en el que cualquier resistencia es reprimida con castigos ejemplares, como en el caso de Masih Alinejad, una de las más vocales activistas feministas iraníes, obligada a vivir en el exilio y cuyo hermano Alireza fue detenido arbitrariamente y permanece encarcelado al día de hoy. La represión y los tractos terroristas cometidos desde el aparato del Estado tienen como obvia consecuencia el silencio, la sumisión y la resignación de la población. Con eso cuenta el régimen para poder sobrevivir: con la inmovilidad que acompaña al miedo y al terror.
Sin embargo, esta semana con el crimen de Mahsa Amini la ecuación se modificó. Apenas se supo de su muerte y comenzaron a circular las fotos de su rostro desfigurado por los golpes en las redes sociales, mujeres y hombres en varias ciudades de Irán comenzaron a salir a las calles y a manifestarse abiertamente contra el orden islamista, rompiendo el silencio y el miedo. Mientras escribo esta nota las protestas continúan y se habla de al menos una decena de muertos y cientos de heridos en las principales ciudades del país.
Insoportable levedad
Desde el nacimiento de la teocracia islamista en Irán abundan los análisis sociológicos de una parte del mundo académico, intelectual y bienpensante occidental incluyendo a muchas (demasiadas) supuestas feministas que minimizan, justifican o incluso aplauden el apartheid de género, incluyendo el uso obligatorio del velo como un factor de emancipación anti-imperialista, una muestra de la superioridad moral del régimen iraní frente a Occidente. Es una guerra de dominio político en la que el campo de batalla es el cuerpo y el alma de las mujeres y las niñas y se ejecuta a través de la violación sistemática de sus derechos humanos.
Con la triste excusa del relativismo cultural o de sentimientos anti-occidentales (mientras obviamente disfrutan de sus privilegios), estos grupos influyentes han decidido que está mal pero no tan mal que las mujeres en países muy lejanos sean obligadas a llevar el velo, o casarse en contra de su voluntad o a sufrir ablaciones genitales porque esas prácticas forman parte de “su cultura”, son necesarias para preservar las tradiciones milenarias y respetar su identidad cultural.
Es innegable la existencia de una grieta gigantesca entre el sufrimiento de las víctimas y la reacción cómplice, tibia y resbaladiza de la intelectualidad y del progresismo de países donde la libertad está garantizada por un marco legal basado en valores universalistas y humanistas. Y llama la atención que, siendo en teoría los primeros embanderados en la defensa de los derechos humanos, no alcen la voz para denunciar la dictadura teocrática y misógina iraní, sino que más bien prefieran justificar lo injustificable a través de bizarras teorías identitarias.
Es innegable la existencia de una grieta gigantesca entre el sufrimiento de las víctimas y la reacción cómplice, tibia y resbaladiza de la intelectualidad y del progresismo.
“Estás exagerando”, nos dicen. “Yo viajé a tal lugar y tengo amigas que están recontentas con el velo”, reportan. “Están acostumbradas”, “es su cultura y hay que respetarla”, “no trates de imponer tus valores occidentales imperialistas”, “vos no entendés nada”, “es su religión”, “ellas lo eligen” y un largo etcétera.
En el fondo no es sólo convicción: también es cobardía. Muchos tienen miedo a ser considerados racistas o ser cancelados o rechazados por la comunidad progresista y prefieren sumarse al dogma que relativiza, minimiza y mira para otro lado para no meterse en problemas por un tema tan alejado de su realidad cotidiana.
Estos defensores del costumbrismo pintoresquista cultural también insisten en que el número de crímenes cometidos en los apartheids de género (a los que nunca se atreven a llamar por su nombre) es mínimo comparado con los femicidios en países occidentales, usando como argumento no sólo estadísticas espurias e incomprobables sino también confundiendo adrede crímenes penados por la ley con crímenes promovidos y legalizados desde el aparato del Estado.
En honor a Mahsa
Cualquier sistema de gobierno que avale desde su marco legal las violaciones a los derechos humanos de las mujeres y las niñas no tiene ninguna legitimidad. Y si la justificación a un apartheid de género es que busca preservar las tradiciones y la identidad cultural, lo único que quiere decir es que dichas tradiciones están muy equivocadas, que esas identidades tienen que cambiar y que no hay nada que preservar. No al revés. Esta sencilla premisa la comprenden muy bien las multitudes en Irán que salieron a tomar las calles en señal de protesta por el crimen de Mahsa Amini, hartas de los abusos del régimen de los ayatolás.
Ellos (las mujeres y los hombres en Irán que se animan a protestar) saben que no es la gente la que tiene que renunciar a sus libertades para preservar un sistema perverso de gobierno: es el sistema el que tiene que cambiar y garantizar las libertades fundamentales de la gente.
Tomemos como ejemplo el coraje de los iraníes y, en honor a Mahsa Amini y a las tantas víctimas de la dictadura iraní, llamemos a las cosas por su nombre: denunciemos al apartheid de género por lo que es, recuperemos la valentía de defender valores humanistas y universalistas sin darle cabida al pintoresquismo instagramero de los relativistas culturales, no nos dejemos intimidar por la amenaza a la cancelación, insistamos en marcar la diferencia entre democracias y Estados terroristas, y sobre todo –y si queremos realmente ayudar a todas las Mahsa Amini de esta tierra– defendamos por siempre y por encima de todo los derechos humanos y la libertad.
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