Malvinas se ha convertido en epítome de Malvinas. Parece una humorada boba, y probablemente lo sea. Y sin embargo para algo sirve: para llamar la atención sobre cuánto, y de qué manera, la guerra de 1982, lejos de ayudarnos a pensar, ha devorado cualquier otra dimensión de la cuestión Malvinas. En efecto, desde hace años ya, ese nombre propio de ocho letras, Malvinas, se ha resignificado. Ahora entendemos, por Malvinas, la guerra de Malvinas –como cualquier lector habrá advertido–, que aparece como una rememoración y un mandato. La rememoración, interminable, como toda rememoración debe ser, en la que siempre creemos descubrir algo nuevo, pero siempre encontramos lo mismo. El mandato, con la rudeza explícita que caracteriza a los mandatos: no olvidemos Malvinas, pensar Malvinas, pensemos la nación desde Malvinas, volvamos a Malvinas, tenemos una deuda con Malvinas, etc.
Nos llega un video de esos que circulan fugazmente en nuestros celulares. Alguien ha grabado una escena presuntamente espontánea; unos pasajeros tomados de chanfle, sentados a la espera del despegue. De repente los altoparlantes nos hacen saber: viaja con nosotros un ex combatiente de Malvinas. La tripulación –declara el altavoz– le da la bienvenida y le hace un merecido homenaje. “Levantate, levantate”, le urge una dama a su lado, seguramente su mujer. Él duda un par de segundos, al fin hace caso. Los pasajeros estallan en un aplauso, dos o tres gritan “¡Viva la patria!”.
Eso es todo. Vaya uno a saber qué sintió, en su inesperada performance, el ex combatiente. ¿Cumplir resignadamente un papel del que no podía zafar? ¿Orgullo consigo mismo? ¿Satisfizo la prosaica expectativa de quienes lo acompañaban? Jamás lo sabremos. De lo que podemos estar seguros es de que los pasajeros se sintieron muy satisfechos. Es tan lindo amar a la patria. Quizás algunos estuvieron entre los que festejaron en esas semanas febriles, desde la euforia al desconcierto; en algún modo, volvieron al punto inicial. O, peor, quizás otros pasajeros no habían salido aún de la niñez en 1982 y hoy, con 50 años o menos, a bordo de ese avión, han compartido un orgullo difuso que los impulsó a aplaudir.
Antes de juzgar si todo esto es bueno o malo, enfatizo que lo encuentro inevitable. Yo mismo, estoy seguro, no habría podido sustraerme de la suave violencia colectiva de un maldito celular, una voz en off, un carisma inesperado, una aclamación unánime. Yo mismo no puedo, aquí y ahora, dejar de seguir rememorando y cumpliendo mandatos: la rememoración iterativa y los mandamientos han ganado en intensidad con el paso del tiempo porque Malvinas, la guerra, como reza el lugar común tantas veces leído y quizás también escrito, es una herida profunda y abierta, que nadie quiere cerrar. Malvinas, la guerra, ha desplazado cualquier posibilidad de examen crítico de nuestra propia historia como argentinos en relación con Malvinas, de nuestro vínculo físico con las islas y con los malvinenses, de las complejidades de la política y la diplomacia en la cuestión, de las creencias que tenemos sobre nuestros derechos, de las ideas que abrigamos sobre el futuro de las islas, de Malvinas como causa política y cultural, como causa nacional.
De todo esto, nada; Malvinas, la guerra, su rememoración y sus mandatos, nos obligaron a ocuparnos de otra cosa. La guerra, cuarentona, lejos de ser un revulsivo para pensar la cuestión Malvinas, ha consagrado todos los tópicos previos a ella. El mundo ha cambiado en cuatro décadas, cambió enormemente el background político en cuyo marco se mueven los malvinenses, cambiaron las condiciones de la vida misma de los isleños, su autoestima, pero nosotros no acusamos recibo de nada de esto; obnubilados como estamos por rememorar y pensar desde Malvinas, hemos dejado todo eso en pie, inalterado, como un museo viviente de nuestras creencias y convicciones. Cultivar Malvinas no nos permite otra cosa.
Se ha producido así un descomunal desplazamiento semántico: ‘Malvinas’ (la guerra) ha capturado toda la complejidad de la cuestión Malvinas.
Se ha producido así un descomunal desplazamiento semántico: Malvinas (la guerra) ha capturado toda la complejidad de la cuestión Malvinas. Y la causa Malvinas, esa que nos dice todo lo que ustedes ya saben (las Malvinas es lo único que une a todos los argentinos, recuperarlas es un objetivo nacional superior y una deuda para con nosotros mismos, es una reparación histórica sin la cual Argentina continuará incompleta, etc.), ha cobrado los ribetes de una religión que nadie se toma muy en serio, pero nadie cuestiona porque ya no se sabe qué hacer con ella.
Pero este culto tiene un capítulo activo, que es el que le da sentido a los restantes, y mantiene con vida –una vida vacilante, trémula– a todo lo demás, intangible. ¿Cómo examinar con ojo crítico la causa, los extravíos a que nos llevó a los argentinos, las taras y las obsesiones políticas y diplomáticas de hoy, si Malvinas, sacralizada, nos cierra el paso? La guerra, lejos de ayudarnos a desmontar esa estructura cerrada sobre sí misma como articuladora de nuestro nacionalismo (territorialista, victimista, unanimista), nos hizo más malvineros. Y menos responsables. Depositó la responsabilidad en la dictadura y sus jefes criminales, pero convirtió a las víctimas un poco en protagonistas, otro poco en héroes, con lo cual el vínculo de sangre entre la causa Malvinas por un lado y la agresión militar, la euforia popular y la muerte por otro, es más visible para el que lo quiera ver, pero más disimulable para quien se afane en preservar la causa de sus resultados más siniestros.
De modo tal que Malvinas queda en el aire, o peor aún, es un episodio cuyos marcos históricos (el proceso de larga duración de gestación de la causa nacional, la terrible coyuntura de crisis de un régimen despótico y de terrorismo estatal, el acontecimiento consistente en la decisión de invadir del gobierno militar) quedan eclipsados por los balcones, las plazas llenas, las maratones televisivas, los episodios bélicos. Transfigurada por su epítome, la cuestión Malvinas hoy –mientras el mundo y los malvineses cambian– puede ser cada vez menos pensada.
No habría nada de malo en este embrollo si no nos impidiera pensar. Pero nos impide.
Menos pensada porque recordamos en exceso y nos cubrimos de mandatos en exceso. La rememoración centrada –lógicamente– en los protagonistas, en gran medida heroizados (esto ya no es tan lógico, cuando son sobre todo víctimas, en su gran mayoría civiles convocados mediante la coerción estatal a exponer sus vidas y a matar), cobra esa forma de culto tan conocida en la historia a lo largo de tantos siglos, en la que la narrativa, la exaltación, hasta el fetiche, están presentes, escapándose por su cuenta de las esferas privadas para alcanzar medios de comunicación y ahora también redes sociales por doquier. Odio la truculencia, pero no puedo dejar de observar que una parte de la sociedad que festejó entonces en las plazas hoy equipara a los caídos del Atlántico Sur con los desaparecidos. No hay nada en sí mismo de malo en esto, puesto que, a mi juicio, no los equipara a unos con otros una condición de héroes, sino de víctimas del terrorismo de Estado. Pero la otra cara de la moneda significa a los que, afortunadamente, han logrado sobrevivir, y por qué no, vivir. Y en esto hay una distinción obvia, porque los sobrevivientes de la (mal llamada) guerra de los ’70 son héroes para algunos, pero no para otros, mientras que los ex combatientes son todos héroes de Malvinas. No habría nada de malo en este embrollo si no nos impidiera pensar. Pero nos impide.
Para tirar del hilo que hemos dejado, el término héroes se emplea de un modo muy genérico. No me caen simpáticas las guerras clásicas, pero en ellas no todos los combatientes eran considerados héroes por el hecho de combatir. Sus galardones tenían que ver con actos personales de valentía, singular solidaridad, etc. Calificando de héroes a todos los ex combatientes, estamos transfiriendo propiedades –¿el sentido común podría negar que quienes lucharon en Malvinas son héroes?– de las personas a todo un episodio histórico: estamos confiriendo una naturaleza heroica a una agresión violenta en gran escala, que quebró el derecho internacional, perpetrada por una dictadura atroz, que usó la coerción, mezclada por el consentimiento, de la colimba. A mi juicio esto tiene muy poco de sensato, pero es eficaz para bloquear la reflexión, y mantener indemne la causa Malvinas que, como la sombra al cuerpo, está detrás de todos estos acontecimientos.
La hiper-memoria tiene un precio. Nos hace menos libres.
Leo el miércoles, 30 de marzo, un artículo del general Martín Balza: “No olvidar Malvinas”. Su título nos remite otra vez a un mandato. El texto no es desmesurado, ni mucho menos; está centrado en las semanas previas a la invasión, en las movidas del gobierno militar y de algunos periodistas, convertidos en publicistas manifiestos del desembarco. “La incalificable Junta Militar… [cometió] un gravísimo error político y diplomático… [actuó con] la máxima insensatez al descartar lo posible buscando lo inalcanzable… buscaba… neutralizar el malestar interno generado por el terrorismo de Estado…”.
Todo bien, pero, una vez leído el artículo, queda la pregunta: ¿qué, exactamente, no hay que olvidar? Cabe presumir que lo que Balza cuenta: el desatino del régimen militar y los caídos (nuestros héroes y también los británicos). Ni más ni menos que eso.
De los argentinos durante Malvinas, de la multifacética cuestión Malvinas, y del nexo intrincado entre la causa nacional y la guerra, parecería que no es importante recordar nada. Lo sé: es hablar de la soga en casa del ahorcado. Pero mientras mantenemos el silencio sobre esas cosas, nos acomete un permanente exceso de memoria. Recordar a los caídos, recordar a los héroes, recordar la gesta. La hiper-memoria tiene un precio. Nos hace menos libres. Es el propio pasado –nos creemos– el que nos impone su mandato. El mandato de la patria, de la historia, de la tierra.
Por respeto u obligación para con este pasado, no podemos, no debemos, hacer algo diferente de lo que hacemos. Aunque lo que hagamos no nos lleve a ningún lado.
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