Domingo

#100 | Menos papista que el papa

La grieta, la cercanía y la Iglesia para todos.

Me acabo de dar cuenta de que este newsletter cumple 100 ediciones. Gracias por estar ahí y acompañarme con los borradores de lo que pasa por mi cabeza. Hoy quiero hablar del tema de la semana, la muerte de Francisco, básicamente para preguntarme dos cosas. La primera es si el hecho de que no haya viajado nunca a Argentina es importante (creo que sí lo es) y si la culpa de que no lo haya hecho es nuestra o de él (más de él que nuestra). La segunda es tratar de entender, no desde las miradas progresista o patriótica dominantes en estos días, cuál es la mejor manera de resumir y defender el legado de Francisco.

En sus 12 años de papado, Francisco hizo 47 viajes internacionales y visitó 66 países, incluidos Irak y Mongolia. Siete de esos viajes fueron a América Latina, donde visitó diez países. En enero de 2018, mientras atravesaba el espacio aéreo argentino rumbo a Chile, Francisco mandó un telegrama al presidente Macri: “Envío desde el corazón mis buenos deseos a toda la gente de mi madre patria”.

Eso fue lo más cerca que estuvo Francisco de visitar Argentina. En estos días de obituarios y despedidas, los observadores argentinos eligieron pasar en puntitas de pie sobre el hecho de que Francisco nunca visitó nuestro país. En parte, supongo, porque es un tema doloroso, del que cuesta hablar. ¿Cómo es posible que nunca haya venido? ¿Habla mal del papa o habla mal de nosotros?

A mí, sin embargo, me parece una cuestión central en el balance de su papado, sobre todo en su relación con Argentina. Un argumento del Vaticano para explicar la falta de viajes a su “madre patria” era que Francisco no quería involucrarse en la polarización política que se vivía en la Argentina. Me parece, como cada vez que se ha usado a la “grieta” como explicación de lo que pasó en Argentina entre 2008 y 2023, una exageración y un mal argumento.

Primero por la experiencia anterior, sobre todo la de Juan Pablo II, que viajó a su Polonia natal tres veces antes de la caída del régimen comunista. Si aquel papa sintió que podía o debía ir a su país durante una grieta mucho más profunda que la Argentina (totalitarismo contra democracia), perfectamente Francisco podría haber encontrado la manera de viajar a Argentina durante el enfrentamiento, mucho menos dramático, entre (por simplificar) populismo y republicanismo.

Segundo, porque si Francisco consideraba que el problema central de Argentina era esa grieta, más motivos tenía todavía para venir con un mensaje de paz y reconciliación que ayudara a aliviar esas diferencias. Eligió no hacerlo: eligió no meterse. En el camino, cometió infinitas torpezas políticas que le fueron dificultando el perfil de unificador que podría haber tenido. Emisarios políticos de todo tipo, pero sobre todo peronistas, volvían del Vaticano con supuestos mensajes políticos del Papa, como aquellos que volvían de Puerta de Hierro en 1972. Muchas veces eran después desmentidos. El rulo de voceros y desmentidas se hizo tan caótico que durante el gobierno de Cambiemos Clarín llegó a publicar un artículo que decía: “El papa no tiene voceros, dice un vocero del papa”.

Si tengo que especular sobre por qué el papa no vino a la Argentina, diría lo siguiente: no vino durante los gobiernos kirchneristas porque sentía que lo iban a manipular políticamente y no vino durante el gobierno de Macri porque no quería premiar a un gobierno ajustador y neoliberal. El primer argumento quizás era válido; el segundo, si existió, visto a la distancia parece menor. En cualquier caso, esperando el momento perfecto y sin costos se fue quedando sin margen político y sin energía física.

No hay, por lo tanto, razones buenas para explicar por qué no vino. Una escapatoria de estos días ha sido decir que, comparada con lo histórico y lo exitoso de su papado, la ausencia de visitas de Francisco a Argentina es poco relevante. Esto me permite pasar a otro tema: ¿cuán exitoso e histórico fue el papado de Francisco?

Excede a mis conocimientos dar una respuesta global, pero quiero marcar dos o tres cosas. La primera es que coincido en ver como positivo su sencillez, su cercanía, su liderazgo de hombre común en el lugar menos común del mundo. Contra los zapatitos Prada de Benedicto, mocasines Guido. En lugar del departamentazo que le correspondía, el cuartito en el hotel de huéspedes. Decía que quería una “Iglesia pobre” y lideraba con el ejemplo.

Como otros políticos de esta época, que premia la autenticidad, Francisco rompía el protocolo, era coloquial, incluso charleta. A veces hacía alguna de más, pero en el conjunto la espontaneidad la funcionaba, porque la cercanía se había vuelto una virtud muy valorada. En su caso, además, lo hacía desde una organización dominada durante siglos por el misterio, los rituales y las tradiciones. Algunos conservadores protestaron: ¿no hay nada sagrado para Francisco?

Algo de razón tenían, pero apuntaban a un problema de todas las organizaciones. En un mundo con cambios acelerados, la tensión entre identidad y adaptación se hace cada vez más difícil de manejar. Sobre todo para una institución que tiene 2000 años: tan mal no nos fue haciendo lo que hacíamos, se quejará alguno, ¿para qué tanto cambio? Pero lo mismo se preguntan en los partidos políticos y en todos lados. Francisco apostó por la adaptación, por ser un líder cercano y espontáneo que comete errores en una era de líderes cercanos y espontáneos que cometen errores. A él le sirvió: el mundo entero se ha conmovido con su muerte y lo está despidiendo como a un héroe.

Sus opiniones sobre política y economía, en cambio, me parecieron en general simplonas y un poco obvias. El papa tiene el derecho, y casi la obligación, de conmoverse ante la situación de los descartados, los migrantes, los dejados de lado. Y de reclamarle al mundo que también se conmueva. Pero en sus encíclicas y discursos no parecía haber mucho más detrás de eso. Lo escandalizaba la pobreza, pero también, insistentemente, el “consumismo”. ¿Cuál es el punto medio ideal?

Laudato si , su documento “ambientalista”, por momentos parece despreciar el crecimiento económico, herramienta indispensable para reducir la pobreza. Francisco defendía la paz a toda costa: eso lo llevaba a veces a posiciones insólitas, como la equidistancia entre Rusia y Ucrania, el agresor y el agredido, o la timidez con la que reaccionó al empeoramiento de la situación en Venezuela. Se dejó convencer de que el “lawfare” es algo que existe y respondió con frialdad a los asesinatos en la revista Charlie Hebdo, con el argumento de que “no se puede ofender a Dios”.

No es indispensable que un papa ofrezca soluciones terrenales, porque su cancha es la de la fe. Debería alcanzarle con señalar los problemas y ofrecer un rumbo ético. Pero si él mismo elegía meterse en el barro de los diagnósticos globales, quizás no habría sido injusto reclamarle un esfuerzo mayor por entender las restricciones con las que operan las democracias.

Algunos de sus cambios más duraderos serán, creo, la mayor flexibilidad y cariño de la Iglesia con los divorciados y los gays, dos casos de sana adaptación a la época. Estas medidas, junto con sus pucheros contra el capitalismo, convirtieron a Francisco en una inesperada figura del progresismo mundial, también en Argentina, donde sectores que detestaban a la Iglesia están llorando al Papa como si hubiera muerto uno de los suyos. A veces siento que Francisco se esforzó mucho por ser popular entre quienes nunca van a ser católicos, como esos políticos que quieren caerles bien a los que nunca los van a votar.

Digo todo esto como miembro de la amplia familia del catolicismo, bautizado y confirmado, educado en un colegio católico, graduado de una universidad católica. Aunque perdí la mía, admiro a las personas que practican su fe. No tengo nada contra la Iglesia, más bien al revés. Y sin embargo, nunca logré conectar con Francisco. En el grupo de Whatsapp de mis amigos del colegio, clase 1991, se armó un pequeño debate sobre este tema, inesperadamente serio. Copio a continuación el mensaje de mi amigo Catire Walker, uno de los pocos del grupo que sigue viviendo la fe y lo hace de una manera ejemplar. Es la mejor defensa que leí del papado de Francisco:

Quizás sin grandes resultados visibles ahora, hizo lo que siempre predicó, y sobre todo “inició un proceso” de cambios profundos. Francisco hablaba mucho de “iniciar procesos”. No solo dio visibilidad e inclusión a personas homosexuales, divorciadas y otros grupos marginados por la doctrina católica, sino que abrió las puertas de la Iglesia a todos, con gestos y palabras que marcaron un cambio grande en el tono pastoral.

A través de Amoris laetitia (recomiendo leer para entender su papado), Francisco lanzó una Iglesia más espiritual, empática y poniendo a la misericordia en el centro. Lejos de una religión centrada en la culpa, la rigidez y las normas, promovió una fe que acompaña y abraza a todos.

Propuso (en su rol de máxima autoridad de la Iglesia del mundo, no de Argentina) volver a las raíces del Evangelio, priorizando a los excluidos, a los pobres y a los que sufren. En lugar de una Iglesia autorreferencial y cerrada, habló de una “Iglesia en salida”, hospital de campaña en medio del mundo real, donde el dolor humano es atendido antes que juzgado.

Creo que no solo transformó la imagen pública de la Iglesia Católica, sino que inspiró una nueva manera de vivir la fe: más libre, más inclusiva y, sobre todo, comprometida con la dignidad de todas las personas.

 

Gracias, Catire. Ya estoy empezando a cambiar de opinión. La seguimos el jueves que viene.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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