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Escribo estas líneas mientras atravieso Ucrania en tren, desde la costa del Mar Negro hasta la frontera polaca, desde donde voy a volver a Florencia, donde vivo. A ambos lados del vagón se ve un paisaje de planicies verdes, sembradíos y pueblos de casas modestas: el granero de Europa que permitió a Stalin alimentar el milagro industrial soviético y que Hitler buscó anexionar como espacio vital del Reich. Estoy terminando una visita de doce días por Ucrania, que empezó con la excusa de ir al Media Forum, una conferencia de académicos y periodistas en Lviv, y siguió después en Kiev, la capital, y Odesa, la joya del Mar Negro. En estos días conversé con decenas de personas y recorrí un país que está en guerra desde hace más de tres años (u 11, si les preguntás a los ucranianos), que se ha unido gracias al desprecio por Rusia y que, a medida que resiste la invasión, se va transformando como nunca desde su independencia, en 1991. Es la primera vez que visito un país en guerra, así que trataré de que esta crónica, y en su segunda parte el domingo que viene, transmita las impresiones y reflexiones que me llevé de mis días en Ucrania de la mejor manera posible.
La propia raíz etimológica del nombre Ucrania significa “frontera” en el antiguo lenguaje eslavo. Esto se puede interpretar de dos maneras distintas: como lo han hecho los rusos, que ven en Ucrania la última frontera del gran imperio moscovita; o como prefieren los ucranianos, quienes se ven a sí mismos como europeos habitando una tierra que durante siglos ha estado en la intersección de diferentes corrientes culturales y entidades políticas. Parafraseando al historiador Serhii Plokhy, la geografía ucraniana y su historia de rutas comerciales, evangelizaciones, conflictos, migraciones y deportaciones la convierten en la “puerta de Europa”. Más importante aún es que una creciente mayoría de los ucranianos se consideran europeos. Así lo han demostrado en sus movilizaciones democráticas en 2004 y 2014, en su resistencia contra el imperialismo ruso y en las conversaciones que tuve durante mi estadía.

Llegué a Lviv en micro desde Cracovia, la principal ciudad del sur de Polonia. El cruce fronterizo fue más fácil de lo que esperaba. Había sido advertido acerca del rigor de los controles y la necesidad de mostrar una pila de papeles para entrar en Ucrania, incluyendo los motivos del viaje, pasaje de vuelta y un seguro médico y de evacuación en caso de tragedia. Sin embargo, el soldado que controló mi pasaporte lo selló en silencio, sin hacerme preguntas. Mientras esperábamos el trámite, un joven ucraniano me dijo que entrar en Ucrania es fácil para todo el mundo, la diferencia está a la hora de salir. El gobierno ucraniano no pone trabas a la salida extranjeros y a mujeres, ancianos y menores ucranianos, pero, debido a la ley marcial, para los hombres en edad militar (25-60 años) es imposible salir sin algún permiso especial.
Lviv es la ciudad más grande del oeste ucraniano y uno de sus principales centros culturales. Capital histórica del principado de Galicia, su nombre significa “ciudad de los leones”, animal que decora el escudo local y todos los edificios públicos. Se trata de una auténtica ciudad centroeuropea con sus iglesias, museos, plazas, estatuas de bronce, y por supuesto, sus McDonald’s y KFC, tiendas Vodafone y Apple, puestos de kebab, negocios de Adidas y Levi’s. La arquitectura de la ciudad es ecléctica: edificios renacentistas, barrocos y neoclásicos se mezclan con las construcciones más modernas de inicios del siglo XX. Su población cambió radicalmente en el último siglo. Hasta 1940, su demografía incluía un 50% de polacos, un 20% de ucranianos y un 30% de judíos, pero la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y la anexión soviética transformaron a Lviv en una provincia enteramente ucraniana. Desde 2022, además, la ciudad perdió muchos de sus residentes, que emigraron a Europa, y recibió miles de habitantes nuevos de las provincias del Donbás, ocupadas por las fuerzas rusas. Personas, por ejemplo, como Yuliia Formos, a quien conocí en la conferencia, una joven periodista de Donetsk que escapó a Mariupol en 2014, luego a Kiev en 2022 y, finalmente, a Lviv.
En días normales (es decir, sin drones rusos en el aire), la guerra casi no se percibe en Lviv, más allá del puñado de soldados en uniforme y los minutos de silencio en nombre de los héroes caídos, que son anunciados por grandes parlantes en la calle y hacen que transeúntes, ciclistas, vehículos y colectivos se frenen en seco y permanezcan en silencio religiosamente. Se ven pocos hombres en edad militar y, los que hay, suelen ser soldados de licencia que deben volver a sus unidades en pocas semanas. El primer día de la conferencia pude escuchar a Volodymyr Dehtyarov, oficial en la brigada 13° de la Guardia Nacional, decir que el Ejército ucraniano no tiene problemas de movilización ni deserción, porque la mayor parte de los soldados acuden voluntariamente y encuentran en el Ejército una oportunidad profesional para adquirir conocimientos. Esta declaración, sin embargo, debe ser tomada con cautela. Distintos periodistas me dijeron después que, tras el fracaso de la ofensiva ucraniana de fines de 2023, una gran desazón se ha instalado entre los reservistas. Muchos soldados de licencia no vuelven a sus unidades, otros jóvenes no se presentan al servicio y algunos son escondidos por sus familias o abandonan el país. La corrupción sistémica dentro de todas las instituciones ucranianas permite que muchos hombres paguen para obtener certificados médicos falsos, esquivar el servicio y emigrar. Según Vitaly, un soldado de 48 años que fue mi compañero de asiento en el micro de Kiev a Odesa, lo más estresante para un varón ucraniano no es ser reclutado, sino la incertidumbre. El servicio militar es obligatorio por la duración de la guerra, por lo que nadie sabe cuándo o si va a volver a casa.
Mientras maridos, hermanos e hijos mayores se quedan en Ucrania, muchas de sus mujeres, madres y hermanas emigran a Europa.
Ucrania tiene el ejército más viejo de Europa, con un promedio de edad de 45 años, y está eminentemente compuesto por reservistas. Este reclutamiento masivo de hombres adultos ha tenido un impacto en toda la economía, empujando a muchas mujeres a asumir trabajos industriales y manuales. La ley marcial ha partido a familias enteras: mientras maridos, hermanos e hijos mayores se quedan en Ucrania, muchas de sus mujeres, madres y hermanas emigran a Europa. La combinación de estos factores ha tenido un golpe significativo en la demografía del país que difícilmente se resuelva una vez que termine la guerra.
Más allá de estos problemas, el Ejército ucraniano se ha convertido en una fuerza altamente sofisticada. La guerra, que empezó como un conflicto convencional de maniobras, ha devenido en un enfrentamiento de drones que requiere un personal militar muy preparado. Incluyendo a las tropas profesionales, reservistas y personal auxiliar, el Ejército cuenta con casi 900.000 hombres y mujeres, casi el 3% de la población del país. Este porcentaje aumenta a 8% si contamos solo a los varones en edad militar. Ucrania también tiene entre sus filas a miles de voluntarios extranjeros en la Legión Internacional. Entre ellos está James, un británico a quien conocí en el micro de Cracovia a Lviv. En marzo de 2022 dejó el Ejército del Reino Unido y vino a Ucrania en busca de acción. Ha estado aquí desde entonces, combatiendo en el frente e instruyendo a los nuevos reclutas. Sus historias sobre la guerra y las condiciones de servicio en la legión eran crudas, sin rastros de romanticismo aventurero.
La modernización del Ejército es solo uno de los muchos cambios que ha atravesado Ucrania desde 2014. Según Greg Mills, presidente de la Brenthurst Foundation y uno de los keynote speakers del Media Forum, el país dio un giro copernicano en los últimos diez años. Mills ha sido asesor militar de las fuerzas de la OTAN en Afganistán y vino a Ucrania 12 veces desde el año 2000. En sus palabras, “la guerra es la madre de todas las necesidades”. Por ello, los ucranianos han debido modernizar y reformar sus instituciones, industrias, capacidades, medios de comunicación y fuerzas armadas para hacerle frente. Christopher Miller, corresponsal del Financial Times con quien conversé unos días más tarde en Kiev, colocó el punto de quiebre en 2012, año en que Ucrania organizó la Eurocopa junto a Polonia. Miller trabaja en Ucrania desde 2010 y, en su lectura, fue el campeonato de fútbol –con su enorme inversión en infraestructura y la llegada masiva de turistas– lo que sacó a Ucrania de la somnolencia post-soviética. El Acuerdo de Asociación con la Unión Europea, firmado en 2014, y la guerra posterior a la anexión de Crimea no hicieron más que acentuar el sueño europeo, impulsando reformas económicas, educativas e institucionales.
Farsa diplomática
Mis días en Lviv coincidieron con la cumbre en Estambul entre los enviados de Putin y Zelenski. Por lo que vi y escuché, ningún ucraniano se tomó en serio las negociaciones. Todos en Ucrania saben que la diplomacia rusa es una farsa y que, aun así, “el líder del mundo libre” en Washington sigue creyendo en los trucos retóricos y los gestos del zar. En la conferencia conversé un rato con los periodistas Anne Applebaum, de The Atlantic, y Timothy Garton Ash, profesor de la Universidad de Oxford. Applebaum describió a Trump como un performer que vive en un eterno ahora y en una realidad paralela, un hombre que no piensa en las causas de la guerra o las consecuencias de su errática política exterior, sino que solo piensa en ser visto como un ganador en cada momento: el presidente perfecto para la era de las redes sociales. En la visión de Trump, dijo Applebaum, Putin invadió Ucrania para mostrar que Biden era un presidente débil, de modo que ahora bastaba su presencia varonil para traer a su “amigo Vladimir” a las conversaciones de paz. Una visión infantil, pero que plantea preguntas acerca del rol de los “grandes hombres” en la historia. De esto hablé con Garton Ash, quien reconoció la agencia humana en la historia, pero sugirió enfocarse en las encrucijadas que los cambios estructurales ofrecen a las sociedades. En su mirada, Putin es un contrarrevolucionario antiliberal y Trump, un aspirante a oligarca, que simbolizan un cambio profundo en el equilibrio internacional, otorgando a ucranianos y europeos una oportunidad única para profundizar sus instituciones comunitarias y mecanismos de seguridad.
En su mirada, Putin es un contrarrevolucionario antiliberal y Trump, un aspirante a oligarca, que simbolizan un cambio profundo en el equilibrio internacional.
Tras cuatro días en Lviv, viajé a Kiev en un tren algo viejo pero que avanzó sin problemas, cargado de familias, mujeres solas y militares de todas las edades. Contra todos los pronósticos, tanto de los analistas rusos como de los occidentales, en marzo de 2022 Kiev rechazó con éxito la invasión rusa. Las ruinas en los barrios de Irpin, Bucha, Hostomel y Borodyanka quedan como testigos de aquellas batallas. En el Museo Nacional de Historia, una de las exhibiciones decía: “Nuestros derechos son protegidos por las espadas”. Otro texto contaba que al principio de la invasión las conversaciones entre soldados rusos y sus familias, interceptadas por la inteligencia ucraniana, mostraban el amplio apoyo de la sociedad rusa a la guerra. La obsesión de los rusos por conquistar Kiev no es solo producto de la propaganda putinista: tiene un anclaje emocional profundo. Por su historia como centro político, religioso y cultural para todas las poblaciones eslavas del medioevo, Kiev siempre ha sido tenido un gran poder simbólico para los promotores de la ideología imperial rusa.
Los ucranianos se enorgullecen de su pasado, pero saben que su pasado es más complejo que el paneslavismo ramplón que plantean las usinas del Kremlin. Según el historiador Timothy Snyder, las históricas relaciones de Kiev con Polonia han traído a Ucrania corrientes políticas y culturales occidentales que aún se perciben en sus instituciones y su identidad. Un conjunto de valores cívicos e integradores que favorecen el desarrollo de una democracia descentralizada y multiétnica en línea con las tradiciones de Europa central. Olha Lypynska, una de las organizadoras del Media Forum, me dijo sin dudarlo que la guerra de Putin había demostrado la fuerza de la identidad ciudadana a nivel nacional. Desde 2014, los ucranianos rusófonos han adoptado el ucraniano como idioma de preferencia y abandonado sus antiguas simpatías por Rusia, reconociendo el joven estado democrático y la identidad común como garantes de su futuro. Dicho esto, la integración social y cultural no ha estado exenta de fricciones. Anton Liagusha, jefe del departamento de Historia de la Kiev School of Economics, es uno de esos ciudadanos de Donetsk que huyó hacia Kiev. En una charla que tuvimos me contó los pequeños actos de discriminación cotidiana que atravesaron muchos rusófonos como él al llegar al oeste del país. El más evidente: carteles de alquiler de departamentos donde expresamente se rechazaba a inquilinos potenciales provenientes del Donbás.
Esta tensión entre ucranianos se cerró con la invasión de 2022. Probablemente, el único impacto positivo de la guerra ha sido la unificación de los distintos grupos del país. No solo lo he visto en ucranianos rusófonos que han devenido los mayores defensores del patriotismo ucraniano, sino también en los miembros de las minorías judía y tártara que pude conocer. El rechazo a todo lo que tenga que ver con Rusia hace difícil para los ucranianos tolerar incluso a aquellos rusos que se proclaman anti-putinistas. Así me lo hizo notar Katya, una ruso-brasileña criada en Brasilia, pero hija de padres rusos, que admite que debe ocultar cotidianamente su identidad para no ser discriminada. El propio Liagusha me contó que el diálogo con sus colegas de las universidades rusas se ha cortado definitivamente. Fue aún más lejos: con una sonrisa mordaz, propia de Jack Nicholson, me dijo: “El único ruso bueno es el ruso muerto”. Curiosamente, esta animadversión anti-rusa no implicó abandonar totalmente el idioma. Muchos exiliados del Donbás, según Liagusha, siguen hablando en ruso en sus círculos íntimos, pero jamás en público o en el trabajo.
Desde 2014, los ucranianos rusófonos han adoptado el ucraniano como idioma de preferencia y abandonado sus antiguas simpatías por Rusia.
El rechazo a todo lo que tenga que ver con Rusia fue oficializado con las leyes de des-comunización de 2015. Desde entonces, se cambiaron nombres de calles y ciudades, se removieron símbolos bolcheviques y se eliminó cualquier halo de nostalgia sobre la época soviética. Los museos en Kiev dan ciertas pistas sobre la compleja memoria que los ucranianos guardan sobre su historia reciente. Hay en sus exhibiciones un claro empeño en demostrar la conexión de las tierras ucranianas con la historia europea, mientras que Rusia aparece sólo como un imperio agresor. Antes dedicado a la Segunda Guerra Mundial, el Museo Nacional de la Guerra hoy integra también exhibiciones sobre el conflicto iniciado en 2014. Ambas luchas –contra la Alemania de Hitler y la Rusia de Putin– son explicadas como guerras de resistencia contra invasiones coloniales que pretendieron aniquilar a la población ucraniana. Según el historiador Andriy Fert, los ucranianos mantienen una relación compleja con la memoria de la Segunda Guerra Mundial. El discurso mainstream la recuerda como una lucha contra un totalitarismo racial en nombre de otro totalitarismo colectivista, pero algunas voces dentro de la sociedad civil opinan que Ucrania debería reclamar su justo lugar entre las naciones vencedoras del nazismo. Después de todo, alrededor del 25% de los soldados del Ejército Rojo en 1941-1945 eran ucranianos.
Esta memoria compleja está entrelazada con las dos grandes tragedias ucranianas del siglo XX, que también cuentan con sus respectivos museos en Kiev: el Holodomor (1932-1933) y el desastre de Chernóbil (1986). El consenso entre los historiadores es que la Gran Hambruna fue planeada deliberadamente por Stalin para eliminar la identidad ucraniana. Aunque aún se debate si debe clasificarse como genocidio, lo cierto es que la colectivización de la tierra y las requisas de alimentos provocaron la muerte de entre dos y 12 millones de ucranianos y destruyeron cualquier posibilidad de independentismo en el corto plazo. Por otro lado, Chernóbil, que mató a más de 300.000 ucranianos, simboliza la negligencia y la corrupción de un régimen en decadencia y marcó un punto de inflexión en el declive de la fe en la Unión Soviética y el auge de los movimientos nacionalistas.
La semana que viene, la segunda y última parte.
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