JOLLY
Domingo

El otro yo de
Emmanuel Carrère

En su último libro, 'Yoga', el escritor francés le da una vuelta de tuerca a su obra y ya no sólo es sujeto narrador sino también el objeto de la narración.

La honestidad no convierte un libro autobiográfico en interesante ni atractivo. Tampoco la transparencia. En sí mismo este par de la buena conciencia no basta para dar una obra literaria de valor, y su búsqueda en un libro por parte del lector sólo puede ser el resultado de un malentendido, o de un anhelo de verdad que quizás al no estar satisfecho en su vida le pide a la literatura. Mucho menos alcanza cuando la novela autobiográfica lleva la firma de Emmanuel Carrère, un escritor que a sus 63 años transitó por un amplio espectro de la ficción: el gótico de Bravura en 1984, dos años más tarde la literatura pánica de El bigote, y en 1995 la extrañeza opresiva de Una semana en la nieve, una especie de policial. Con El adversario, en 2000, Carrère realiza un giro sustancial: en adelante no subrogará a la persona narrativa, no hará suplantar su voz.

Será él, en nombre propio, quien asumirá la narración de sus obras posteriores. Es entonces cuando se produce este deslizamiento desde la ficción cerrada, concertada, en la que rige el dominio de lo verosímil, hacia otro registro de la ficción, aquel en el cual no hay subrogación y el autor, sin delegación ni máscara, narra. Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2011), Limonov (2012), y El reino (2014) están escritas en este otro registro que llamaremos “autoficción”: el autor pone en intriga acontecimientos y personas de su propia vida, si bien él mismo no es único protagonista. El recurso a la autoficción en estas obras de Carrère hace las veces de marco de enunciación a partir del cual construye el relato. Así, en la autoficción, el lector asiste al momento en que el autor convierte la realidad caótica, desordenada, e incluso amenazante, en una narración. No cabe, por lo tanto, hablar de honestidad, ni de transparencia, menos aún de verdad. Desde el momento en que se activa la ilusión referencial, lo real figurado en la ficción adquiere otro estatuto.

Vemos con esto que la escritura del yo lejos está de eso que llamamos lo real, o la verdad, porque quienes están involucrados pueden llegar a dudar hasta de su propia consistencia.

Yoga, su último libro, publicado en Francia el 27 de agosto de 2020, y en español el 24 de febrero de 2021, viene a cambiar las reglas del juego, o a ajustarlas, porque en este caso sí Emmanuel Carrère es sujeto y objeto exclusivo de la narración, al punto que su salida, a raíz del divorcio del autor, se vio rodeada de episodios en los cuales resulta complejo distinguir entre ficción y realidad. Su exmujer, Hélène Devynck, acusada de ser la causante de las “elipsis narrativas” de la novela, lo cuenta así en la revista Vanity Fair: “Durante los años en que vivimos juntos, Emmanuel podía usar mis palabras, mis ideas, sumergirse en mis duelos, mis penas, mi sexualidad: era algo amoroso y el trabajo que él solicitaba en sus libros me aseguraba que mi persona estaba representada de una manera que nos funcionaba a los dos. Nuestro divorcio, en marzo pasado, barajó las cartas de nuevo. Hubo un acuerdo que se materializó en un compromiso largamente madurado: yo podía estar segura de que no sería más escrita por él contra mi voluntad mientras durase su propiedad literaria y artística”. Es impactante leer a esta mujer que habría sido literalmente vampirizada por su marido escritor, y se refiere a sí misma tanto en su condición de persona como en la de personaje: sólo le pide que no la escriba más.

Vemos con esto que la escritura del yo lejos está de eso que llamamos lo real, o la verdad, porque quienes están involucrados pueden llegar a dudar hasta de su propia consistencia. La autoficción muestra con claridad el poder que tiene la literatura de afectar, modificar y alterar lo real. Muy probablemente sea esto lo que genera incomodidad en el lector, que siente que le mueven el piso, y para que no se desmoronen sus nociones de realidad y verdad, conserva la ilusión de leer en la novela autobiográfica la vida misma.

Carrère contribuye con esta intención, cuando afirma que su convicción respecto del tipo de literatura que practica es que se trata del “lugar en el que no se miente”. Con esto se refiere al “imperativo absoluto”, el único al que se atiene en su escritura, el de no ser hipócrita. Yoga, a partir de la solicitud de su exmujer que ya no desea formar parte de ninguno de sus universos, ni el de ficción ni el real, tuvo que ser expurgada de todo cuanto la atañe. Acá, el autor no se puede complacer en sostener que “todo es verdadero”; debe mentir por omisión, rellenar huecos, producir saltos. No es difícil reconocer en esta advertencia una confesión válida también para sus obras anteriores.

La literatura del yo

Al mes de su publicación, la editorial P.O.L declara haber vendido 170.000 ejemplares de Yoga, y los comentarios pronto se hacen oír. Los ánimos están divididos también entre los lectores argentinos. Un variado abanico de comentarios recorre los extremos que van de “la abandoné en la página 20”, “no pasa nada”, “me costó un triunfo terminarla” a “me impactó”, “es lo más fuerte que leí”, “sin duda, su mejor libro”. Tan hiperbólicas unas como otras, estas apreciaciones y la gama más moderada, “no está mal, se deja leer”, merecen la atención de aquel que se proponga entender, más allá de la recepción de Yoga en particular, el fenómeno literario que ya tiene algunas décadas de precedencia sobre otros: la literatura del yo. Dentro de él, junto con Carrère, ubicamos a los autores de lengua francesa Marguerite Duras, Serge Doubrovsky, Delphine de Vigan, Édouard Louis, Christine Angot y Annie Ernaux, al noruego Karl Ove Knausgaård, a los norteamericanos Daniel Mendelsohn, Vivian Gornick y Joan Didion, y a la italiana Natalia Ginzburg, por nombrar tan sólo a algunos.

Los términos abundan y las definiciones parecen fallar, nunca ser del todo precisas: literatura de no-ficción en primera persona, autoficción, testimonio, escritura del yo, autobiografía, ensayo personal, memorias. Los lectores tal vez les pedimos a los escritores que nos hagan descansar de sí mismos ofreciéndonos ficciones poderosas, porque nosotros también tenemos un yo que nos agobia y la literatura es siempre el terreno de la evasión y de la exploración de mundos alternativos. Pero al mismo tiempo sabemos que toda literatura es literatura del yo. No hay literatura sin yo. Los primeros románticos alemanes lo advirtieron, y en esto consiste en gran medida la ironía romántica: “Lo mejor en las mejores novelas no es otra cosa que una confesión de sí mismo, más o menos velada del autor, el resultado de su experiencia, la quintaesencia de su particularidad”, escribe Friedrich Schlegel en “Carta sobre la novela”, una de las secciones de Conversación sobre la poesía, de 1800. Como contraparte de este principio, las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau son, según Schlegel, “una novela sumamente lograda”.

Este yo puede ser disfrazado, delegado, subrogado, borrado incluso, pero es condición de necesidad para que haya literatura.

Este yo puede ser disfrazado, delegado, subrogado, borrado incluso, pero es condición de necesidad para que haya literatura. Lo que hace la escritura del yo es simplemente volvernos patente este hecho y muchas veces, también, convertirlo en tema de reflexión dentro de la propia obra.

Por eso tenemos que encarar el asunto con paciencia, en vez de despachar con fastidio todo libro escrito en primera persona del singular. El interés manifiesto por este tipo de literatura puede fecharse en torno a la década de 1980. Probablemente se le deba a la posmodernidad literaria una emancipación tanto del formalismo del nouveau roman como de las exigencias de intrigas cerradas, consonantes y verosímiles, heredadas de la novela decimonónica. Con todo, este giro supone algo más radical, tanto en un nivel antropológico como metafísico: una nueva conciencia de sí busca un terreno de escritura en el cual explorarse y darse sentido. Acaso es la renuncia a la idea de héroe, carácter, personaje. Si, como dice Paul Ricœur, en un primer momento el personaje se comió la intriga y prevaleció por encima de ella, acaso en torno a los ’80 se comienza a adquirir la idea de que el yo del escritor, sujeto y objeto a la vez de la escritura, puede condensar intriga y personaje, o tal vez fagocitarlos. En el segundo volumen de Tiempo y narración, publicado en 1984, Ricœur se pregunta si “la intriga no está desapareciendo del horizonte literario, a la vez que se borran los contornos mismos de la distinción más fundamental, la de la composición mimética”.

Son, por cierto, efectos de la deconstrucción; como expresa el narrador francés Serge Doubrovsky, se trata de pasar del “lenguaje de las aventuras” a las “aventuras del lenguaje”, encarnado en un yo que se asume como existente en la escritura. Doubrovsky es quien acuña el término de “autoficción” en su novela de 1977 Fils (en español, Hilos/Hijos) como una superación del nouveau roman que busca un tipo de figuración entre el realismo y la abstracción formalista. La autoficción se plantea como un retorno a la función narrativa de la novela, que debe contar una historia, cuyo objeto es el yo del autor. En la definición de Doubrovsky, es una ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales. “¿Autobiografía? No, este es un privilegio reservado a los importantes de este mundo, en el crepúsculo de su vida, y en un bello estilo”. Si la autoficción posee elementos autobiográficos, no por eso es una autobiografía, porque en esta el yo se da como algo completo y acabado, mientras que en la primera el yo se va constituyendo por medio de la escritura, como si naciera de la espuma de las palabras.

Autoficción

El filósofo francés Georges Gusdorf dedicó gran parte de su trabajo de reflexión a las escrituras del yo. En 1991 publicó dos importantes volúmenes, donde retoma un desarrollo iniciado en 1956. Observa el modo en el cual los escritores contemporáneos se vuelcan a este tipo de escritura, y traza sus orígenes desde una perspectiva no solamente histórica y epistemológica, sino también antropológica. Gusdorf insiste con la idea de que la escritura de autobiografías, diarios íntimos, memorias, confesiones, testimonios, es una empresa que supone la intención de poner en limpio la propia existencia, reducida a lo esencial. No se trata de una transcripción de una situación espiritual existente, sino que la escritura interviene como un factor dinámico en la evolución de la realidad mental. “La interrogación acerca de la identidad –explica Gusdorf– contribuye a la constitución de la identidad, gracias a la búsqueda y al recuerdo de las experiencias de vida”. Se produce entonces una mutación de sentido en el presente, que va a su vez a modificar la percepción del pasado. Por este motivo, la exactitud y el rigor que controlan la organización de las realidades del mundo exterior no se pueden trasponer en la interpretación de las vicisitudes propias en relación con uno mismo. “La vida personal no se deja tomar la palabra; no es prisionera del discurso, sea cual sea, que pretenda representarla”. De ahí que resulte ingenuo o inadecuado el propósito del lector que busca la verdad en un escrito autobiográfico.

Mientras tanto, Carrère mismo declara estar harto de la autobiografía. Yoga es una novela, una novela de no-ficción, una novela de no-ficción autobiográfica. Yoga es, en sentido estricto, como ya vimos, una autoficción y, en tanto tal, pone al descubierto su propio proceso de escritura en la voz de la persona narrativa del autor que exhibe de manera descarnada sus dificultades en todos los planos de la vida y, particularmente, en el de la creación.

En esta novela, Carrère sostiene que el interés de escribir libros se funda en dos razones, saber cómo es ser otro y descubrir cómo es ser uno mismo, y reconoce que él se ocupa, acaso demasiado, de lo que es ser él mismo. Al oponer estas dos razones en vez de comprenderlas en un sentido complementario, Carrère anula la vía tradicional de la ficción a través de la cual el escritor, en su afán de investigar acerca de sí mismo por ser el ejemplar más próximo de criatura humana que tiene a disposición para estudiar y analizar, distribuye los rasgos de su carácter, su comportamiento, su actitud hacia el mundo, sus sueños, sus hallazgos, sus fracasos, en diversos personajes cuyos enfrentamientos y alianzas van anudando la trama del relato.

Uno de los problemas que se le plantean al lector es el modo en que solicita su atención un libro como Yoga. El título promete un tema, con el que cumple en la primera parte, pero a continuación el relato se extiende en una deriva carente tanto de dirección como de forma, a lo largo de otras cuatro partes. Carrère se autoriza en Michel de Montaigne, citando un fragmento del célebre capítulo 6 del Libro II de los Ensayos, donde el filósofo explica en qué modo la escritura acerca de sí es una preparación para enfrentar la muerte. Como explica Gusdorf, Montaigne es uno de los pioneros de la exploración del espacio interior, que ya destacaba la inconstancia y la inconsistencia de la conciencia de sí. Carrère, al situarse dentro de su linaje, justifica la desconexión entre los temas de su novela, los saltos, las yuxtaposiciones, las repeticiones, los huecos. No pocos lectores probablemente tengamos la impresión de que Yoga hubiera ganado fuerza de haber sido una colección de ensayos independientes, por más relación que existiese entre unos y otros, en vez de haberlos reunido en una única narración que no se sostiene a sí misma más que por el yo sujeto y objeto.

En las novelas de Carrère, lo real es a veces demasiado real, porque es figurado como una intrusión que se produce siempre con violencia.

En efecto, la solución de continuidad entre estas partes o capítulos, así como también entre las secciones que los componen, es tal que el lector debe hacer un esfuerzo enorme por focalizarse en la construcción de propósito del autor. Es cierto que este asegura la unión de los elementos heteróclitos mediante un yo garante de cohesión. Sin embargo, esto no alcanza, porque los pedazos dispersos no son recuperados en una estructura superior que los organice, y el lector, con razón, puede sentirse desbordado, ansioso o desconcertado en la espera de lograr componer una totalidad. Desde ya que no es obligación de ningún autor ser complaciente u obsecuente con su lector. El lector también trabaja en la construcción de sentido. Con todo, el yo del autor, sea ficcional, autoficcional o autobiográfico, no debe avasallar con su ego al lector, a menos que el esfuerzo por sostenerlo reciba una gran recompensa, la de una experiencia estética transformadora.

En las novelas de Carrère, lo real es a veces demasiado real, porque es figurado como una intrusión que se produce siempre con violencia. El esquema de las partes de Yoga contribuye con esta idea que recorre toda su obra. “Mi vida –escribe– que yo creía tan armoniosa, tan bien fortificada, tan propicia a la escritura de un ensayo sonriente y sutil sobre el yoga, corría en realidad hacia el desastre, y este desastre no vino de circunstancias exteriores, cáncer, tsunami o hermanos Kouachi que sin avisar dan una patada a la puerta y ejecutan a todos con una kalashnikov. No, vino de mí. Vino de esta poderosa tendencia a la autodestrucción de la que presuntuosamente me creía curado y que se desencadenó como nunca y me echó para siempre de mi espacio cerrado.”

Quien ya leyó a Emmanuel Carrère sabe que después de la calma del “inspirar-exhalar” no viene nada bueno. El retiro de yoga en el Morvan es el equivalente en esta novela de la escena en la cual en Una semana en la nieve el protagonista comparte con sus compañeros de clase, en una cabaña, una sesión de relajación guiada por la voz del coordinador. No es un buen presagio y, sin embargo, nos dejamos llevar al igual que él por las indicaciones de quienes orientan el ejercicio y la meditación. Sucumbimos a la escansión de sus palabras, penetramos en los orificios de su narración, confiando en la plenitud que nuestra presencia de espíritu le da a un relato que, al mismo tiempo, no sabemos adónde nos lleva y, a la vez, que ese lugar no nos reserva calma ni bienestar. Inspiramos, exhalamos, con la atención puesta en la perplejidad que nos plantea este narrador afable, dispuesto a brindarnos a nosotros, sus lectores, los rudimentos de la ciencia ancestral del yoga y de la meditación. El yoga, dice Carrère, significa para él un modo de acceso a lo real, entendido como un presente pleno, en el que hacemos lo que estamos haciendo sin juzgar el pasado ni proyectar el futuro, es decir, sin temor de que lo real nos tome por asalto. Ir a su encuentro es evitar la intrusión sorpresiva.

Pero el afuera reclama, siempre, y si no le presta la debida atención, se vuelve denso y amenazante, y termina irrumpiendo en el frágil intento de reencuentro consigo mismo. En Yoga el afuera, sostenido en tanto tal a fuerza de ejercicios y meditación, irrumpe indefectiblemente bajo la forma de una profunda depresión, diagnosticada como bipolaridad de tipo 2. La idea de tomar por asalto lo real, que consta en la declaración de intenciones de Carrère, es sobre todo un desafío que le lanza desde la escritura para no quedar rezagado, para evitar la sorpresa, para adelantarse y no dejarse ganar. Pero lo real es experimentado como traicionero e insidioso. Yoga pone en juego lo que la escritura es para Carrère haciéndola estallar, astillar, fragmentar, y lo que hasta el momento a nuestros ojos era un logro de maestría narrativa sostenido desde sus primeras publicaciones, por parte de un escritor dueño de una lengua que domina a voluntad, resultó ser una batalla de años, de toda una vida, contra ese real que lo amenazaba como sufrimiento mental, y que aparece ya en El bigote y, sobre todo, en Una semana en la nieve, acaso su novela más autobiográfica de todas, descubrimos a la luz de Yoga.

Las últimas palabras de la novela revelan un nuevo triunfo, breve y modesto, sobre el caos y la realidad: “Ese día estoy plenamente feliz de estar vivo”.

 

 

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Valeria Castelló-Joubert

Doctora en Letras, profesora, investigadora, traductora, coordina talleres de lectura en la Red de Bibliotecas de la ciudad de Buenos Aires.

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