Getting your Trinity Audio player ready...
|
Es probable que Adolfo Cambiaso, en el nombre del polo (Disney+) no sea una serie documental extraordinaria, pero seguro sí es un trabajo que, con eficiencia y concisión, aborda cuestiones que exceden largamente las hazañas de un deportista de élite. Centrar el foco principal de la serie en el desempeño de Cambiaso montado en un petiso de polo habría sido lógico, una tentación muy fuerte cuando hay tantas buenas razones para asegurar que el protagonista es el mejor polista de la historia. Pero en su historia hay particularidades imposibles de ignorar: una carrera muy extensa que todavía promete más capítulos; una personalidad moldeada por ese afán competitivo propio de los súper atletas; una ambición y un atrevimiento que lo llevaron a innovar en zonas desconocidas de su negocio; una historia familiar algo inusual para lo que solía resultar la norma en su ambiente y también sus ambivalentes relaciones con el establishment de su deporte.
A todo lo anterior, que no es poco, se le pueden seguir sumando capas y más capas. Adolfo Cambiaso pide a los gritos ser leída como una historia arquetípica de su generación: sí, acá estamos otra vez los X con nuestras crisis de la mediana edad y nuestras elegías al camino recorrido, aquello de no entender muy bien cómo llegamos hasta acá, pero orgullosos de haber llegado. Insistimos en esta condición de bisagra entre dos tiempos que imaginamos radicalmente distintos, el de ese pasado que revisamos con afán obsesivo y un futuro inminente del que no estamos dispuestos a quedarnos afuera. No importa si Cambiaso es multimillonario y nosotros monotributistas: hay al menos una parte de su cabeza que piensa como la nuestra, nuestras vidas familiares corren en paralelo, podemos compartir las mismas alegrías y los mismos miedos más profundos, fuimos tomando conciencia acerca de lo que nos dejaron las generaciones que nos precedieron y nos preocupamos por el legado que dejaremos a las próximas.
Seguimos sumando: si estas cuestiones nos hermanan como espectadores con Adolfo Cambiaso, desde luego que también nos asombra el abismo que separa a los simples mortales de aquellos capaces de alcanzar logros extraordinarios. ¿Qué define a un deportista de clase mundial de la época de Cambiaso y a los de su generación, una que vino después de Vilas, Reutemann, Porta y Maradona, antes de Messi y a la par de la Legión Argentina del tenis y de la Generación Dorada del básquet? ¿Qué los iguala y qué los diferencia? Lo que comparten es sin dudas el instinto salvaje del que compite a muerte y no en sentido metafórico: son personas capaces de soportar el dolor físico y psicológico más lacerante y de modo continuo. No aceptan salir de la cancha ni siquiera ante la amenaza de una lesión incapacitante o definitiva, apuran los tiempos para volver si están en medio de una recuperación y aceptan que tienen miedo pero de alguna forma se las ingenian para correr riesgos físicos que a una persona normal le daría vértigo siquiera evaluar.
Aceptan que tienen miedo pero de alguna forma se las ingenian para correr riesgos físicos que a una persona normal le daría vértigo siquiera evaluar.
Lo que los distingue es que esta generación de deportistas es la primera que alcanzó el profesionalismo de manera plena incluso en aquellas disciplinas que más se empeñaban en rechazarlo, lo que derivó en la comprensión de que un atleta no sólo trabaja con su cuerpo y debe cuidarlo como un santuario (entrenamiento, alimentación, descanso), sino que también lo hace con su mente (que necesita cuidados acordes) y que incluso si se desempeña en deportes de equipos debe entenderse a sí mismo como una unidad de negocios que opera en varios frentes: imagen, patrocinios, productos franquiciados, relaciones públicas y comerciales en general. Todo lo cual exige no sólo tomar decisiones acertadas, sino también contratar a profesionales honestos y capacitados. Puede seguir pasando, pero es cada vez más raro de encontrar que un deportista deje el destino de sus asuntos a familiares sin capacitación, aventureros con prontuarios o amigos del campeón.
A todo esto se le dedica un espacio muy generoso de este documental dirigido por Juan José Campanella, y por motivos más que atendibles. Cuando Cambiaso era apenas Adolfito, una promesa bajo el ala de Ernesto Trotz y Gonzalo Pieres (la mitad del equipo de La Espadaña que dominó la segunda mitad de los años ’80), el polo estaba completando la transición de deporte amateur de una clase aún más reducida y endogámica que la del rugby hacia el modelo profesional de la actualidad, que se asienta en la asociación de los mejores polistas argentinos con los patrones del exterior, cada vez más poderosos: a la realeza y aristocracia británica de siempre (el ahora rey Carlos III fue figurita repetida en el circuito) se le sumaron magnates estadounidenses, australianos y jeques y príncipes árabes. Este modelo se fue consolidando en los años ’90 y llevó inevitablemente las cosas “a otro nivel”: más y mejores torneos, instalaciones más grandes y lujosas, caballadas más numerosas y mejor preparadas. Todo ese trabajo durante varios meses cada año en el exterior derivó en el derrame de sumas crecientes para invertir en el desarrollo de los clubes y los campos locales, una infraestructura al servicio de la competencia que más les importa a todos, la única en la que juegan únicamente los mejores y a cara de perro, sin patrones a cuidar dentro de la cancha: la Triple Corona de los abiertos de Hurlingham, Tortugas y, por encima de todos, Palermo.
Nace una estrella
Los primeros años de Cambiaso en el polo de alto hándicap son la materia principal del primer capítulo de la serie, que se las ingenia con sus entrevistas y su material de archivo para explicarle al público las particularidades de este mundo tan especial. Sobre todo porque Cambiaso no tenía un background familiar muy ligado al polo, y se sabe que el polo fue siempre un asunto de un puñado de familias: los Dorignac, los Harriott, los Heguy, los Garrós, los Pieres, los Araya, los Merlos y algunos pocos más. Clubes y equipos que se formaban con hijos y hermanos; con rivalidades y clásicos a muerte, pero sin mayores problemas para cambiar de camiseta cada tantas temporadas; un ambiente en el que todos son primos de todos, donde quizás no todos sean millonarios, pero en el que hay una unanimidad que no permite excepciones: la vivencia del polo (recordemos, un deporte hermoso e increíblemente vistoso, pero de los más peligrosos que existen; mucho más que la ultra tecnificada Fórmula 1, por ejemplo) como una puesta en práctica de la cultura del hombre a caballo, seguramente el símbolo máximo del telurismo de la clase estanciera.
A ese mundo entró entonces Cambiaso, quizás no por la ventana pero sí por una puerta lateral, sin mucho más que sus condiciones naturales para cabalgar y jugar. Si se lo vio algo de costado en aquellos primeros años fue seguramente por su amistad con Bartolomé Castagnola, el Lolo, él sí un completo outsider por su condición de hijo del dueño de un frigorífico: casi casi un matarife. En este punto el documental elige recrear ese vínculo casi fraternal entre Adolfito y el Lolo con una imagen futbolera: los dos adolescentes subidos a las rejas que dan a avenida Del Libertador, tratando de pispear desde ahí un partido del Abierto y sellando entonces la promesa de jugar y ganar algún día juntos una final.
Voy a permitirme entonces ponerme en vena autobiográfica para explicar por qué este primer capítulo de la serie me resultó tan conmovedor. Entra aquel componente generacional que mencionábamos antes, porque yo también fui un adolescente que por la misma época se subió a esas mismas rejas para tratar de ver un partido. Claro que no lo hice por creer que algún día pudiera subirme a un petiso a taquear, sino porque el polo es otra de las tantas aficiones deportivas que me transmitió mi viejo, uno más de la lista de disciplinas a mirar en vivo o por televisión, mucho más larga que la de los deportes que practicamos. Que el polo fuera cosa de estancieros y nosotros fuéramos de clase media lo tenía sin cuidado, él fue uno más de los que vio en Palermo los triunfos del legendario Coronel Suárez de los Harriott y los Heguy. El que me explicó que nadie, ni siquiera Cambiaso cuando apareció unos años más tarde, podía ser más que Juancarlitos. Y que por eso teníamos que hinchar por los dos Chapaleufú, porque ahí jugaban los Heguy y sus hijos. Y porque claro que es imposible ver un deporte sólo por placer: tenés que ser hincha y hacerte malasangre, así se trate de curling noruego.
Los viejos tablones de la Dorrego no eran la mejor opción para abarcar un campo de juego de 275 metros.
Mi viejo fue también el que me llevó a ver el Abierto cuando en la primera ronda podías comprar una entrada de las más baratas en las boleterías de Dorrego, caminar por atrás de los mimbres hasta la cancha 2 para ver el primer partido, y para el segundo podías encarar las tribunas con butacas y sentarte casi en cualquier lado, si total había lugar y nadie controlaba mucho. Y era el que gastaba un poco más en las finales, para ver los partidos bien ubicados y sin el sol de frente: los viejos tablones de la Dorrego no eran la mejor opción para abarcar un campo de juego de 275 metros. Ahí llegamos a ver quizás a uno de los últimos equipos de Santa Ana, festejamos cuando Alejandro Garrahan pasó de Nueva Escocia a Chapaleufú I y gritamos como si fuera de fútbol el gol más espectacular que recuerde: el de Marcos Heguy para definir la final del ’86 contra La Espadaña. “¡Vamos Indios!”, se escucha el grito de una chica en el video, así se alentaba entonces.
El tiempo pasó y yo empecé a ir por mi cuenta a los partidos. Y pude ver como espectador no sólo a los primeros equipos en los que jugó Cambiaso, sino todos los cambios que se dieron en el juego a partir del avance de la profesionalización. Y hubo cosas que dejaron de gustarme. Cuestiones si se quiere cosméticas, pero para nada menores para un politizado antimenemista de la época: los equipos tomaban los nombres de los sponsors, cambiaban los colores y los diseños de sus camisetas al gusto de los anunciantes. Las entradas se pusieron mucho más caras y entre el público era fácil detectar al nuevo rico frívolo en busca de roce, algo que sólo podía molestarles a los muy patricios y a los secos que nos estábamos perdiendo la fiesta de la guita fácil. Pero sucedió también que el juego en sí empezó a cambiar. Los partidos se volvieron más trabados, se hacían muchas faltas, los jugadores protestaban mucho más que antes, se perdía tiempo. Ganaba terreno la magia que desplegaba Adolfito a título personal, pero se perdía el clásico juego abierto, de ida y vuelta y pases largos. Mis presencias en Palermo se hicieron más espaciadas. Aquello que me había explicado mi viejo, lo de la gente sencilla de campo a la que no le gustaba mucho venir a jugar a Buenos Aires, que se movían en Ford Falcon y F-100, se había vuelto el reino de las camionetas 4×4 importadas. Para cuando a Adolfito se le ocurrió aquello de ponerle la camiseta de Chicago a La Dolfina, hacía rato que ya lo consideraba mi enemigo.
Intrusos
El documental recupera todo aquello desde el punto de vista del propio Cambiaso, desde ya, y el simple paso del tiempo ubica todo en su lugar. Los testimonios de los jugadores (compañeros y rivales) y de los patrones que cambiaron el negocio nos permiten entender la evolución del deporte y del negocio desde adentro. No es éste un trabajo hecho a las apuradas, sino que se puede apreciar que la producción tomó varios años y que la selección del material de archivo es precisa y pertinente. Las intervenciones de María Vázquez nos recuerdan a Victoria Beckham en el documental sobre su marido, aunque a Vázquez se la nota más tensa, demasiado seria, como si aún tuviera asuntos pendientes con el ambiente del polo por haber osado entrar ahí. En ciertos tramos la serie pierde algo de naturalidad y se parece más a una película institucional, pero en todo el primer capítulo y parte del segundo lo que vuelca todo en su favor son las intervenciones del Lolo Castagnola, presencia ineludible e indispensable para Cambiaso en las buenas y en las malas, dentro y fuera de la cancha, de una manera muy profunda. Lazos de amistad y deportivos, que luego se vuelven también familiares. Así es el polo champagne.
Este segundo capítulo mantiene las virtudes del primero y nos muestra a Cambiaso en la plenitud de sus poderes. Es por mucho el mejor jugador del siglo XXI y, muy probablemente (que me disculpen mi viejo y Juancarlitos, dondequiera que estén), de la historia. Es además el forjador de un equipo tan arrasador y lujoso como aquel Coronel Suárez de los ’60 y ‘70: la hegemonía de La Dolfina en versión años ’10 es abrumadora. A Ellerstina no le queda otra que jugar el rol de Santa Ana, es decir, rivales que los exigen al máximo y que hacen posible que las finales sean grandes espectáculos, pero que caen derrotados una y otra vez. Y Cambiaso es también, como si fuera poco, un revolucionario del polo al introducir la práctica de la clonación de caballos. Podríamos extendernos en la importancia de los caballos en el polo (un deporte en el que los jugadores manejan seres vivos, cuadrúpedos con capacidades físicas y rasgos de personalidad tan relevantes para la competencia como los humanos), la relación afectiva que tienen con ellos no sólo los jugadores, sino las organizaciones completas (petiseros, domadores, veterinarios). La cría de caballos y su clonación plantean además cuestiones filosóficas desde el momento en que los genetistas admiten que hace rato ya que no hay limitaciones técnicas para la clonación humana, sino sólo de conciencia. En definitiva, ya sean criados naturalmente, nacidos por trasplantes embrionarios o directamente clonados, los petisos impactan visualmente por su presencia física y por el significado emocional que portan para los polistas ya consolidados o en formación.
Los petisos impactan visualmente por su presencia física y por el significado emocional que portan para los polistas ya consolidados o en formación.
Lo cual nos lleva directamente a la cuestión principal del tercer y último capítulo de la serie: la relación entre padres e hijos. Hasta ese momento vimos al Adolfo Cambiaso hijo de su padre, el sexto portador de un nombre en una familia que no era originalmente de polistas. También, al protegido por Gonzalo Pieres como padre sustituto dentro de la cancha. Luego fue el turno del Cambiaso marido de María Vázquez y amigo de Castagnola, los nuevos socios con quienes llega a la cima y con quienes se establecen definitivamente en aquel territorio que les resultaba extraño. Ahora, después de la pelea con el Lolo que derivó en la creación de La Natividad, su propia organización, y con el crecimiento de sus respectivos hijos (e hijas) polistas, llega el momento del traspaso generacional.
La serie entonces cambia ligeramente su registro. Su última gran historia es también el último sueño de una persona que ya lo ha logrado prácticamente todo en su vida profesional y familiar. Sucede que Cambiaso se las ingenió para batir casi todos los récords del polo, pero todavía aspira a algo más: jugar la Triple Corona con alguno de sus hijos y, si es posible, ganar alguno de esos torneos. Si es en Palermo, mejor. Pero resulta que Cambiaso tiene tres hijos, dos mujeres y un varón. La mayor es Mía, que juega y es muy buena. De hecho, llegó a jugar en Palm Beach en un equipo con su padre y su hermano. El problema es que la Triple Corona es otra cosa. Para jugar ahí, Adolfo VI necesita a Adolfo VII, el hijo del medio que continúa la estirpe y porta el nombre. Y el pibe parece ser crack, pero es chico. No sólo de edad, sino físicamente se lo ve flaquito, angosto, lejos de su portentoso padre. Si hasta resulta que al último Adolfo lo llaman “Poroto” desde antes de nacer, como si estuviera predestinado. ¿No lo están apurando demasiado, no le están tirando un fardo demasiado pesado? ¿Estamos seguros de que el pibe tiene el mismo sueño que el padre?
Porotazo
Puede pasar que la realidad sea en verdad distinta al documental, porque hoy, a mediados de 2025, sabemos que Poroto, después de cumplirle el sueño a su papá de salir campeones juntos en Palermo en 2022, también perdió con él las finales de 2023 y 2024 contra los primos Castagnola de La Natividad. Y como el pibe creció, parece que ahora es él el que impone las condiciones. Por eso este año, Adolfo Cambiaso jugará con 50 años cumplidos la Triple Corona otra vez junto a su hijo, pero también contra los sobrinos que hasta ayer fueron sus verdugos. Los hijos de aquel amigo del alma con quien alguna vez se peleó por cosas del juego. Así lo quiso Poroto.
En cambio, en el documental, Poroto es no tanto un polista genial en ascenso (campeón del Abierto y 10 de hándicap a edad aún más temprana que su padre, también lo sabemos hoy) como un mero instrumento para un deseo ajeno. No parece estar listo, no se lo ve cómodo ni en la cancha ni frente a las cámaras. Algún rival expone una queja: no podés jugar cómodo al máximo nivel contra un chico de 14 o 15 años, te condiciona porque sabés que lo podés lastimar. Nada de eso importa porque Poroto tiene una misión superior que cumplir, y finalmente la cumple. El documental tiene un final feliz, pero deja una sensación extraña, como un sabor agridulce en la boca.
Nada demasiado grave, después de todo. Estas dudas del final no alcanzan a opacar todo el interés y la emoción que genera este documental que durante la mayor parte de sus tres capítulos consigue que nos identifiquemos en múltiples niveles con la suerte de su protagonista principal. Una serie que, sin embargo, no parece estar despertando el mismo interés entre el público que otros productos importantes de una plataforma como Disney+. Quizás se trate del misterio del polo, ese raro deporte nacido en la antigua Persia (ejem), traído de la India por los ingleses y que (alerta de lugar común) encontró en nuestras pampas a los mejores jugadores y caballos posibles, a mucha distancia del resto de los países. Un negocio multimillonario que ha evolucionado a la par de muchos cambios sociales, que seguramente aporta una cuota interesante al PBI y a la marca país en el exterior, pero que por distintas razones no puede dejar de ser el ámbito privado de una minoría muy concentrada, que el resto de la sociedad no sigue ni trepado a una reja.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.
