Mientras la invasión rusa de Ucrania y el debate sobre el acuerdo con el FMI se llevaban buena parte de nuestra atención, una noticia conmovió la semana pasada a todos los interesados en los asuntos de los confines más australes de nuestro país y del mundo: el hallazgo, después de un siglo en el fondo de los mares antárticos, del Endurance, el barco elegido por el famoso explorador irlandés Ernest Shackleton para su Expedición Imperial Transatlántica de 1914.
Puesta en la versión más breve posible, la historia es la siguiente: el objetivo de aquella expedición era atravesar la Antártida, desde las costas del mar de Weddell hasta el mar de Ross. Es un trayecto de unos 2.900 kilómetros que en aquel entonces constituía —al menos en la visión de Shackleton— el último gran desafío que les quedaba por superar a los protagonistas de lo que se conoce como “la Edad Heroica de la Exploración Antártica”. La expedición se inició, con los mejores augurios, al día siguiente de la entrada de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, unos pocos meses más tarde, ya en el sur, esos augurios y planes tuvieron que someterse a las fuerzas o, si se prefiere, a la indiferencia de la naturaleza. El hielo sorprendió a los exploradores mucho antes y algo más al norte de lo que esperaban, y antes de que pudieran alcanzar algún sitio apto para desembarcar el barco quedó atrapado en la banquisa.
En febrero de 1915, cuando ya llevaban un mes detenidos, Shackleton resolvió convertir el Endurance en una estación invernal en donde él y los suyos pudieran esperar la primavera y continuar el viaje. Pero cuando empezó el deshielo, y mucho antes de que el Endurance volviera a flotar, las fracturas y los movimientos de los témpanos comenzaron a presionarlo y provocaron una serie de grietas y entradas de agua en el casco, que derivó finalmente en el hundimiento de la nave.
Una hazaña imposible
Durante los meses siguientes, Shackleton y sus compañeros recorrieron más de 300 kilómetros, la mayor parte no por sus propios medios sino a la deriva de los témpanos sobre los que se encontraban. El 17 de marzo, casi cuatro meses después del hundimiento, se encontraban a menos de 100 kilómetros de la Isla Paulet, lugar en donde contaban con un refugio, víveres y, tan importante como eso, alguna posibilidad de ser rescatados. Pero las condiciones del hielo hicieron que esos 100 kilómetros se volvieran impracticables, y los náufragos siguieron flotando hacia el norte. En abril, el témpano en que se encontraban se partió en dos y Shackleton hizo embarcar a sus hombres en los botes salvavidas. Ya no se trataba de dirigirse a una isla en particular sino, simplemente, de alcanzar alguna tierra firme. Cinco días más tarde llegaron a la Isla Elefante, un sitio desolado aun para los criterios antárticos, y sobre todo, uno que difícilmente fuera a ser visitado por alguna embarcación en un futuro imaginable.
Lo que siguió constituye una de las hazañas náuticas más impresionantes de la historia. Shackleton y cinco de sus compañeros embarcaron en uno de los botes salvavidas y recorrieron los 1.300 km que separan la Isla Elefante de las Georgias. Y, casi enseguida después de desembarcar, atravesaron 50 kilómetros de terreno montañoso hasta llegar a la factoría ballenera de Stromness. Desde allí iniciaron el operativo de rescate de los que se habían quedado en Elefante. Pero ya era invierno y el hielo cubría buena parte de las aguas que rodean a la isla. Fueron necesarios cuatro intentos para que una embarcación (la escampavía chilena Yelcho) pudiera llegar a tierra y recibir, vivos y más que razonablemente sanos, a los 22 hombres que habían quedado ahí.
El hallazgo del Endurance, como la mayor parte de las buenas historias, permite más de una lectura.
El hallazgo del Endurance, como la mayor parte de las buenas historias, permite más de una lectura. La primera es la arqueológica, asociada al desarrollo —bastante impresionante— de la búsqueda y al estado de conservación del barco. Es cierto que el Endurance no es tan famoso como, por ejemplo, el Titanic. Pero a cambio, se encuentra en un sitio infinitamente más evocador. Y, según atestiguan las imágenes que se han visto en estos días, sigue teniendo la elegancia que debe haber tenido el día en que salió del astillero.
La segunda lectura —que a diferencia de la anterior podría sostenerse para siempre— es algo así como una parábola moral. La historia del Endurance es la historia de un líder capaz de conseguir los recursos y convocar a las personas que se necesitan para acometer una empresa casi imposible. Y también es la historia de lo que se puede hacer cuando la circunstancias se vuelven adversas, de las maneras en que uno debe adaptarse a lo imprevisto, de cuáles son las cosas a las que alguien se debe resignar en una situación límite y cuáles son aquellas otras a las que no se puede renunciar, que en el caso de Shackleton fue sin dudas el compromiso de hacer que los hombres que lo habían acompañado regresaran a sus casas sanos y salvos.
En el marco actual de la emergencia del COVID, nos hemos acostumbrado a oír hablar de la resiliencia y de las virtudes asociadas a ella. Y tal vez podamos encontrar algo premonitorio en la decisión de Shackleton de rebautizar al Polaris —un nombre más que adecuado para un barco como el suyo— como Endurance, una palabra que, si no significa estrictamente “resiliencia”, se le acerca bastante.
Todo hallazgo arqueológico es político
La tercera lectura —cuando no— es política. La Endurance22, la expedición que logró encontrar la famosa nave, fue organizada por el Falklands Maritime Heritage Trust (algo así como el Fideicomiso del Patrimonio Marítimo de las Malvinas), un desprendimiento de The Falkland Islands Association, una organización no gubernamental cuyo objetivo es sostener el derecho de los habitantes de las Malvinas a decidir su futuro. De hecho, tanto la Asociación como el Trust incluyen, en un lugar destacado de sus páginas web y con formato de declaración, la siguiente frase: “Supporting the right of Falkland Islanders to decide their own future”.
La anticipación del futuro es un deporte de alto riesgo, pero aun así me atrevo a decir que no va a pasar mucho tiempo antes de que, en nuestro país, el entusiasmo que provocó el hallazgo del Endurance se vea opacado por la identidad de quienes lo promovieron. Y que la admiración deje lugar a la desconfianza y la hostilidad.
Sea cual fuere la respuesta que cada uno elija, igual creo que esta tercera lectura ofrece algunas enseñanzas que nos podrían resultar útiles. Los motivos que impulsan las acciones humanas suelen ser múltiples y complejos; pero aceptemos que la expedición Endurance22 es, además de una campaña arqueológica, una acción política orientada a destacar bajo la mejor luz posible la historia y la identidad de los isleños. Y, si vamos un paso más allá, también se la puede ver como una campaña específicamente diseñada para poner en cuestión algunos de los argumentos y muchas de las aspiraciones argentinas.
La expedición Endurance22 es, además de una campaña arqueológica, una acción política orientada a destacar bajo la mejor luz posible la historia y la identidad de los isleños.
Las respuestas, si tal fuera el caso, pueden seguir dos caminos bien distintos. El primero, al que estamos acostumbrados, es el de las denuncias y las protestas. Y podría incluir, por ejemplo, una norma que prohíba mencionar al Trust por su verdadero nombre, la condena por “vendepatrias” y “anti-argentinos” a todos aquellos que expresen su admiración por el hallazgo, o la determinación de que los exploradores antárticos fueron otros más de los muchos agentes con que el imperialismo impidió el desarrollo de nuestro país.
El segundo camino, menos transitado, tendría que iniciarse con una serie de preguntas acerca de las cosas que nosotros podríamos hacer para presentar, también bajo la mejor luz posible, nuestra historia y las perspectivas de nuestro futuro en el Atlántico Sur. Se me ocurren, sólo como ejemplos, las siguientes iniciativas: la restauración y puesta en valor del sistema de Faros del Fin del Mundo, desde el cabo San Pío hasta la Isla Observatorio; la creación de un área protegida que abarque el oriente de Tierra del Fuego y la Isla de los Estados, o el desarrollo de un programa de estudios de alto nivel acerca de distintos aspectos de la ecología y la historia de las regiones australes y de la Antártida. Para el caso de alguien quisiera extenderse más allá de lo estrictamente cultural o educativo, el diseño de un programa de manejo de los recursos pesqueros del Mar Austral; la generación de combustibles limpios que puedan ser usados por las embarcaciones turísticas, científicas y logísticas que operan en la región; la construcción de una planta que ofrezca las mejores y más seguras tecnologías de tratamiento de los residuos generados en las bases antárticas; y tantas cosas más.
No sé cuál es el peso específico que se les puede atribuir a este tipo de iniciativas en las discusiones acerca de la soberanía. Pero quizás sirvan, cuando menos, para demostrar y para demostrarnos que estamos al tanto de la importancia de ese sector del mundo y que tenemos ideas acerca de lo que puede hacerse en él. Al fin y al cabo, el futuro llega para todos, y nosotros también tenemos el derecho de decidir —o, al menos, el de intentar decidir— cómo queremos que sea.
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