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Hace 32 años, Alex se fue a hacer su MBA a Estados Unidos y sólo regresó al país para visitar a la familia. Una vez recibido, trabajó casi 15 años en Wall Street. Después, impulsó varios emprendimientos para, finalmente, reinventarse hace un lustro como coach y mentor, previo reentrenamiento en la Harvard Business School. Le va súper bien, sus tres hijos están muy encaminados y junto con su esposa viven confortablemente en Nueva York. Como muchos otros inmigrantes hispanos, optó por convertirse en ciudadano por gratitud hacia el país y, digamos todo, por conveniencia en la liquidación de sus impuestos. Sin estar para nada entusiasmado ni convencido por su campaña, votó por Kamala Harris casi por inercia (siempre vota a los demócratas). “Aunque te parezca mentira, estoy muy esperanzado por el resultado de la elección”, confiesa, sin embargo. “Esperemos ver el gabinete que designa Trump y si es capaz de capitalizar la experiencia anterior”. Coincidimos en que lo positivo de estos comicios es que no hubo dudas respecto de su transparencia, evitando así problemas de legitimidad de origen. Más aún, la ausencia de conflictos postelectorales despeja el panorama y permite una transición sin los escándalos y sobresaltos de 2021. “Los mercados por ahora reaccionaron bien”, agrega con inocultable satisfacción.
Es cierto que muchos observadores estaban inquietos respecto de la eventual profundización de la dinámica de polarización extrema que caracteriza a la sociedad norteamericana. Algunos incluso especulaban con potenciales episodios de violencia, y hasta no faltó algún comentario en el sentido de que Estados Unidos se encaminaba, casi indefectiblemente, hacia una nueva guerra civil. Todos esos nubarrones se han despejado de forma súbita por la dimensión de la victoria de los republicanos que, luego de dos décadas, lograron imponerse no sólo en el Colegio Electoral sino también en el voto popular. Esto constituye un primer motivo de satisfacción: la sociedad se inclinó con claridad y contundencia a favor de uno de los candidatos, y este fuerte mandato empodera sin condicionamientos al nuevo presidente, aun antes de conocerse el recuento definitivo de los votos para la Cámara de Representantes, que podría eventualmente otorgarle al GOP el control total del Congreso.
Algunos especulaban con violencia e incluso con que EE.UU. iba casi inevitablemente hacia una guerra civil. Esos nubarrones se disiparon tras la victoria republicana.
Trump había sugerido durante la campaña que, de ganar las elecciones, pensaba desplegar un liderazgo agresivo y confrontacional. Con todo el poder que logró, el interrogante ahora es si en efecto piensa vengarse de quienes considera traidores (incluyendo varios integrantes de su primer gobierno que ventilaron detalles comprometedores respecto de su estilo de liderazgo), de sus críticos más implacables y de los medios de comunicación que nunca digirieron su figura; o, por el contrario, concentrarse en resolver las cuestiones más prioritarias de su agenda, tanto internacional como doméstica: los conflictos en Ucrania (incluyendo el futuro de la OTAN) y Medio Oriente, la relación comercial con China y México, la inmigración ilegal, la inseguridad —sobre todo en las grandes ciudades—, la epidemia de fentanilo y otras drogas sintéticas, las reformas tributaria y regulatoria, entre otras. Así, sería un despropósito desperdiciar la oportunidad de aprovechar el enorme capital político acumulado para poder trabajar con el Congreso en el diseño e implementación de los instrumentos de política pública que le permitan alcanzar lo más rápido y contundentemente posible logros concretos de gestión.
Legado y expectativas
Un triunfo de semejante magnitud suele generar expectativas muy positivas en un segmento enorme de la sociedad que generalmente no son para nada fáciles de satisfacer. Si hasta mi amigo Alex, consuetudinario votante demócrata, se muestra algo ilusionado… Los politólogos aprendimos de nuestros parientes, los economistas, a mirar siempre “lo malo de lo bueno” (y “lo bueno de lo malo”): cuando te va muy bien, las preguntas son cuánto durará ese ciclo y qué puede modificar las preferencias subyacentes de la ciudadanía; y cuando las cosas se complican, lo mismo: no hay mal que dure cien años. También aprendimos el concepto de “reversión a la media”: cuando te cancelan un vuelo, pinchas una goma o el arquero de tu equipo no atajó un penal clave, te aferrás a que la próxima vez las cosas deberían salir mejor. ¿No le convendría a Trump concentrarse en objetivos lógicos y pragmáticos que le permitan satisfacer a su electorado y facilitar la tarea de quienquiera que lo suceda?
Recordemos que Trump será, a menos que pretenda y logre una enmienda constitucional, un presidente de un solo mandato. La natural puja por sucederlo se disparará luego de la elección de mitad de mandato, dentro de dos años. ¿Todavía no terminaron de contar los votos de esta elección y ya hay especulaciones respecto de las próximas? Y bueno, los politólogos somos así. Y los políticos, lamentablemente o no, también. Un presidente que en apenas 24 meses será un “pato rengo”, con las dificultades de coordinación que ello trae aparejado, necesita enfocarse en una agenda estratégica que le permita obtener logros rápidos y tangibles.
Más aún, con 78 años de edad y teniendo en cuenta el desgaste físico y cognitivo que implica gobernar, es altamente probable que tanto Trump como sus colaboradores pretendan que la primera mitad de su segundo mandato le permita consolidar y proyectar su liderazgo. Más aún, Trump tiene la oportunidad de convertirse, a pesar de sus profundas diferencias ideológicas y personales, en un virtual heredero nada menos que de Ronald Reagan, borroneando aún más el desgastado abolengo de la familia Bush: a él también lo han apoyado muchos ex votantes demócratas y pretende reinventar el papel y la influencia de su país en el mundo.
Quienes seguramente pugnarán por sucederlo (en principio, el vicepresidente electo J.D. Vance, la ex gobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, y el actual gobernador de Florida, Ron DeSantis, pero sin duda habrá más), buscarán convertirse en genuinos continuadores de su legado o deberán tomar distancia y establecer algún nivel de crítica si los logros efectivos y palpables no alcanzan para satisfacer las amplificadas esperanzas que precipitó su sorprendente victoria. Deberán, sin duda, competir entre sí mientras que, al mismo tiempo, monitorean la situación imperante en el principal partido opositor. ¿Podrán los demócratas procesar una derrota tan dura, realizar la necesaria autocrítica, seleccionar candidatos competitivos y desplegar con competencia un esfuerzo cabal para recuperar el amplio terreno perdido? Hoy se los nota en estado de conmoción, confundidos respecto de las razones profundas que explican su reciente naufragio y carentes de un liderazgo lo suficientemente representativo y corajudo como para impulsar los profundos cambios de narrativa, métodos y objetivos que su partido sin duda necesita.
Si Trump confirmase las peores sospechas, estaríamos ante el ‘stress test’ más importante para las instituciones democráticas de EE.UU. en décadas, o quizá en su historia.
Sin embargo, la política aprovecha siempre los espacios vacíos: si la entrante administración Trump no es capaz de, más temprano que tarde, comenzar a mostrar resultados, la centralidad del 47º presidente podría desgajarse y complicar entonces sus ambiciosas aspiraciones. Donald Trump ganó de manera arrolladora y sin objeciones. Pero, curiosamente, no puede relajarse ni permitir que su carácter y obsesiones obstaculicen la concreción de logros objetivos y visibles de gestión.
Si toda esta reflexión estuviese equivocada y Trump finalmente confirmase las peores sospechas que pesan sobre él (un presidente imperial, abrasivo, confrontativo, con pulsiones autoritarias y disfuncional en la toma de decisiones), indudablemente estaríamos frente al stress test más importante para las instituciones democráticas y republicanas de los Estados Unidos en muchas décadas, tal vez en toda su historia. Lo mismo puede argumentarse del sistema de alianzas internacionales establecidas desde la segunda posguerra. En ese hipotético caso, si Trump “fuera por todo” y Estados Unidos entrase en un tobogán hacia la autocracia, su desgaste sería proporcional al grado de autoritarismo que contengan sus políticas. Se trataría de un daño autoinfligido similar al que en su momento experimentó “Cristina eterna” (2012), que incluyó no sólo la parálisis de su gobierno sino un ciclo de derrotas electorales devastadoras para su proyecto hegemónico (2013, 2015 y 2017). Puede, entonces, afirmarse que en sociedades complejas y diversas como la argentina, mucho más aún en la de Estados Unidos, aquellos que pretenden quedarse con todo terminan generalmente con poco y nada. Si eso ocurriera, los mecanismos antes descriptos (dinámica de competencia dentro del GOP, reinvención y fortalecimiento de los demócratas) se acelerarían y profundizarían, limitando entonces de manera determinante el margen de maniobra y la capacidad de daño de Trump.
En síntesis, este nuevo escenario puede terminar siendo mucho menos dramático y extremo de lo que algunos suponen. Una cosa es la campaña electoral, incluso ganar una elección, y otra totalmente diferente y muchísimo más compleja es gobernar.
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