Estos días leí y releí, incrédulo, el artículo en el que el ex secretario de Comercio del presidente Raúl Alfonsín, Ricardo Campero, expresa las impresiones –casi todas negativas– que le generó Diario de una temporada en el quinto piso, el libro de Juan Carlos Torre sobre su propia experiencia como miembro del equipo económico de Juan Vital Sourrouille.
Disfruté mucho de la lectura del libro de Torre y no encontré nada malo ni malicioso en él. Pero, conociendo a los radicales, sospechaba que, tarde o temprano, se alzarían –con todo derecho– voces indignadas ante la sinceridad que empapa al libro. Y apareció Campero. Se deduce que no comparto sus planteos ni sus reclamos. Me gustaría explicar brevemente por qué.
El ex secretario de Comercio comienza diciendo que el libro de Torre “es injusto con el radicalismo y con el propio Alfonsín, en parte porque tiene una visión de laboratorio que ignora las complejidades políticas de la época” y no puedo estar más en desacuerdo con esta idea. En primer lugar, el texto no pretende ser justo: el libro de Torre busca mostrar cómo era hacer política económica en la transición democrática. No es su función ser una oda a la figura del presidente Alfonsín ni hacer una reconstrucción histórica de los hechos. Pretender eso es no haber entendido la particularidad de esta obra. Por otro lado, considero peligroso introducir valoraciones como “justo” o “injusto” al describir testimonios y experiencias ajenas porque uno podría sospechar que se pretende que se oculten ciertos aspectos con el propósito de hacerle justicia a determinado personaje. ¿Para no ensombrecer la obra restauradora del radicalismo se deben silenciar las oscuridades y errores de aquella gestión? ¿Marcar que hubo serias interferencias del partido radical que atentaron contra la efectividad de la política económica implica desconocer lo valioso que fue el denominado Juicio a las Juntas? ¿Recordar que la inflación interanual a julio de 1989 era del 3612% significa que uno no reconoce la honorable labor de la CONADEP? Yo sugeriría no mezclar peras con tornillos.
¿Para no ensombrecer la obra restauradora del radicalismo se deben silenciar las oscuridades y errores de aquella gestión?
En segundo lugar, si algo hace Torre –posiblemente debido a su propia formación académica y a su especialización en el estudio del sindicalismo argentino– es considerar y analizar, in situ, a las medidas en política económica en relación con los intereses y capacidad de presión de distintos actores (militares, sindicatos, oposición, industriales, ruralistas, partido radical). Es esa, justamente, una de las grandes virtudes de esta obra: cuenta en tiempo presente el día a día de la gestión y la analiza ubicándola en su contexto, considerando “las complejidades políticas de la época” y, en numerosas oportunidades, adelantándose a los posibles efectos de algunas medidas. Por eso no sólo es un diario que enumera acontecimientos. Es un relato de hechos, sensaciones y análisis “sobre la marcha”.
Por otro lado, y esto excede al texto de Campero, me animo a decir que el partido radical tiene un serio problema con la figura de Alfonsín, especialmente a partir de la muerte del ex presidente. Lo ha convertido en su vaca sagrada, su objeto de culto y adoración, padre único de la democracia, estadista, líder infalible. Hasta llegar al extremo de entronizar a su hijo, Ricardito, vestido en los trajes de su papá e impostando su voz. Aparentemente, Raúl Alfonsín sólo puede ser elogiado. Cualquier crítica a su figura es una herejía. Y Juan Carlos Torre, que es un académico y no un sacerdote, no está para adorar sino para mostrar, para contar, para analizar, para explicar.
Los muchachos coordinados
Ricardo Campero acusa al “equipo” de Sourrouille de funcionar como una “secta”. Me llamó la atención –o tal vez no, porque la mente humana tiene caminos asombrosos y la psicología nos ayuda a comprender algunos de ellos– el término elegido porque dudo que algún otro espacio de los que componían el alfonsinismo actuase de modo más sectario que la Junta Coordinadora Nacional (JCN), de la que el propio Campero fue parte desde fines de los ’60. Sorprende leer a alguien formado en aquella orga juvenil, escandalizarse por el comportamiento aparentemente sectario y soberbio de otros. Son justamente los mismos calificativos que usaban balbinistas y viejos alfonsinistas para describir a los jóvenes de la JCN.
Sabemos que la Coordinadora funcionaba como un espacio cerrado, impermeable, regido por el centralismo democrático, dispuesto a avanzar sobre el organigrama partidario y estatal a toda costa. Era tal la ambición de sus miembros que el espacio terminó balcanizado. Un error muy común entre los analistas de los ’80 era considerar a la Coordinadora como la juventud del alfonsinismo. Y no era así. Los coordinadores conformaban un espacio aparte, que inicia sus relaciones con Alfonsín a partir de 1972 durante la primera interna contra Ricardo Balbín, pero se negaron constantemente a ser absorbidos por Renovación y Cambio. Aquellos dos dirigentes juveniles más predispuestos a poner a la organización bajo el mando de Alfonsín fueron quienes, tal vez por su misma mansedumbre, mejor relación tuvieron con este último y más lejos llegaron en la pirámide partidaria. Se trata de Leopoldo Moreau y de Enrique Nosiglia. Los más reticentes, Federico Storani y el Changui Cáceres, debieron conformarse con espacios más alejados del centro del poder.
Más allá de la Coordinadora, el partido radical es aún hoy muy cerrado ante quienes no vienen del “palo”. En ese sentido, el radicalismo es tautológico: para ser radical, hay que haber sido radical. Eso lo puede saber cualquier persona que alguna vez haya pisado un comité. Quien comparte apellido con algún viejo afiliado o con alguien que fue concejal hace sesenta años, ya es observado y tratado de otro modo.
Para ser candidato de la UCR en territorio bonaerense en las PASO del año pasado, a Facundo Manes le bastó con contar que de chico lo llevaban al comité de su pueblo a comer empanadas y a tomar gaseosa. El radicalismo se mama en la primera infancia. Como Torre, Sourrouille y compañía no se habían criado entre fichas de afiliación ni correteando alrededor de un busto de Hipólito Yrigoyen, jamás iban a poder ser “pares”. Eran outsiders, tecnócratas, colaboradores, no eran –ni serían jamás– “hombres del partido”. El radicalismo no acepta conversos.
Por ello existen dinastías en el radicalismo: los Storani, los Alfonsín, los Nosiglia, los Balbín.
Por ello existen dinastías en el radicalismo: los Storani, los Alfonsín, los Nosiglia, los Balbín. Familias que desde hace 60 o 70 años vienen marcando el ritmo del partido. Lo mismo que uno observa a nivel nacional se replica en las provincias, ciudades y pueblos del interior. Creo que el peronismo, en eso, es más abierto, más horizontal y más plural.
Torre afirma en el libro haber sentido en carne propia esta discriminación por no venir del radicalismo. El equipo económico era caracterizado por los correligionarios como un ente que, al no venir de la UCR, no lograba sintonizar con las demandas populares. Se filtraba ahí ese tufillo mesiánico tan impregnado en la genética radical, esa idea de ser ellos mismos los únicos intérpretes del pueblo, idea que viene desde la época de Hipólito Yrigoyen. El peronismo les quitó esa bandera en la década de los cuarenta pero los radicales llevan ochenta años tratando de acomodarse, sin éxito, a la nueva realidad. Como reza el tango: “El dolor de ya no ser”.
Constantemente Sourrouille y equipo debían dar explicaciones sobre la política económica a gente cuyo único mérito había sido repartir la boleta de Alfonsín en las internas de 1972 contra Balbín, pero no sabía siquiera lo que es una curva de demanda. La intromisión permanente de aquellos hombres de comité atentó contra la coherencia del Plan Austral. Ocurre que la formación de la mayoría de los hombres del radicalismo que alimentaron el organigrama estatal a partir de 1983 era, aunque Campero no coincida, pobre. ¿La de los cuadros que tenía el PJ o el PI era mejor? No lo sé. Tal vez no. La que ganó la elección fue la UCR y sólo de eso podemos hablar.
Lo contrario a la meritocracia
¿Cuál era el mérito del médico Conrado Storani para ser Secretario de Energía? ¿O el del médico Aníbal Reinaldo para ser titular del Banco Hipotecario? Hoy nos escandaliza, y con razón, que la politóloga Malena Massa esté al frente de AySA. ¿Aquello era mejor?
De hecho, Torre menciona que parte del problema que hubo en 1984 y 1985 en las negociaciones por la deuda externa se debía a las deficientes habilidades por parte de los cuadros de la UCR que entraron al Ministerio de Hacienda, incapaces de procesar datos correctamente. ¿Su único mérito para haber ingresado a la planta de empleados del estado? Ser radicales. Creo, puedo equivocarme, que los mejores ministros del gabinete de Alfonsín no venían del radicalismo. Me refiero a Dante Caputo y a Juan Vital Sourrouille. Aportaron aires frescos y profesionalismo a gobiernos radicales no acostumbrados a ninguna de las dos cosas.
Campero se ofende por la descalificación de Torre hacia “líderes de la UCR que llegaron al Gobierno luego de una lucha muy dura contra las dictaduras”. ¿Haber sido opositores al régimen militar -no todos los miembros de la UCR lo fueron, hubo quienes la pasaron muy mal pero recordemos también que el radicalismo aportó 310 intendentes al gobierno de Jorge Rafael Videla- impide que su obra de gobierno sea analizada y criticada? ¿Los mártires de ayer justifican a los pecadores de hoy?
Un Estado que juntaba monedas para poder pagar a los bancos acreedores quería fundar una nueva capital.
Torre muestra el pensamiento mágico del propio Alfonsín y de varios miembros del partido radical que creían que se podían congelar precios pero subiendo quince puntitos los salarios por acá, otros diez puntitos por allá, transfiriéndole cientos de millones de dólares a las empresas públicas para subsidiar su déficit estructural. Puro voluntarismo. Campero reprocha al equipo económico “no haber ido más allá de lo fiscal y monetario” y haberse opuesto al traslado de la capital a Viedma (operativo valuado en dos mil millones de dólares). ¿De dónde iba a salir ese dinero? ¿Tenían (y tienen) conciencia de las restricciones? Un Estado que juntaba monedas para poder pagar a los bancos acreedores quería fundar una nueva capital. ¿Con qué fondos? ¿Para qué?
Me interesa señalar mi desconcierto ante el siguiente reclamo: “era inherente a «el equipo» la subestimación de la economía real. Una de las debilidades del Plan Austral fue no darle la dimensión que requieren estos frentes con sus políticas particulares, lo que subraya su perspectiva: así fue más un plan de estabilización que de reformas más amplias”. Uno no puede sino remarcar que quienes se opusieron a esas “reformas más amplias” fueron, justamente, no los miembros del gabinete económico sino las máximas autoridades del radicalismo, quienes –bajo el pretexto de la soberanía– se negaban a perder los privilegios de conducir las grandes empresas públicas, firmas que eran deficitarias y un gran lastre sobre el tesoro. Simultáneamente, desde la propia Juventud Radical conducida por Carlos Raimundi, se condenaba la política económica del gobierno a la que se consideraba al servicio de los grandes centros financieros internacionales a la vez que jóvenes radicales incendiaban muñecos de Uncle Sam en momentos en que se necesitaba el apoyo del gobierno estadounidense en las negociaciones con el FMI. Simultáneamente, hombres de confianza del presidente operaban en las sombras para lograr la renuncia de Sourrouille, especialmente a partir del año 1987. El colmo fue un obtuso Eduardo Angeloz reclamando públicamente la renuncia del ministro pocas semanas antes de los comicios de mayo de 1989. Dudo que fuese sencillo hacer política económica con semejantes apoyos dentro del propio gobierno.
El texto de Torre me parece una excelente obra para aquellos interesados en la historia económica argentina.
Cabe señalar que gran parte de la deuda externa tomada en los diez años previos había sido destinada a financiar aquellas empresas que el radicalismo, en honor a sus tradiciones, se negaba a modernizar o privatizar. Hay abundantes referencias y datos al respecto en el libro. Aquel que más llamó mi atención fue el intento de reducir parte del déficit modificando la ley de Compre Nacional, norma que era aprovechada por los industriales argentinos para obtener márgenes abusivos en sus contratos como proveedores del estado. Allí se observa que desde Economía se debió luchar contra los intereses de empresarios prebendarios, y de algunos periodistas a su servicio, pero también contra un partido cuyos líderes se negaban a perder los beneficios de administrar aquellos elefantes blancos.
Por último, aun cuando Campero no esté de acuerdo, quiero señalar que el texto de Torre me parece una excelente obra para aquellos interesados en la historia económica argentina. A mí, al menos, me sirvió para conocer y entender mejor cómo es el complejo proceso de toma de decisiones, la multiplicidad de factores a tener en cuenta, la relación entre economía y política, entre muchas otras cuestiones. Celebro la valentía y la generosidad del autor. Valentía en desnudarse frente a todos, mostrando dudas, flaquezas y grandezas del Juan Carlos Torre ciudadano a partir de 1982. Y generosidad al legar a las nuevas generaciones testimonios clave que nos muestran cómo es hacer política económica en esta sociedad conflictiva. Le estoy agradecido.
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