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En Cómo leer y por qué, Harold Bloom cuenta que mientras lee los cuentos que más le gustan de Chéjov se siente en presencia de él. Esa sensación le produce algo más: lo hace querer ser mejor persona. “Porque Chéjov”, agrega, “tiene una sabiduría de gran escritor e implícitamente me enseña que la literatura es una forma de bien”. Hay otros que le muestran eso mismo, como Shakespeare y Beckett, pero Chéjov, añade bellamente, es de todos los escritores que tienen vidas privadas interiores que se conocen, uno de los seres humanos más amables.
Debo haber leído esa página por primera vez en 2006 y me quedó resonando por lo extraño que me resultaba que hablara de ser bueno o amable como persona en el contexto de la crítica literaria. Era una época en la que yo creía que moral y estética no podían ni debían tener nada que ver. Pero más adelante, cuando leí (y descubrí) a autores como Tolstoi, Proust o Franzen, me di cuenta de que sentir la presencia de un autor mientras lo leo, sentir que me está hablando a mí en la intimidad, era la forma más clara de expresar que ese autor me gustaba de verdad. Aún más, al leer recientemente al norteamericano George Saunders (1958), terminé de entender por qué la otra parte de esa página de Bloom también sigue conmigo, la parte más polémica y difícil de afirmar: la que conecta la literatura con la moral. Entendí que, para mí también, la buena literatura es una forma de bien.
Saunders es un cuentista de mediano a largo aliento. Sus colecciones suelen incluir una nouvelle de entre 60 y 80 páginas y algunos relatos más breves, pero la media de sus textos está entre las 20 y 30 carillas en sus ediciones originales. Según él mismo cuenta, no fue hasta sus tardíos veinte años que se encontró seriamente con la literatura. Hasta entonces había estudiado ingeniería y lo poco que leía era sobre todo fantasía y ciencia ficción. Recién cuando se inscribió en el programa de escritura creativa en la Universidad de Syracuse descubrió a cuentistas como Tobias Wolff (que fue su profesor y mentor), Raymond Carver y Flannery O’Connor, y esas lecturas cambiaron definitivamente su forma de ver la escritura de ficción.
Sentir la presencia de un autor mientras lo leo, sentir que me está hablando a mí en la intimidad, era la forma más clara de expresar que ese autor me gustaba de verdad.
El año pasado se publicó en castellano El día de la liberación, que es la última colección de Saunders y la primera que se traduce. Seix Barral había sacado antes algunos títulos más: Lincoln en el Bardo, su única novela, ganadora del Man Booker Prize en 2017; un hermoso cuento juvenil llamado Zorro 8; y la versión transcripta de un discurso que dio para la clase de graduados de 2014 en Syracuse, donde enseña desde 1997, y que fue reproducido más de 300.000 veces en YouTube.
Es bastante poco aún lo que tenemos disponible de este autor que ya en 2013, el año de su libro Tenth of December, la revista Time puso entre las 100 personas más influyentes y la poeta y ensayista Mary Karr lo presentó temerariamente diciendo: “Durante más de una década, George Saunders ha sido el mejor escritor de cuentos en inglés, no ‘uno de los mejores’, no ‘posiblemente’, sino el Mejor”. Entre sus admiradores, además, figuran algunas de las firmas más importantes de la literatura contemporánea como el difunto David Foster Wallace, Zadie Smith y el veterano Thomas Pynchon.
Monólogos humanistas
Afortunadamente, las alabanzas que recibe no son meros trucos de publicidad y, de hecho, en El día de la liberación hay ejemplos que podrían sustentar una afirmación como la de Karr.
Mi favorito es «La madre de las decisiones drásticas», que debería abrir el volumen, en lugar del cuento del título, demasiado largo y ambicioso, en mi opinión, para ocupar ese lugar. «La madre…» trata sobre una escritora que trabaja en su casa, vive con su marido y tiene un hijo preadolescente con una enfermedad respiratoria. La historia empieza con ella dando vueltas en la cocina sin saber qué escribir, probando tramas y posibles títulos y abandonándolos al instante, hasta que se pregunta dónde está Derek:
Demonios, ¿en serio? Había prometido que se quedaría en el jardín. Y era un chico que nunca rompía las promesas.
“El chico al que le falló el pulmón enfermo en el bosque”.
“El chico que yació agonizante llamando a su madre”.
“El chico que murió completamente solo y se fundió con los espíritus del bosque”.
Y la madre se pasó el resto de su vida deambulando entre los árboles, buscando a su hijo perdido.
Puaj.
Primero se disuade de que está exagerando, pero a Derek, cuando aparece en el patio, sí le pasó algo. No cumplió su promesa, se fue a la ciudad y ahí un viejo vagabundo se le acercó por atrás, lo tiró al piso y lo golpeó sin motivo.
Rápidamente la policía le informa que encontró a dos viejos que cumplen con la descripción. En la comisaría, Derek no sabe cuál es el que lo agredió. Son iguales. Primero, duda, y después no quiere elegir. La madre y Keith, el padre, están empeñados en castigar a alguien, pero Derek está a punto de llorar por la presión. Finalmente, para alegría del niño, no culpan a ninguno y los dos salen en libertad.
Hay también muertes impactantes y traiciones desgarradoras en la literatura de Saunders y el cuentista cultiva una veta de ciencia ficción sofisticada y sutil.
Pero luego de ser detenido por un intento de robo, uno de los viejos confiesa que fue él quien agredió al niño. Keith, tomado por la venganza, lo encuentra en la calle y le da una paliza con un bate de béisbol. La policía vuelve a intervenir. El detective a cargo informa que el viejo, sorprendentemente, tiene una familia, y le ofrece a la madre, con mucha liviandad, un arreglo: ellos se olvidan del ataque a Derek y los otros se olvidarán del batazo en la pierna.
El cuento cierra el día de Nochebuena con la madre hablando consigo misma, sentada en el auto después de ver a los viejos en la calle (juntos, ¿son hermanos?) y constatar que uno está rengueando. Se pregunta si ellos, ella, Keith y Derek, son buenas personas. Había tenido un primo que hacía peores fechorías (embarazar chicas, incendiar locales) que este viejo. Ella había perdonado a su primo. ¿Podía perdonar al viejo? No sabe. Por lo pronto, decide que no le contará a Keith de la renguera, porque eso lo destrozaría de culpa (“Su tierno y débil marido”) y entrará a la casa a hornear las galletas de Navidad.
Como en «La madre de las decisiones drásticas», en «El Día de la Madre» el monólogo interior es el motor principal de toda la acción narrativa. Es de esa forma que interactúan con nosotros, y entre ellas, las dos mujeres mayores que se cruzan en la calle y nunca se dirigen la palabra la una a la otra. Pero Saunders, de todos modos, las hace protagonistas de un duelo sublime en el cual cada una le endilga a la otra la historia que las une.
Pero Saunders, de todos modos, las hace protagonistas de un duelo sublime en el cual cada una le endilga a la otra la historia que las une.
Alma va acompañada por su hija lesbiana, que hoy raramente la trata con cariño y la lleva de la mano. La madre rememora su vida al lado de su difunto esposo. Debi, que fue, entre muchas otras, amante de ese hombre, ahora limpia la vereda al otro lado de la calle y es todavía dolorosamente flaca y linda como cuando era una joven hippie. Ambas amaron a Paul y, aunque saben que se equivocaron con él, al cabo de los años, llenas de dolor, desilusión y bronca, siguen añorando el amor parcial que les dio a cada una.
Hay también muertes impactantes («El día de la liberación») y traiciones desgarradoras («Gul») en la literatura de Saunders y el cuentista cultiva una veta de ciencia ficción sofisticada y sutil que tiene buenos ejemplos en este tomo (como «Carta de amor» y «Elliot Spencer»). Pero es en estos cuentos, humorísticos y humanistas, en los que el dolor es pequeño pero incisivo para sus protagonistas, donde el autor se luce como un gran heredero de esa tradición que, desde que Carver explotó en los ’80, sigue dando algunos de los puntos más altos de la literatura anglosajona.
La forma de la literatura
En un ensayo sobre su educación como escritor, Saunders cuenta de cuando fue a escuchar a Wolff leer en público unos cuentos de Chéjov:
De repente entendemos a Chéjov: Chéjov es divertido. Es posible ser divertido y profundo al mismo tiempo. El cuento no es algo fosilizado o cerebral: es entretenimiento, un entretenimiento activo, de la más alta categoría. Todas esas cosas que había estado aprendiendo en clase, esas abstracciones estremecedoras como el tema, la trama y el símbolo, se desabstraen al escuchar a Toby leer a Chéjov en voz alta: son simplemente herramientas para hacer que tu audiencia sienta más profundamente, métodos para crear un significado de un orden superior. Los cuentos y la manera en que Toby los lee transmiten una idea nueva para mí, o una que, en la solemne catedral de la academia, había olvidado: la literatura es una forma de aprecio por la vida. Es amor por la vida tomando forma verbal.
Yo no puedo explicarlo de mejor manera, pero puedo intentar con un ejemplo para ilustrar un poco más:
Los domingos al mediodía, cuando vamos con mi padre a almorzar hacemos el camino en auto con la radio prendida. A veces suenan los mensajes de audio que los oyentes graban y envían a sus conductores preferidos. Confieso que me estrujo de la piedad cuando los escucho: saliendo de una emisora vieja, sonando en un auto cualquiera, siento que esos mensajes van de una soledad a otra soledad, de un silencio a otro. Unas semanas atrás una señora respondía a la consigna de qué cosas había perdido en la vida, contando con énfasis sobreactuado que desde que una chica había limpiado su casa no podía encontrar un mate y “cinco sobres de bicarbonato de sodio”. Buscaba y buscaba y no encontraba.
La tarea que autores como Saunders (y Chéjov) se arrogan es la de transformar ese tipo de historias, que en la vida real están impregnadas de un patetismo casi insoportable, en artefactos de dignidad y alegría. Alma, por ejemplo, bajo la lluvia y en medio de la calle, extraña a su marido infiel y sabe que fue cornuda con muchísimas mujeres además de la insolente Debi. Sin embargo, se marcha del cuento dejándonos la sensación de que haber estado con ella fue un milagro singular e irrepetible. Esa es la literatura como forma de bien de la que habla Bloom, o como una forma de aprecio por la vida que rescata el propio Saunders.
La tarea que autores como Saunders (y Chéjov) se arrogan es la de transformar ese tipo de historias, que en la vida real están impregnadas de un patetismo casi insoportable, en artefactos de dignidad y alegría.
¿Y hay que ser buenas personas para crear esta literatura? No lo sé, tal vez no en el sentido común o evidente en el que solemos catalogar como “buena” a la gente cuyos actos benéficos conocemos. Pero creo que para escribir de esta manera es indispensable observar con atención y verdadera compasión tanto la vida de los otros como la propia. Llegar a ser un gran escritor, alcanzar esa presencia y esa intimidad que conecta con el lector, inevitablemente implica la capacidad de transmitir algo esencial de las búsquedas que nos mueven en este recorrido compartido por el mundo humano.
Luego, un cuentista magistral como Saunders les dará más volumen y acaso los exagerará, haciendo que los cinco sobres de bicarbonato sean el disparador de una historia entretenida y genial, pero el hallazgo ocurre antes, ocurre cuando se mira con amor y precisión, cuando se encuentra ahí donde se puede encontrar.
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