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Domingo

La caída de un ícono populista

La mayor parte de la izquierda antisistema y la derecha identitaria han tomado distancia de Putin tras la invasión de Ucrania. Pero la paleoizquierda bolivariana aún sigue con su amor por los rublos.

Uno de los primeros efectos colaterales de la invasión rusa ordenada por Vladimir Putin fue obligar a la derecha nacionalista occidental a tomar prudente distancia de quien, hasta ayer, consideraba un modelo. El primero que tuvo que salir a dar explicaciones de este lado del mundo fue el candidato presidencial Éric Zemmour, quien en 2018 declaraba: “Sueño con un Putin francés”. “Estoy a favor de la alianza rusa. Creo que es el aliado más fiable”, agregaba en una entrevista con el medio L’Opinion. Hora de recular: “Condeno sin reservas la intervención militar rusa en Ucrania”, necesitó aclarar, haciendo un mea culpa público por haber creído que Putin no atacaría.

Otra que se despegó del autócrata ruso fue Marine Le Pen: “No hay ninguna razón para que Rusia lance una operación militar contra Ucrania que altere el equilibrio de la paz en Europa. Debe ser condenada sin ambigüedades”. La dirigente ultraderechista, quien en su momento se opuso a las sanciones a Rusia por la anexión de Crimea en 2014, financió su pasada campaña presidencial a través del First Czech-Russian Bank, que le prestó 9,1 millones de euros. En 2017, Marine Le Pen era recibida en el Kremlin por Putin, a quien halagaba. “Sé que usted representa un espectro político en Europa que está creciendo rápidamente”, le dijo.

Ese espectro que recorre Europa es el mismo que lo llevó al italiano Matteo Salvini a posar con una camiseta con la cara de Putin en la Plaza Roja: el populismo.

Ese espectro que recorre Europa, pero también el otro lado del Atlántico, es el mismo que lo llevó al italiano Matteo Salvini a posar con una camiseta estampada con la cara de Putin en la Plaza Roja: el populismo. El líder de la Liga del Norte, que caracterizó al presidente ruso de “gran estadista”, se ha dedicado en las últimas horas a borrar sus postales moscovitas en Twitter. Tras la invasión rusa, se ha puesto el disfraz de prendevelas con el hashtag #StopWar.

Desde España, el líder de Vox Santiago Abascal también suprimió un tuit de 2015 que aludía a palabras de Putin: “Os iremos a buscar al fin del mundo y, ahí, os mataremos”, con el lema latino Si vis pacem para bellum. Se refería al apoyo de Moscú al ejército sirio de Bashar al-Assad contra las milicias islamistas ligadas al grupo Estado Islámico. Tras la invasión, cambiaba el tono: “Debemos condenar el brutal ataque a la soberanía de Ucrania y exigir a Vladimir Putin que dé marcha atrás”, declaraba.

En Alemania, la retractación corrió por el partido antiislámico Alternative für Deutschland, donde Putin tiene grandes admiradores, y ahora cuestiona la “injustificable invasión de Rusia a Ucrania”.

Desde Estados Unidos, Donald Trump comentó que la invasión es “sad”. Pero lo que le importa es echarle la culpa a Joe Biden por presuntamente permitir la invasión, mientras sigue considerando sardónicamente que Putin “es un genio”, un tipo “inteligente” del que hay que inspirarse para lidiar con la frontera Sur.

Por su parte, Jair Bolsonaro superó en neutralidad a Suiza, que rompió su histórica posición e imitó a la Unión Europea, congelando activos rusos.

Antiamericanismo y revancha

La fascinación que ejerce Putin en la derecha identitaria occidental obedece a que encarna el desprecio por el globalismo liberal, la debilidad por el macho patriota y fuerte que ofrece respuestas simples y nostálgicas: reaccionarias. Aparece como el último muro de contención cristiano de lo que llaman, desde una perspectiva conspirativa, el Nuevo Orden Mundial. Cabalgando con el torso desnudo en su oso siberiano, pensaban que iba a hacer un bocado del presidente ucraniano, el metrosexual semita que participó del programa de TV Bailando con las estrellas.

Sin embargo, la intoxicación populista no es monopolio de la derecha nacionalista. La nostalgia por la alternativa soviética, de la que Putin ha conservado el totalitarismo y las ganas de reconstruir el viejo mapa de la Unión Soviética, hace aún latir el corazoncito de quienes nunca actualizaron su grilla de lectura tras la caída del Muro de Berlín.

La nostalgia por la alternativa soviética hace aún latir el corazoncito de quienes nunca actualizaron su grilla de lectura tras la caída del Muro de Berlín.

El líder de La France Insoumise y candidato presidencial Jean-Luc Mélenchon justificaba el 18 de enero en Le Monde la movilización de tropas rusas: “¿Quién no haría lo mismo con un vecino así, un país vinculado a una potencia que le amenaza continuamente?”. Desde entonces, el dirigente que estimaba en noviembre que “los rusos son socios de fiar y los Estados Unidos, no” y que la OTAN no debía “anexar a Ucrania”, también ha reculado, explicando que Putin “crea el peligro inmediato de un conflicto generalizado que amenaza a toda la humanidad”. De todos modos, La France Insoumise o Unidas Podemos en España dicen que enviar armas a los ucranianos “es un error” y proclaman “no a la guerra”. Como si tuviera algún efecto en la guerra decidida por Putin y cuyos límites nadie se atreve a pronosticar.

La justificación de que la invasión de Putin es provocada por Ucrania por pretender ser parte de la OTAN es un argumento común en la izquierda, como si el querer defenderse de las veleidades expansionistas de Putin fuese la minifalda que “causa” la agresión. Lo cierto es que cuanto más vivieron bajo el yugo soviético, más las naciones que se divorciaron de la URSS temen hoy ser arrastradas de los pelos de regreso a la Casa Rusia. La realidad es que la amenaza –y materialización– de la invasión, viene de un solo lado. Pero los viejos resortes del antiamericanismo y la nostalgia por los “no alineados” siguen funcionando. Como Putin, no quieren necesariamente el regreso de la URSS, pero comparten las ganas revanchistas de vengar la humillación del derrumbe del modelo alternativo a la democracia liberal.

“No hay que elegir bandos”

Mientras tanto, en el hemisferio Sur, la paleoizquierda en su versión bolivariana sigue cantando su amor por el aliado ruso y sus rublos: el trío de dictaduras regionales conformado por Cuba, Venezuela y Nicaragua reproducen mecánicamente oxidados eslóganes antiimperialistas. El tufo a naftalina repele incluso a la progresía que, de momento, se ha sumergido en un mutismo inusual.

El gobierno argentino sigue dividido entre una diplomacia amateur que no se anima a llamar “invasión” a la avanzada rusa y la retórica setentista de la vicepresidenta.

El gobierno argentino sigue dividido entre una diplomacia amateur que no se anima a llamar “invasión” a la avanzada rusa, que sostiene que “no hay que elegir bandos” (el canciller Cafiero) como en un eco al peronismo durante la Segunda Guerra, y la retórica setentista de la vicepresidenta, con una visión geopolítica caprichosa que tiene como principal epicentro político su ombligo. En cualquier caso, visitar y adular a Putin en pleno boicot occidental, porque se preparaba a invadir Ucrania, y ofrecerle que “Argentina sea la puerta de entrada de Rusia a América Latina” es de un timing que pinta de lleno esa mezcla de improvisación y grilla de lectura vencida que caracterizan casi todo en esta gestión.

Más interesante, pero también revelador, es lo que ocurre en Chile. El presidente electo Gabriel Boric condenó sin vueltas “la inaceptable guerra de agresión de Putin”, granjeándose las críticas de la izquierda. Pueden resumirse en las palabras del excandidato presidencial de Unión Patriótica y Secretario General del Partido Comunista Chileno, Eduardo Artés: “#Piñera y #Boric se alinean de una con los EEUU y los nazis-fascista de Kiev, con sus más de 14.000 asesinados, con los ataques armados a las repúblicas de Donetsk y Lugansk. NO se trata que aplaudan a Putin, pero ¿para qué tanto servilismo con los yanquis?”.

Es curiosa esta “preocupación” por el nazismo en Ucrania, teniendo en cuenta que el presidente Volodímir Zelenski es judío y su familia fue diezmada por el Holocausto. ¿Qué tenía el Kremlin en mente al bombardear esta semana en Kiev las inmediaciones del Centro Conmemorativo del Holocausto de Babyn Yar, donde decenas de miles de judíos fueron obligados a dejar sus ropas antes de ser ejecutados en fosas comunes por los nazis durante dos días en la Segunda Guerra Mundial?

Ucrania es de lejos el país menos antisemita de la región, según un estudio del Pew Research Center de 2016. ¿Putin va a salvar a los judíos de Ucrania? En Rusia el antisemitismo es un 10% superior y los fans de Hitler no escasean.
La caída de la máscara del dictador ruso va aparejada con un fenómeno inesperado: la unión europea de la Unión Europea, que por una vez ha abandonado el latiguillo del “very concerned” que reflejaba la vergonzosa impotencia a la hora de actuar debido a los intereses divergentes de sus miembros. La decisión de enfrentarse a Putin y lo que representa con armamento, sanciones económicas que se sintieron de inmediato y el aislamiento efectivo del jefe del Kremlin le han dado un vigor político y una razón de ser al bloque europeo que no había recuperado desde su creación. Y esto, para la democracia liberal, es una excelente noticia.

 

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Alejo Schapire

Es periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Es autor de La traición progresista (Libros del Zorzal/Edhasa, 2019).

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