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Podría, como muchos, empezar con una lista de asuntos en los que disentía profundamente con Charlie Kirk, pero es irrelevante. Nunca fue el punto central si las caricaturas de Charlie Hebdo eran graciosas o si Los versos satánicos, de Salman Rushdie, alcanzaban los picos de la gran literatura. En cada caso, lo que está en entredicho es la libertad de expresión.
La ejecución de un hombre dedicado a debatir leal y civilizadamente con cualquiera que se le parara enfrente no es un hecho policial; es un asesinato político que revela el estado de la conversación pública en Estados Unidos y, por mímesis de un mundo globalizado y digitalizado, en las sociedades abiertas. Es además un acto terrorista, puesto que busca incidir en la política a través del miedo causado por la violencia armada. Otros influencers de derecha, como Ben Shapiro, pero también en Reino Unido, Francia o España, están reevaluando su seguridad y se preguntan si serán el próximo blanco.
La eliminación premeditada ocurrida en una universidad, el lugar por excelencia para confrontar ideas, no puede ser más simbólica. Charles Kirk era lo que hasta hace no tanto llamábamos un conservador estadounidense de toda la vida. No pertenecía a los márgenes más extremos de MAGA, era un republicano mainstream: cristiano y nacionalista asumido, contrario al aborto, a favor de la portación de armas y en contra de la inmigración masiva. Sin embargo, estas opiniones, como la de que sólo hay dos sexos, lo convertían hoy en un “fascista”, “aprendiz de Hitler” que había generado un “clima de odio” y muerto en su ley. “Karma”, como repiten por ahí: asesinado por un disparo posible por el fácil acceso a las armas garantizado por la Segunda Enmienda. Faltó decir que se lo había buscado por llevar minifalda. BlueSky, la red de la inclusión, la diversidad y la tolerancia, se convirtió en un torrente cloacal que celebraba la sangrienta muerte de un padre de 31 años abatido delante de su esposa, sus dos pequeños hijos y 3.000 asistentes.
Muchas mentiras circularon sobre él con ediciones maliciosas de videos y citas truncadas para presentarlo como racista y homofóbico.
Desde el miércoles, muchas mentiras circularon sobre él con ediciones maliciosas de videos y citas truncadas para presentarlo como racista y homofóbico. En base a esta desinformación, Stephen King, entre otros, lo acusó de estar a favor de lapidar a los homosexuales a partir de un recorte deshonesto de un debate. El escritor terminó reconociendo su error, pidiendo perdón y borrando su tuit. Entretanto, el analista político Matthew Dowd del canal de cable de izquierda MSNBC fue echado por afirmar que “los pensamientos de odio conducen a palabras de odio, que a su vez conducen a acciones de odio”. Fue justamente éste el argumento del asesino, Tyler Robinson. Familiares del joven de 22 años dijeron a la policía que durante una agitada comida, antes de matar al activista e influencer, afirmó: “Kirk está lleno de odio y disemina odio”.
Esto lo relató el gobernador de Utah, Spencer Cox, durante una conferencia de prensa en la que agregó que, en las vainas de las balas dejadas por el asesino, podía leerse, entre otras cosas: “Eh, fascista, ¡atajá esto!” o “Bella ciao, bella ciao”, el canto de los campesinos antifascistas contra el régimen de Mussolini. También “Flecha, flecha, flecha”, símbolo del movimiento Antifa.
Prove me wrong
La paradoja es que Charlie Kirk, el acusado de “fascismo”, había incurrido en un activismo que representaba todo lo contrario. Se había hecho famoso por estar solo, delante de un público hostil en los campus, invitando sinceramente al diálogo a cientos de estudiantes progresistas con un cartel: “Prove me I’m wrong” (Demostrame que estoy equivocado). Con respeto y sencillez, rebatía los principales argumentos de los jóvenes universitarios que llegaban con sus apuntes para defender su visión del mundo. Su talento como orador y polemista deconstruía a sus adversarios que, yendo de a uno, se paraban frente al micrófono para exponer su punto de vista. El propio Kirk callaba a sus simpatizantes cuando trataban de interrumpir a su contradictor. Su iniciativa era la esencia misma de la democracia, discutir de buena fe con quien piensa distinto sin que te cueste la vida. ¿Cuál es la alternativa a esto, si no la guerra civil?
Pero en el mundo del revés, el fascista es el que busca debatir y el antifascista el que busca por todos los métodos –de la cancelación a la violencia física– acallar al que “piensa mal”.
De manera individual, y no a través de la intimidación de grupo, Kirk fue persuadiendo a una audiencia juvenil cada vez más numerosa que empezó a politizarse después de décadas de hegemonía cultural progresista. Para callarlo, fue necesario aplicarle primero el reductio ad Hitlerum, nazificarlo, práctica sectaria común del wokismo. Esta etapa hizo aceptable la ejecución, que fue significativamente en la universidad, eso que se suponía que era el “gimnasio de la mente” pero se había transformado en una burbuja ideológica alérgica a la contradicción y acostumbrado al deplatforming, impedir que el adversario se exprese en público.
En gran medida, era esta falta de ejercicio de confrontar ideas y la monocultura imperante lo que hacía de sus adversarios rivales tan débiles.
En gran medida, era esta falta de ejercicio de confrontar ideas y la monocultura imperante lo que hacía de sus adversarios rivales tan débiles. Kirk no era un intelectual de alto vuelo, sino alguien armado de sentido común que había memorizado datos sobre temas clave para echar por tierra las certezas de quienes estaban acostumbrados a una sola campana. El ping-pong de sus debates cobró un estado viral en redes sociales y desacomplejó a una juventud acostumbrada a bajar la cabeza. Muchos de quienes votaron a Trump fueron seducidos por esa retórica tallada para redes sociales, una espontaneidad que rompía, usando la razón, los dogmas de la nueva izquierda.
Busqué en las afirmaciones más escandalosas que se le atribuyen y, a menos que se me haya pasado alguna, no encontré ninguna declaración y menos aún un acto que sitúe a Kirk en el espectro nazi. Pero viniendo la acusación de quienes ven nazis por todas partes menos entre quienes se dedican a matar a los judíos por ser judíos, no es de extrañar. Si fue necesario nazificarlo era porque con el nazi no se debate, se lo elimina. Kirk no creía que hubiese más de dos géneros, una opinión que hasta hace 15 años era absolutamente hegemónica y al día de hoy sigue siendo muy mayoritaria en el planeta. Pero para el wokismo, como he escuchado en estos días, si alguien niega que puedas ser otra cosa que hombre o mujer y te autopercibís de otra categoría que define tu existencia, su opinión representa una amenaza vital, lo que convertía a Kirk en alguien que buscaba tu desaparición. Convertido por este silogismo en un asesino, su asesinato se vuelve legítimo.
Para terminar, existe un malentendido, llamado “la falacia de Weimar”. Consiste en decir que si en la Alemania previa al Tercer Reich no se hubiera permitido la libertad de expresión o la actividad política de los nazis, Hitler jamás habría llegado al poder. O que la apertura política y liberal de la República de Weimar fue la causa del ascenso nazi. En realidad, Weimar sí tenía una robusta legislación contra los discursos de odio y la propaganda nazi, que los ponía tras las rejas y cerraba sus publicaciones y frecuencias de radio. De hecho, los nazis instrumentalizaron los intentos para sofocar su expresión. Primero para victimizarse y, una vez en el poder, censurar; después de todo, ¿no era acaso una práctica institucional que habían heredado? Tratar de impedir que difundieran su veneno no sólo fue ineficaz, fue contraproducente. Una mala idea sólo se mata con una idea mejor. La discusión no es violencia; el silencio, como se decía durante el auge de Black Lives Matter, no es violencia. Violencia es pegarle un tiro a alguien porque no te gusta lo que dice.
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