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Cuando éramos chicos, los documentales de Jacques Cousteau nos fascinaban a casi todos. Varios de mis compañeros en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de La Plata, a principios de los ’80, habían elegido estudiar biología por Cousteau, querían embarcarse en el Calypso y descender a las profundidades con Albert Falco. Pasó el tiempo y Cousteau dejó de ser un personaje conocido. Algunos viejos siguen añorando ese pasado maravilloso; otros aceptamos que las cosas cambian y que nuestro tiempo pasado fue mejor porque fue nuestro y el tiempo de hoy es el mejor de otros.
Sin embargo, hay algo que no cambió: la curiosidad de los seres humanos. Lo he vivido en experiencias con escuelas primarias: con un microscopio y bichos para mirar, los chicos se enganchan, preguntan, quieren saber. Lo viví también cuando con otros colegas buscamos bichos en el glaciar Perito Moreno y nos cruzamos con turistas: siempre quieren saber qué hacemos. “¿Qué comen?”, es la primera pregunta de muchas. Quieren saber lo mismo que los científicos. Tienen la misma curiosidad.
Esa vigencia de la curiosidad innata de las personas la vivimos en las últimas semanas cuando se hizo viral la exploración del talud del Mar Argentino frente a las costas de Mar del Plata, que llevó a cabo y transmitió en vivo el buque oceanográfico Falkor(Too) del Schmidt Ocean Institute, una ONG norteamericana que viene recorriendo los mares desde hace años. En estas últimas semanas, en colaboración con investigadores del CONICET y otras instituciones como el Museo de Ciencias Bernardino Rivadavia, el Museo de La Plata y universidades argentinas (la ciencia argentina no es solo el CONICET), estuvieron (y aún están) realizando una exploración maravillosa de nuestro mar.
Entre otros objetivos, el Schmidt Ocean Institute, fundado por el ex CEO de Google Eric Schmidt, estudia la biodiversidad del océano en distintas regiones del mundo. Cuenta con excelente tecnología en sus barcos oceanográficos, abiertos a todos los que deseen usarlos. Ahí es adonde entraron los científicos argentinos, con un proyecto de colaboración que fue aprobado y del cual debemos destacar que el país tiene los recursos humanos para estos estudios. Ya se habían hecho investigaciones de esa zona con redes y, aún con esos recursos limitados, identificaron nuevas especies. Mejor instrumental promete mejores resultados, pero la clave son siempre los científicos.
No recuerdo algo así, comparable a cuando vi en directo, por televisión, la llegada del hombre a la luna. No exagero.
Gracias a tecnologías de difusión como el streaming y las redes sociales, estas exploraciones nos resultaron cercanas. No fue necesario esperar a que se editen videos para hacer una documental, porque cada novedad la conocíamos al instante: la batata de mar (holoturoideos, diríamos los zoólogos) y la estrella culona (asteroideos) fueron los animalitos del momento; los crustáceos cascarudos, las arañas de mar, los pulpos maternales, las anémonas y los pescaditos raros aparecían a cada instante. Muchísimas personas nos quedamos prendidas al celular o la computadora con la esperanza de ver algo nuevo al mismo tiempo que lo veían los científicos de la expedición. Esas mujeres y hombres a bordo del barco oceanográfico, con sincera sensibilidad y la misma avidez por saber que quienes mirábamos, nos contaban lo que íbamos viendo con una espontaneidad que no se ve en las documentales. No había guión, era ciencia en estado nativo: el proceso del descubrimiento.
Una vez, durante el streaming, vi cómo subían el talud con el robot hasta que uno de los investigadores dijo “¡Mirá esa anémona!”, se detuvieron, se acercaron y con el brazo robótico colectaron la anémona para estudiarla mientras yo, como en un partido de fútbol en donde uno le reclama cosas a los jugadores, les decía “¿Y ese cangrejo? ¿No lo vieron? ¡Agarren a ese cangrejo!” Fuimos, durante esos días, co-descubridores de un mundo inexplorado, vivimos la aventura de los científicos en busca de lo desconocido, participamos del instante de una observación novedosa, nos fascinamos junto a los investigadores con las formas extrañas que habitan lugares inaccesibles, nos asombramos de la belleza de algunos animales y la supuesta fealdad de otros. Quizás mi opinión tiene el sesgo del biólogo que estudia bichos, pero fue un momento maravilloso, único. No recuerdo algo así, comparable a cuando vi en directo, por televisión, la llegada del hombre a la luna. No exagero.
Que yo sepa no hubo nada semejante en otros países en donde el Falkor(Too) estuvi explorando antes, como Chile o Puerto Rico. Veremos qué pasa ahora que van a Uruguay después de este éxito de difusión. Medios de comunicación de todo tipo mostraron y muestran la expedición. Sigue siendo tema de conversación en las redes sociales. Consiguieron, y lo digo como científico, hacer realidad el sueño de todos: que a alguien le importe lo que hacemos más allá de nuestro círculo académico.
Batata politizada
Hasta que ocurrió lo de siempre: éramos felices y nos politizaron el aire que respiramos. Simultáneamente el kirchnerismo y sectores afines al gobierno fueron a sacar su partido. Los defensores del calamitoso “gobierno de científicos” creyeron que era una oportunidad para mostrar, paradójicamente, que este éxito que ellos atribuían al CONICET era parte del fracaso del gobierno que va a cerrar el CONICET que no cerró y los oficialistas, por simple contradicción, a decir que es hora que lo cierren ya. Una lucha despiadada de hipócritas contra brutos.
Desde Juan Grabois (“Aguante el Mar y el CONICET; vos Milei horrible nunca vas a entender la belleza de nuestro país ni la grandeza de nuestra gente”) y un deslucido e ignoto ex secretario de Economía del Conocimiento (“no lo hizo el mercado, lo hicieron científicos del CONICET”, sin reparar que los fondos son privados y obtenidos de inversiones en el mercado) a cientos de militantes comunes crearon un relato heroico y nacionalista de resistencia. “El CONICET termina demostrándole al gobierno anti-ciencia que en su campo de batalla (YouTube/Redes Sociales) puede sostener la atención” , dijo una. “¡Aguante la ciencia argentina!”, festejó el investigador y prolífico tuitero Rodrigo Quiroga, sobre una expedición con financiamiento extranjero. Apareció un videojuego donde hay que recolectar bichitos de mar esquivando una motosierra para evitar el cierre del CONICET. Y, finalmente, la pobre estrella culona terminó siendo parte de la campaña electoral de Fuerza Patria, junto con el logotipo del CONICET, al que, otra vez, los peronistas consideran algo de su propiedad. Consiguen, y en eso reconozco que son efectivos, que cualquiera que guste de esta aventura científica, tenga un muñequito o pin con la estrella o la batatita pase a tener una identificación partidaria. Son odiosos.
Como un espejo de incoherencia, los sectores más reaccionarios afines al gobierno no podían ser menos. Si antes proponían que para las investigaciones sin un fin útil (y esta exploración, les aseguro, es muy útil) había que buscar recursos privados y “no con la mía”, zonceras sobre las que ya escribí acá, ahora veían que este emprendimiento privado extranjero en realidad no era lo que ellos siempre promovieron sino una confabulación para prevenir el desarrollo de la explotación offshore de petróleo, “una operación psicológica ambientalista diseñada para bloquear la explotación de los recursos naturales y mantener al país en la pobreza eterna”, según La Derecha Diario. Faltó atribuirlo al comunismo, al wokismo o, para tener un nivel justo de ridiculez, a KAOS. O el disparate de decir que para desarrollar el petroleo offshore había que destruir la biodiversidad, una provocación clásica (un bait, en la jerga contemporánea) del doctor Daniel Parisini, a la que se sumó el subsecretario de Políticas Universitarias. En resumen, bastaba que el kirchnerismo clame a favor de la ciencia, esa ciencia por la que nada hizo más allá de su relato, para que los otros se declaren anti-ciencia. Hasta el New York Times se hizo eco de esta ridícula discusión, pero destacó algo importante y que pasó desapercibido para los vociferantes militantes de las redes: los científicos involucrados en la expedición nunca se pronunciaron políticamente. No tengo dudas de que todos ellos tienen algún punto de vista partidario o ideológico, pero como colega científico me pareció valioso verlos compartir su entusiasmo por la ciencia sin exclusiones.
Algo importante y que pasó desapercibido para los vociferantes militantes de las redes: los científicos involucrados en la expedición nunca se pronunciaron políticamente.
A todo esto, ¿en qué andaba el CONICET? En nada. En vez de haber preparado con anticipación lo que estaban por hacer sus investigadores, que era trascendente, y mostrarlo desde su plataforma con una visión institucional amplia, para todos sin distinciones, dio la impresión (quizás me equivoque) de que se vio sorprendido por la importancia y el impacto de la exploración en Mar del Plata. Fue incapaz de salir de la abulia y el inmovilismo donde se encuentra hace años y terminó arrastrado por el caos militante que usó su nombre como bandera de una batalla ajena. Perdió, por lo tanto, una oportunidad de liderar el tema en conjunto con las demás instituciones.
No me voy a poner acá a argumentar contra unos y otros, es fútil. Ambos son, en mi opinión, grupos que para existir necesitan que todo sea político. Me da la impresión de que cuando seamos normales y no se politice cada aspecto de lo cotidiano, perderán su razón de existir: por eso luchan por su supervivencia. Pero, Darwin mediante, deberían tomar nota de que el hartazgo que me produjeron a mí, que tengo una posición política definida y pública, es seguramente una sensación extendida: no te dejan disfrutar algo en paz. En mi opinión (no soy politólogo, soy zoólogo), quizás sea un aspecto más de la crisis del sistema político y su militancia asociada. Todo es político, desde la batata de mar hasta el aire que respiramos, todo lo tiñen de épica y heroísmo. Y terminan haciendo que la supuesta militancia te sature, por lo que no debería sorprender por qué cada vez votan menos ciudadanos. Porque te agotan.
Por suerte para todos, el genuino y positivo interés por compartir y disfrutar el extraordinario viaje al fondo del océano es esperanzador. Eso es lo que vale.
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