JAVIER FURER
Domingo

Un acto de anticipación

La reedición de 'Diccionario de autores latinoamericanos', de César Aira, escrito hace 40 años, es una oportunidad para defender la literatura y protegerla de su captura ideológica. #ANUARIO2024

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1.

Este año se reeditó en la Argentina Los recuerdos del porvenir, la primera novela de la mexicana Elena Garro. La acompañan cinco epílogos de escritoras latinoamericanas (Gabriela Cabezón Cámara, Isabel Mellado, Lara Moreno, Guadalupe Nettel, Carolina Sanín). A Garro (1916-1998) se le suelen atribuir dos características que ella siempre negó: ser una avanzada del feminismo y una precursora del realismo mágico. También se le atribuye haberse casado con Octavio Paz, un vínculo que no pudo negar de hecho pero sí maldecir de palabra: su marido premio Nobel es bajo otros nombres el villano de varias de sus narraciones y, cuando no lo es, su lugar lo ocupa un monstruo equivalente que se encarga de martirizar a la protagonista. Pero eso no ocurre en Los recuerdos del porvenir, cuya voz narradora es la del pueblo de Ixtepec en tiempos de la Revolución, por donde pasa la tiranía del general Rosas, sanguinario burócrata empeñado en sofocar cualquier intento de libertad y de modernidad. Es una primera novela bien escrita, muy apropiada para los programas escolares, cercana al latinoamericanismo de pancarta, que tiene algo de Rulfo y una previsibilidad de la que sólo escapa el personaje de Isabel, una mujer que termina traicionando a los suyos y entregándose a Rosas. Los epílogos siguen las convenciones de esta época (“la evidencia de lo femenino es en Los recuerdos del porvenir el límite del mundo, de la historia y de la ley”, dice Sanín) que establece el elogio obligatorio entre mujeres. Curiosamente, esos textos no mencionan a Octavio Paz, aunque Nettel lo maltrata sin nombrarlo. Más curioso aún, aunque Nettel supone que con Garro nace un nuevo canon, ninguno de ellos menciona un solo título del resto de la obra de la autora.

Aquí entra en escena el objeto de este artículo, que es el Diccionario de autores latinoamericanos de César Aira, cuya reedición es tan importante y tan oportuna que lo convierte en el libro del año. Como hago desde hace años cuando leo a un autor del continente, cuando leí la novela fui a consultar lo que Aira tenía para decir de Garro. Me encontré con esta frase: “A la luz de lo que fue después la carrera de la autora, los críticos han seguido mencionando Los recuerdos del porvenir como su obra principal. En realidad, el genio peculiar de Garro sólo se asoma tímidamente aquí”. El pasaje abre la puerta a una de las entradas más entusiastas del Diccionario, de esas que provocan el deseo de encontrar y leer las obras que menciona. Y así fue como pasé días fascinantes con Recuerdos de Mariana, una novela en clave en la que Garro cuenta sus amores con Bioy Casares y sus desamores con Paz, habla de la crueldad de su marido y de la timidez oportunista de su amante usando tres voces distintas, nunca la de la protagonista. También leí la absolutamente original Reencuentro de personajes, que en este caso habla de otro amante tiránico en la vida de Garro, el cineasta Archibaldo Burns, que también responde a la figura de delincuente rapaz que sojuzga a la protagonista siguiendo los parámetros de un personaje secundario de Suave es la noche de Scott Fitzgerald y otro de Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh. Inés y Estamos huyendo Lola, relatos hilvanados en torno al común tema de una persecución siniestra e implacable contra una mujer (muchas veces acompañada de su hija) son otros ejemplos de la paranoia alucinante de Garro, de la idea de una conspiración contra los débiles que hace pensar por momentos en una novela policial (se me ocurre el título de una novela de Graham Greene, El ministerio del miedo), “de mujeres perseguidas por un poder invisible, omnipresente y muy eficaz, rodeadas de enemigos, acusadas de constituir un peligro para la sociedad y el estado, rechazadas por la historia, pero también protegidas tenuemente por las fuerzas de la imaginación y la literatura. Sus andanzas constituyen una épica de la debilidad indestructible, del triunfo de lo femenino sobre lo masculino”. Lo que está diciendo Aira es que la literatura precede al feminismo y no a la inversa.

En la entrada sobre Garro, Aira redefine la literatura mexicana contemporánea, señala dónde encontrar una dirección perdida que estuvo mucho tiempo oculta por la influencia del machismo mexicano y de Octavio Paz (cuya estatura como escritor le parece muy inferior a la de su esposa) y ahora corre el riesgo de volver a estar disimulada por un feminismo escolar y dogmático. El Diccionario de Aira se puede leer entero siguiendo el orden alfabético, pero es ante todo la gran obra de consulta para esquivar las trampas que a cada paso construye la industria editorial y académica. El caso de Garro es un ejemplo elocuente de la utilidad del libro y de su perspicacia crítica: hasta Aira, la genialidad de la autora no tenía nadie que la pusiera a nuestro alcance. Y ahora tampoco, porque han nacido nuevas razones para ocultarla. La evaluación que hace Aira de Garro viajó 40 años en el tiempo y se mantiene incólume.

 

2.

En noviembre de 1984, la recién fundada editorial Ada Korn publicó un libro con dos relatos de Aira, El vestido rosa y Las ovejas. Aira ya había publicado Ema, la cautiva y Moreira. Esas dos novelas y otras dos que se publicaron también en 1984, Canto castrato y La luz argentina, bastaban para comprender que Aira ya era un escritor importante, aunque el tono que emplea Korn en esa supuesta “contratapa a favor” (Aira decía por entonces que “toda contratapa era una tapa en contra”) tiene un tono más bien condescendiente. Aira era entonces un empleado part time de la editorial: trabajaba para ella en un proyecto por el que le pagaron un sueldo mensual durante un año y que, en la solapa posterior del El vestido rosa / Las ovejas, se anuncia “en preparación” bajo el título Diccionario de la literatura latinoamericana.

Aira trabajó en el diccionario entre enero y diciembre de 1984 y luego se tomó tres meses más sin goce de sueldo para terminarlo. Pero el libro no se publicó entonces por razones no del todo claras. De hecho, podría no haber visto nunca la luz. Tal vez porque a Ada Korn no le gustó lo que vio: hay quien dice que le molestó particularmente la entrada dedicada a Bioy Casares, aunque también se cuenta que varios escritores le manifestaron su enojo por no haber sido incluidos o no haberlo hecho como creían merecerlo. Aunque puede ser que tuviera dudas sobre lo que podría vender un experimento de muchas páginas y demasiado ambicioso, que no era un manual escolar. Así fue que el Diccionario durmió en los cajones de la editorial durante 15 años, cuando finalmente se publicó en 2001 en una coedición entre Emecé y Ada Korn, después de que Aira dedicara seis meses a hacer algunas correcciones. En ese entonces, el capital simbólico de Aira era otro, y el proyecto resultaba potencialmente más atractivo para el mercado. En 2005 hubo una reimpresión y luego, después de estar inédito 15 años, pasó otros 15 cumpliendo una condena editorial distinta, la de estar agotado. Recién en 2024 volvió a ver la luz en esta nueva edición de Paidós, más legible tipográficamente pero esencialmente idéntica, ya que sólo se agregaron las fechas de la muerte de algunos autores. Esa tardía reedición constituye un acontecimiento que no ha sido adecuadamente señalado por la prensa.

 

3.

Si el Diccionario de autores latinoamericanos era en 1985 un libro único, lo sigue siendo ahora, más cuando a nadie se le ocurre emprender algo semejante, ni siquiera al propio Aira (que nunca intentó actualizarlo). Es cierto que el Diccionario es una tarea descomunal, aun para un lector omnívoro como era Aira entonces pero, por otra parte, nadie parece ver la necesidad de un diccionario como éste. La clave está en “como éste”. Creo que cuando Aira lo imaginó pensaba dos cosas que se apartaban del sentido común literario de la época y hoy están aún más lejos de él. Son dos razones que parecen oponerse. Una es que era posible conocer lo esencial de las letras continentales, al menos la evaluación de los escritores surgidos, como dice en el muy breve prólogo de 1985, antes de “los últimos 20 años”. La otra es que lo importante es apartarse de toda pretensión académica, no ser “exhaustivo ni sistemático”, omitir el tratamiento de “épocas, escuelas y movimientos” (el pan nuestro de profesores y programas de estudio) para “apuntar más bien al lector, y dentro de esa especie, a los buscadores de tesoros ocultos”.

De hecho, el Diccionario tiene dos partes. La principal y mucho más amplia es una colección de mil trescientas entradas dedicadas a los autores en orden alfabético. La otra, un apéndice que contiene una brevísima historia de la literatura de cada país y una lista de sus escritores más importantes (aun los no incluidos en la primera parte). Para resolver la paradoja, o al menos emprolijarla un poco, la idea es que lo esencial de ese corpus literario está en los nombres del pasado que merecen ser redescubiertos y señalados para que la combinación de las historias oficiales de cada país y la presión del mercado editorial que favorece las novedades no condenen al olvido los libros que mantienen la posibilidad de que los lectores existan. La de Aira no fue una empresa museística, con todo lo que tienen los museos de lúgubre y pomposo, sino más bien una apuesta optimista destinada a darle una herramienta a los lectores, preservarlos como esa especie en peligro de extinción, justamente la especie que debía permitir la supervivencia del propio Aira como escritor. El Diccionario afirma que la literatura latinoamericana es digna de leerse pero que es útil tener una guía para hacerlo. Aunque el propio diccionario menciona favorablemente el trabajo de historiadores como Enrique Anderson Imbert o Ángel Rama, Aira describe el resultado de su propio trabajo como “una acumulación de comentarios y notas de investigador aficionado”. Entonces había pocos pero hoy los hay menos candidatos a merecer ese rótulo, muy pocos lectores por deporte capaces de encontrar todos esos libros y dar cuenta de su lectura. Más cuando, en muchos casos, se trata de nombres de los cuales en la Argentina se dejó de hablar desde que la literatura en castellano se regentea y triangula a través de España.

 

4.

De todos modos, las intenciones del Diccionario exceden el señalamiento de esos tesoros ocultos, ya que Aira libraba una batalla crítica en varios frentes. En primer lugar ésas eran épocas en las que aún no se había disipado el humo del boom latinoamericano, y los escritores que en su momento tuvieron lugar en esa operación editorial tenían el estatuto de próceres y seguían vendiendo. García Márquez venía de ganar el Nobel en 1982, Vargas Llosa lo ganaría en 2010 y en el mundo todavía se hablaba con reverencia del realismo mágico como producto exótico. En las entradas respectivas, Aira trata al elenco del boom con un tono más cercano al desdén que a la admiración, aunque no deja de señalar méritos cuando los encuentra. Pero en pasajes casi dichos al pasar emite sus opiniones más contundentes. Por ejemplo, cuando elogia calurosamente Yo, el supremo de Roa Bastos y la califica como “una de las pocas novelas realmente buenas de las incluidas en el boom de la literatura latinoamericana”.

Aira escribe su diccionario cuando en la Academia y en el medio literario argentino se disputa la construcción de un nuevo canon. La idea de mirar hacia adentro encubre un fastidioso nacionalismo para uso de patriotas y catedráticos, pero fue en cierto modo una respuesta a los años del boom, con su impostado latinoamericanismo para uso de la industria editorial española y el régimen cubano. Frente a la idea de mirar hacia adentro que prevalece desde entonces entre sus compatriotas, en general apegados a su provincianismo blanquiceleste, el Diccionario intenta una apuesta distinta: aceptar que el objeto que vale la pena considerar con una mirada crítica es la literatura del continente en conjunto, porque es lo suficientemente interesante y diversa como para merecer que se la lea sin el filtro de una selección arbitraria, comercial e ideológica como la del boom y sin ahogarla en las fronteras nacionales.

De todos modos, Aira interviene en la demolición del viejo canon argentino, especialmente contra la valorización que hizo Borges de Lugones, a quien prácticamente maldice cada vez que lo nombra. Al comentar La guerra gaucha dice: “La insensibilidad literaria de Lugones se manifiesta definitiva e irremediable en este libro”. Pero también es contundente en sus reproches a los autores más vendidos de la época, especialmente a Ernesto Sabato y Julio Cortázar, cuyos personajes públicos se toma en broma. Tampoco es muy entusiasta con otros best-sellers de la época, como Mujica Láinez o Silvina Bullrich, de quien, con su habitual ojo clínico, rescata Teléfono ocupado, “deliciosa intriga sentimental que podría haber filmado Lubitsch”.

La literatura argentina que rescata Aira contiene algunos de los grandes nombres del pasado como Sarmiento, Borges, Arlt (“el mejor novelista argentino”), Silvina Ocampo (“de las mejores y más originales cuentistas de Hispanoamérica, en cuya literatura no es fácil encontrarle antecedentes”) y Hernández (aunque cuestiona su canonización por Rojas y Lugones), pero no se entusiasma con la gauchesca ni con el “pensamiento verboso, fatalista y vago” de Martínez Estrada, ni “con la combinación de género fantástico y costumbrismo plebeyo dominada por la ironía paternalista y el desdén” que le atribuye a Bioy Casares. Aira está menos interesado en hablar de los famosos que en rescatar escritores marginados. Un buen ejemplo es este pasaje dedicado a Eduardo Holmberg: “Es injusto que estos libros encantadores, típica literatura ‘de aficionado’, tanto mejores que la de muchos escritores profesionales, no se hayan editado”. Esa apología del amateurismo es esencial en el espíritu del Diccionario.

 

5.

Aira es mucho más prudente a la hora de hablar de sus contemporáneos. De hecho, como dijimos, excluye expresamente a los que surgieron alrededor de 1965, aunque hace excepciones. En particular las de Manuel Puig y Juan José Saer, quienes empezaron a publicar después de esa fecha y a quienes elogia con cierto entusiasmo, aunque luego cambiaría de opinión con respecto al segundo, como seguramente le ocurrió con otros autores recogidos en el Diccionario. Por otra parte, se la ha reprochado a Aira que excluyera a una serie de escritores algo anteriores a él que alcanzaron estatuto de culto en ciertas capillas: entre otros Ricardo Zelarayán, Osvaldo Lamborghini y su hermano Leónidas, Copi, Juan Rodolfo Wilcock, Néstor Perlongher, Néstor Sánchez, aunque Aira sería el gran divulgador de Lamborghini y después escribiría favorablemente sobre Copi.

Personalmente, me habría gustado que Witold Gombrowicz, de quien Aira escribió favorablemente en esa época, hubiera figurado en el Diccionario. Es cierto que Gombrowicz escribió en polaco, pero fue tan argentino como Guillermo Enrique Hudson, al que Aira le dedica una entrada merecidamente elogiosa, que nació en Quilmes pero escribió toda su obra en inglés. Por otro lado, tengo la sospecha de que Aira no se quería meter en la lucha en el barro que implicaban algunas obras que en ese momento empezaban a discutirse con fervor. O tal vez no tuviera una opinión definitiva. Me gustaría preguntárselo si alguna vez conversamos, así como sobre sus intenciones al proponerse el Diccionario, más allá de que la redacción deja traslucir que le resultó una tarea grata.

Y eso que componer un diccionario es un trabajo arduo, empezando porque le requirió leer completa las obras de autores pesadísimos como Carlos Fuentes. Aira optó por entradas de distinta longitud según la fama pero también según la verdadera importancia de los autores, y también de lo que tenía para decir de ellos. A veces se detiene en la biografía, sobre todo cuando es singular por alguna razón. Por ejemplo, es particularmente graciosa la larga e irónica narración, aunque no exenta de simpatía, que hace de la vida de Pablo Neruda, quien fue siempre un escritor en movimiento. “Se sucedieron los viajes por Europa, América, Asia, la construcción de una nueva casa, ‘La Sebastiana’, en un cerro de Valparaíso, los premios, agasajos, homenajes, la veneración del pueblo chileno, las amistades copiosas: pocas vidas de escritores han sido tan plenas y felices como la de Neruda, una vida que prácticamente no tuvo zonas oscuras, miserias o dolores”. Es que entre los escritores, especialmente los de épocas sin regalías firmes, por cada vida feliz hay diez desgraciadas.

A Aira le interesa consignar cómo terminaron sus autores y hasta le gusta señalar que algunos tuvieron un matrimonio feliz. Pero siempre es todo lo exhaustivo que puede con la bibliografía. Así, la parte puramente crítica de cada autor es en general sintética: Aira se esmera por decirlo todo al respecto en un par de frases. Muchas veces prefiere ser escueto o liquidar el juicio crítico en una línea, aunque no deja de señalar lo mejor de cada obra, especialmente cuando su intervención va en contra del consenso crítico previo. Por ejemplo, dice del narrador uruguayo Juan José Morosoli: “Es un autor tan extraño como genial; también es infinitamente discreto y su genio, tanto como su esencial extrañeza, pueden pasar desapercibidos”. Uruguay es uno de los países cuya literatura Aira parece haber leído entera, pero sabemos que se trata de un país pequeño, en el que la proliferación de escritores interesantes es tan poco explicable por la demografía como la de buenos jugadores de fútbol (y, por lo tanto, no es necesario incluir a Eduardo Galeano en un diccionario de autores). Algo parecido ocurre con Cuba, que también tuvo una literatura importante, en particular antes de la revolución: Lezama Lima, Virgilio Piñera y Cabrera Infante son objeto de elogiosas reseñas.

 

6.

Brasil, en cambio, es un país muy grande, cuya historia literaria siempre fue un centro importante de atención para Aira y también la causa de un fracaso personal. Como si intentara refundar el Mercosur por otros medios, Aira intentó siempre que se le prestara más atención a la literatura brasileña. La presencia de un segundo idioma en el Diccionario es parte de ese proyecto. Pero la xenofobia argentina con la región se agudiza en el caso de Brasil, a pesar de todos los esfuerzos de la diplomacia cultural en ese sentido. Aira siempre pensó que la literatura brasileña merecía otro tratamiento y en un artículo de 1986, la época del diccionario, se quejó de “la desdeñosa ignorancia que sufre entre nosotros la más rica de las literaturas latinoamericanas”. Tal vez por eso los artículos dedicados a algunos escritores brasileños destilan una contagiosa admiración.

Si un efecto general del Diccionario es el deseo imperioso de leer a ciertos escritores, es imposible no sentirse en falta si uno no ha leído a Machado de Assis, de quien Aira empieza diciendo: “De todos los buenos novelistas que hubo en Latinoamérica en el siglo XIX, ninguno puede ponerse a la altura de Machado de Assis. Su lugar está entre los más grandes. Habría que pensar en Henry James o en Flaubert para incluirlo en la compañía que más le conviene”. La entrada correspondiente habla del autor de las Memorias de Bras Cubas, Quincas Borba y Don Casmurro con el cariño que despierta un pariente que hizo algo importante en la vida. Algo parecido puede decirse de dos autores cuyos libros más importantes (Os Sertoes y Grande sertão: veredas) comparten en el título la geografía y a quienes Aira declara imprescindibles, aunque corresponden a dos siglos y dos posiciones en el mundo literario. Mientras Euclides da Cunha fue un periodista militante que se convirtió en clásico por un único libro fundamental, João Guimarães Rosa fue médico, diplomático y, durante la última parte de su vida, un mago secreto de las letras que alcanzó “la culminación de la novela moderna”. Aira encuentra un particular deleite al narrar la vida de este escritor tan modesto que no se decidía a aceptar su silla en la Academia por miedo a la emoción que podía provocarle (de hecho, cuando lo hizo, murió de un infarto).

En ese artículo, Aira le reprocha a Borges no haber disfrutado de ningún autor brasileño y declara a Brasil como “el país de la nacionalidad triunfante y feliz”, en el que triunfaron “todas las escuelas literarias europeas mientras que fracasaban en los países hispanoamericanos”. Esas escuelas, sostiene Aira, dieron escritores que, en muchos casos, fueron superiores a sus influencias. El artículo termina afirmando que la riqueza literaria brasileña se cortó hacia la segunda mitad del siglo XX y apenas dio escritores útiles para el turismo como Jorge Amado. Aira destaca que Susana Zanetti fue de las pocas estudiosas que trató de incluir las letras brasileñas en el currículum universitario argentino y termina declarando que no cree que la situación pueda revertirse. No se revirtió, pero Aira usa el Diccionario, entre otras cosas, para fundamentar autor por autor la gloria de las letras brasileñas del pasado. Sería interesante conocer la opinión de Aira sobre las causas de la decadencia literaria en Brasil.

 

7.

Si Aira hubiera actualizado el Diccionario, difícilmente habría podido evitar a Roberto Bolaño, el nombre que sustituyó al de García Márquez como ídolo del mercado editorial y de la academia norteamericana. Durante un par de décadas, las contratapas gringas de los escritores jóvenes de la región los anunciaban indefectiblemente como “el nuevo Bolaño”. Mitad mexicano, mitad chileno (y mitad español), Bolaño fue canonizado a partir de los años ’90 y no conozco en Chile a nadie que se atreva a hablar mal de él, ni tampoco en España o en México. Sólo la barra brava literaria argentina, aludida en un célebre artículo de Bolaño contra “la pesada”, se propuso que las huestes bolañistas no pasaran. Al mini boom de Bolaño se siguen sucediendo otros, que como el original reúnen cierta caracterización “de izquierda”, una escritura convencional enemiga de las vanguardias, una banca de las multinacionales del libro y un intenso trabajo de lobby. Supongo que librar las mismas batallas que Aira dio en su época sería muy arduo hoy, pero de algún modo el Diccionario se anticipó genéricamente a ellas. En particular por su intervención en el caso chileno.

Detrás de Bolaño y con el final de la dictadura, entró en las muy clasistas letras chilenas la reivindicación cada vez más decidida del escritor de origen plebeyo. En Chile hubo siempre escritores de izquierda, empezando por Neruda, aunque no falta quien lo acuse de no serlo lo suficiente. Por otro lado también hay una cantidad importante de escritores patricios, que descendían de presidentes y portaban los apellidos de la oligarquía. Las letras chilenas ocupan una parte importante del Diccionario y Aira hizo con ellas lo mismo que con el resto: separar la paja del trigo valorando a los escritores exclusivamente por su mérito literario. Gracias al diccionario, descubrí a Joaquín Edwards Bello, oveja negra de la familia dueña de El Mercurio, que tras una juventud disipada en París, vivió modestamente del periodismo, no fue funcionario ni diplomático y escribió no sólo El roto, una de las novelas chilenas más notables, sino una colección de extraordinarias crónicas, parientes de las Aguafuertes de Arlt, que abarcan varias décadas. Aira nunca distinguió entre izquierda y derecha a la hora de elogiar y castigar.

Acaso no haya en el Diccionario un elogio más largo, más caluroso y más perspicaz que el que Aira le dedica a Manuel Rojas, el autor de Hijo de ladrón, un escritor de origen ciertamente proletario. Aira describe a Aniceto Hevia, doble ficcional del autor, como un hombre “que por ser sólo hombre lo es de manera ejemplar y conmovedora y que, al descubrir Chile lo diluye como nación, lo vuelve el mundo entero contaminándolo de su simplicidad de hombre sin atributos, o más exactamente, y ahí está la peculiaridad notable de Rojas, de hombre pobre sin atributos, incluidos los atributos del marxismo (no es un buen obrero ni mucho menos). Paradójicamente, esta visión universalizada de Chile es la más evocadora que haya dado la literatura de ese país […]”. Una multitud habita sus novelas; aparecen personajes nuevos a cada página así como desaparecen. Lo que sería un defecto en otro novelista, es funcional en él, la mejor expresión de su filosofía en la que los hombres se equivalen sin dejar de ser únicos, los destinos son fugaces y sin importancia, parpadeantes como astros y la biografía, género burgués y decimonónico, se disuelve en un arte de la vida y la pobreza”.

Pero Aira no les impuso a los escritores que destaca la obligación de compartir el origen ni las ideas de Rojas. Por ejemplo, hace una defensa de dos escritores del grupo surrealista y esotérico Mandrágora, el rarísimo Juan Emar, autor de Umbral, una obra secreta de 5.000 páginas y, especialmente de Braulio Arenas (otro autor que dan ganas de salir corriendo a buscar), de quien dice: “Su obra narrativa es única, sin antecedentes ni consecuentes, de extraordinaria novedad e inventiva […]”. Aunque prolífico, Arenas conservó algo de ‘novelista aficionado’, de poeta que experimenta con una forma que no es la suya, y lo hace con singular libertad, sin condescender con moldes o mecanismos convencionales. Inventó su propia técnica, y la reinventó en cada libro”. Un Aira que se entusiasma, una vez más, en lo que hay de diferente en una escritura, prescindiendo de su orientación política.

 

8.

El singular anarquismo vital y literario de Rojas tiene una estela acaso indeseable, que prescinde del talento y lo reemplaza por una actitud rencorosa y aspiracional, dentro y fuera del poema y la ficción. A esa tendencia pertenecen Pablo de Rokha y Carlos Droguett, dos escritores que fueron amigos entre sí y enemigos respectivos de dos tótems de la poesía chilena como Neruda y Nicanor Parra, a quienes vivieron injuriando. Pero tanto de Rokha como Droguett son cada vez más reivindicados por las generaciones pos-bolañistas, como lo prueban sendos libros que les dedicó un amigo, gran escritor chileno, seducido por el deseo de reivindicar a los escritores excluidos de las letras pitucas chilenas. En su biografía de Droguett, mi amigo empieza invocando una actitud benjaminiana de reconocimiento de lo olvidado, pero se precipita en una justificación absoluta del biografiado que incluye hasta su servilismo hacia el régimen cubano. El problema con De Rokha y Droguett, como bien observa Aira, no es que sean de izquierda, es que son ilegibles: basta hacer la prueba con sus libros tremendos, groseros en un caso, amaneradamente virtuosos en el otro.

Aira dice que a De Rokha solo se le daban bien las injurias, aunque “la megalomanía no siempre cumple su función de hacer entretenida la lectura […] en su exceso constitutivo, la poesía de Rokha hoy solo puede apreciarse leyendo salteado aquí y allá”. Con Droguett tampoco es muy compasivo. También elogia sus sarcasmos, en los que reconoce a Léon Bloy, pero lo lapida con esta frase: “En contraste con su refinada literatura, su estilo personal (que ha trascendido con frecuencia en sus artículos) es brusco, airado, de un comunismo apocalíptico en la línea de su amigo de Rokha”. Tras perdonarle la vida a Droguett por Eloy, su libro más celebrado (“En su minimalismo está el mérito de la novela, que por otra parte no es superlativo”, sentencia Aira: “El resto de la producción de Droguett insiste en general en temas violentos y en una prosa densa, enmarañada, no siempre grata a la lectura”). Aira señala el carácter bufonesco que pueden achacárseles tanto a Neruda como a Parra, pero la comparación con sus empecinados enemigos los enaltece. El libro sobre Droguett termina reconociendo que el hasta hace poco olvidado autor es hoy objeto de innumerables reediciones, homenajes, recordatorios periodísticos y estudios académicos. Esa página final podría titularse: “Aira, perdiste, y los jóvenes escritores chilenos te llevaremos a la guillotina”.

Como en el caso mexicano, Aira se anticipa en el Diccionario a lo que va a ocurrir y lo que escribe se contrapone frontalmente con las modas actuales que, en nombre de la ideología, se embanderan en lo mediocre o elogian por malas razones lo destacado. En un momento en el que el posicionamiento ideológico parece volver para terminar con la literatura, a barrer con el juicio crítico basado en el placer, el Diccionario de autores latinoamericanos y la que hoy funciona de hecho como pieza complementaria, la recopilación de artículos y reseñas publicados entre 1981 y 2010 bajo el título La ola que lee, son una herramienta muy valiosa para defender la literatura y para defenderse de ella.

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Quintín

Fue fundador de la revista El Amante, director del Bafici y árbitro de fútbol. Publicó La vuelta al cine en 50 días (Paidós, 2019). Vive en San Clemente del Tuyú.

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