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Todo lo que se hace en la India es feo.
Hay países con vocación para la fealdad:
la India, México.
–Jorge Luis Borges
Sólo después de haber viajado a la India conocí esta cita de 1960 de Borges, en sus conversaciones con Bioy. Quien no haya ido puede pensar que es una cita cruel, pero creo que es justa. Las siguientes son mis impresiones luego de haber pasado apenas una semana, el mes pasado, en Nueva Delhi y Agra.
Las reacciones de las personas ante el anuncio de un viaje a la India son dos. Una es algo así como: “¡Qué increíble! No vas a volver siendo la misma persona. La India es un antes y un después”. La otra es algo así como: “Tené cuidado con la comida”. Luego de haber vuelto, estoy de acuerdo con ambas.
Como soy precavido y no me gusta experimentar demasiado con un tipo de comida que es riesgosa, según ya se me ha advertido (incluso los locales), salgo del aeropuerto de Nueva Delhi y encaro hacia un Kentucky Fried Chicken solamente por verlo conocido. Pienso que comer pollo frito en una cadena estadounidense debería ser más o menos lo mismo ahí que en Buenos Aires o Nueva York y efectivamente lo es, más allá de que está un poco picante. Pero lo que es digno de contar no es el gusto de la comida chatarra.
Mientras espero el pollo, veo un stand con el diario Hindustan Times, que ese mismo día cumple cien años de existencia. El periódico es de formato sábana y bastante robusto para el siglo XXI, motivo por el cual no me queda claro si es gratis o no. Pregunto si debo comprar un ejemplar y me dicen que no hace falta. Por lo general, a mí me gusta abrir diarios de papel y ver qué es lo que más me llama la atención.
A diario se encuentran numerosas personas muertas sin identificación. Ante la falta de información, las autoridades publican fotos con la esperanza de que alguien los reconozca.
Nunca hubiera esperado encontrar en un diario tantos avisos como los que encuentro este domingo acerca de cadáveres encontrados en la vía pública, por los que se pide algún tipo de información al público. Así como lo leen: cadáveres no identificados. Todo indica que, a diario, se encuentran numerosas personas muertas sin identificación. Ante la falta de información sobre quiénes son, las autoridades publican fotos (sí, fotos) y descripciones detalladas de los cuerpos, con la esperanza de que alguien los reconozca y pueda hacerse cargo de ellos. El Hindustan Times no llega a estar entre los diez diarios más leídos del país, en parte porque el inglés no es ni remotamente mayoritario, por más de que a veces funcione como lingua franca; no quisiera imaginarme, entonces, la cantidad de avisos de muertos que hay en los otros diarios más populares.
Este súbito encontronazo con la muerte apenas aterrizo en la India me recuerda una anécdota que hace un mes me contó un periodista paraguayo que estuvo ahí muchas veces. Además de decirme que, tras conocer la India, agradeceré no haber nacido ahí (un mensaje alentador para alguien a punto de viajar), me relata una ocasión en la que, mientras caminaba por la calle, presenció la muerte repentina de una persona. Su instinto (paraguayo, latino, cristiano, liberal, quién sabe) lo llevó a quedarse a esperar una ambulancia que se llevara el cuerpo, pero su guía le dijo: “Vamos, después se lo lleva el camión de la basura”.
Cadáveres sin identificar en las calles, muertos transportados por camiones de basura: esa es la bienvenida que les propongo para esta breve crónica sobre un viaje a la India. No parece alentadora y, aun así, no se va a poner mejor.
La paranoia y las bocinas
Al salir de KFC, me encuentro con la desagradable sorpresa de que el hotel donde voy a quedarme para una conferencia no tiene, pese a estar ubicado exactamente al lado del aeropuerto, un servicio de transporte para buscarme. Busco en Google, sorprendido, ya que nunca había visto hoteles de aeropuerto sin combis; al parecer, esto es común en India.
La consecuencia inmediata de no tener transporte es que me pongo a buscar la mejor manera de llegar al aeropuerto, y como sé que estoy a sólo una estación de subte del hotel, decido tomarlo. Es un trayecto de sólo un kilómetro, pero hay mucho para contar. “¿Puedo pagar con tarjeta de débito?”, le pregunto a un empleado del stand de información del aeropuerto. “Puede ser”, me dijo, “pero le puedo indicar dónde cambiar dinero para tener rupias”. Creo que el “puede ser” es una joda y se lo repito, con una sonrisa. Pero él se ríe también. Supongo que tenía algún negocio armado con un cambista y encaro para adentro.
Al ingresar a la estación de subte, lo primero que uno encuentra no es la boletería, sino un control símil aeroportuario. A lo largo de mi estadía en Nueva Delhi, esto se convertirá en una constante: para entrar al subte, a hoteles y a monumentos públicos será imprescindible pasar las pertenencias por un escáner y someterse a un chequeo físico que a cualquier argentino le resultaría insólito. Y es que la India tiene un pasado reciente turbulento en cuanto al terrorismo: en 2008, una serie de ataques que se prolongaron durante cuatro días en hoteles, un hospital, una universidad, un restaurante y una sinagoga en Mumbai dejó un saldo de 175 muertos. Los indios tienen un miedo inusual al terrorismo.
Por lo pronto, seguimos en el subte, que por primera vez en mi vida pago más barato que en Buenos Aires: 25 centavos de dólar. Algo en Nueva Delhi está mal o algo en Buenos Aires está mejorando, por fin, o ambas cosas son ciertas. Me alegro de que nuestro servicio no parezca tan depreciado en esta comparación. ¿Y cómo pago? Con tarjeta de débito. Confirmo mi sospecha de que el empleado del aeropuerto me estaba tomando por boludo.
Después de una estación, me bajo del tren y repaso el trayecto de tres cuadras a pie que voy a tener que hacer para llegar al hotel. La zona es estrictamente una de hoteles aeroportuarios: hay unas doce manzanas que sólo tienen este tipo de establecimientos, con la excepción de un centro comercial con locales gastronómicos y oficinas. Solamente del otro lado de una autopista aledaña hay un barrio indio común y corriente (“ahí están los que cagan en la calle”, me contará después un colega curioso que cruzó). Quizás por la existencia de hoteles en construcción o de ese barrio aledaño, cuando salgo de la estación veo mucha gente en la calle, en una zona donde uno no esperaría encontrarla. Es como si una zona con hoteles junto a Ezeiza tuviera un tránsito peatonal comparable al del microcentro: sencillamente, no tiene sentido para mí. ¿Qué hacen? Algunos caminan, pero otros están sentados en banquitos o echados en el piso. Muchos no parecen tener un propósito.
La costumbre es que, si un peatón va a cruzar y se acerca un vehículo, este último toca la bocina. Esta actitud es opuesta a la occidental, donde la prioridad la tiene el peatón.
En las tres cuadras que me separan de la estación al hotel, como en las dos que me separarán del hotel y la conferencia, no paro de escuchar bocinas. Casi no hay tránsito vehicular, pero aún así los bocinazos son moneda corriente. La norma implícita parece ser que, si un peatón está por cruzar y se acerca un vehículo, este último toca la bocina para que el peatón se detenga. Esta actitud es exactamente opuesta a la occidental, donde la prioridad la tiene el peatón. Pero el uso de la bocina como advertencia también es normal, y bienvenido, prácticamente en cualquier caso donde un vehículo esté cerca de otro: veré a lo largo de los días varias camionetas y camiones con carteles que dicen “por favor, toque bocina”. Solo el gobierno parece estar intentando frenar los bocinazos: los dos carteles más frecuentes en estas tres cuadras son “Por favor, no escupa” (como los que había en nuestro país hace cien años) y “No tocar bocina”.
Hablo de “vehículos” y no “autos” porque no todos los particulares que circulan lo hacen en autos. La India está llena de tuk-tuks, o triciclos motorizados, que hacen las veces de transporte barato y de bajo uso del espacio. En el tránsito se pueden ver autos de lujo en las autopistas (el hotel de la conferencia tenía cuatro Maserati en exhibición, por ejemplo) al lado de tuk-tuks y de hasta algún carro tirado por vacas.
Una vez que llego al hotel, sigo leyendo el Hindustan Times y me entero de lo que está pasando. Habrá elecciones por primera vez en Jammu y Kashmir, un territorio nacional en disputa con Pakistán y China. En esa región de 12 millones de personas, casi el 70% es musulmán, pese a que el 80% de la India es hindú. Eso lleva mi mente (y mi buscador de Google) a reflexionar sobre la enorme diversidad del país, algo de lo que en Occidente no siempre somos conscientes. El ejemplo religioso es claro: en India viven más de 170 millones de musulmanes.
En términos lingüísticos, la diversidad también es increíble: ni siquiera la mitad de la población habla hindi como lengua materna. La lengua del primer ministro Narendra Modi, por ejemplo, es el gujarati, que sólo la hablan unas 60 millones de personas (menos del 5% del país) en la provincia de Gujarat (dato increíble: en ese estado, el alcohol está prohibido). La enorme complejidad lingüística implica, de hecho, una variedad de alfabetos: si uno abre el mapa del país en Google Maps encuentra las denominaciones de cada ciudad en inglés y luego en cada lengua local, que cambia según la región.
Cuando me aburro de leer, me meto en la cama. Es un error: no se combaten ocho horas y media de diferencia con una siesta que profundice el jet lag. Sí, ocho horas y media; creí que el único país que hacía la ridiculez de desfasarse del mundo por media hora era Venezuela, pero veo que estaba equivocado.
La basura y la muchedumbre
Viajé a la India por el encuentro bianual de la Mont Pelerin Society, una asociación de académicos liberales que se reúne desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La verdad es que nunca había considerado viajar a la India hasta que me enteré de que podía justificarlo con mi trabajo. La conferencia en sí no reviste de demasiado interés para ustedes, y además su contenido está cerrado al público, de manera que podemos pasar al día de la excursión.
Por lo menos un día entero de cualquier reunión de la Mont Pelerin se destina a una excursión en el lugar donde se realiza la conferencia. En este caso se podía elegir entre Agra (donde está el Taj Mahal) y Nueva Delhi. Yo me he tomado la libertad de quedarme un día extra en la India para poder dar una vuelta por la capital al final, así que mi elección es obvia: me voy a Agra.
La distancia entre Nueva Delhi y Agra es de 220 kilómetros, pero el tránsito es pesado para salir y el viaje toma unas cuatro horas. Salimos, por lo tanto, en el amanecer, que sorprende por lo denso que está el aire. La contaminación es altísima; ver cómo el smog bloquea el sol y la vista hacia adelante es realmente horrible. Se siente como aplicarle un filtro amarillento a un video. Según mi compañero de asiento, Nueva Delhi tiene 150 veces el nivel de polución que se encuentra en promedio en Estados Unidos. No sé si eso es cierto, pero lo que sí es verdad es que esta es la capital más contaminada del mundo y de que probablemente haya poca conciencia de este hecho. ¿Cómo se explica, si no, que el guía nos diga “tenemos suerte de que el día esté tan claro” sin estar siendo irónico?
El espectáculo de circular por Nueva Delhi hasta salir de la ciudad es, creo yo, lo que uno espera de la India. El tránsito es caótico, los choferes son bruscos, los vehículos se pasan a centímetros y están a los bocinazos todo el tiempo. Este país es tan inmenso que las patentes tienen diez dígitos. Se ven vacas en la calle, aunque no muchas. Casi no hay semáforos, pero cuando los hay son larguísimos; las intersecciones, donde existen, deben haber sido tremendas como para haber sucumbido ante semejante invención. Hay familias enteras que viven en la calle, algo a lo que nos estamos acostumbrando en Buenos Aires pero que igual se sale de escala. También es novedosa la agresividad de los que piden, que si establecen contacto visual vienen a golpear las ventanillas para reclamar una limosna.
Quizás lo más desagradable de circular por el país sea la mugre. Hay basura en todas partes. Puede haber una joyería o una tienda que vende Rolex ubicada frente a un microbasural. También puede suceder, como nos ocurrió a nosotros, que al detenerse en una estación de servicio uno vea cómo un grupo de monos destroza los tachos y dispersa los desechos por todos lados. Cuando un nivel alto de suciedad se combina con, por ejemplo, gente descalza (y por algún motivo a los indios les encanta andar descalzos por la vida), el resultado es desagradable.
Quizás lo más desagradable de circular por el país sea la mugre. Hay basura en todas partes. Puede haber una joyería o una tienda que vende Rolex ubicada frente a un basural.
Observo, mientras salimos de Nueva Delhi, que la cara del primer ministro está en todos lados, una característica preocupante, pero lo curioso es que no se promociona en el marco de campañas u obras públicas sino de eventos como un “trade show”. En las paradas de colectivo, por lo pronto, su cara aparece por doquier. También lo está en los múltiples baños públicos que vamos viendo, que su gobierno ha hecho construir con el objetivo de que la gente deje de defecar y orinar al aire libre. En este sentido, tengo que decir que, hasta ahora, el único lugar del mundo donde vi a alguien cagar en la calle fue en el centro de Washington, D.C.
Para ser justos, hay que decir que las personificaciones y gigantografías parecen moneda corriente en Nueva Delhi. Veo estatuas de médicos, por ejemplo, a modo de publicidad de un hospital. Veo también representaciones de elefantes en las inmediaciones de templos.
Ya en Agra y mientras nos acercamos al Taj Mahal, pasamos por una zona de “wedding temples” y nuestro guía nos muestra el lugar donde se casó, que es una construcción que quiere ser neoclásica pero que está completamente fuera de lugar y es francamente espantosa en el medio de un descampado. Dice que asistieron dos mil personas, un número normal en el país. El hombre habla inglés con el típico acento indio, pero también español sorprendentemente bien. Trabaja con grupos latinos. Su público del día en realidad sólo quiere que lo dejen en paz, pero él trata de ser simpático.
La entrada al Taj Mahal, como la del fuerte de Agra y los templos y monumentos que visitaré en Nueva Delhi, es caótica. Antes de los cacheos, avalanchas de vendedores ambulantes que quieren vender cualquier cosa se acercan y hasta tocan a los visitantes para conseguir su propósito. Existen tarifas diferenciadas que penalizan considerablemente a los extranjeros, pero, a pesar de la fama internacional de estos lugares, su mantenimiento deja mucho que desear. La falta de mantenimiento es sorprendente en un lugar que es presentado, literalmente, como la séptima maravilla del mundo: pastos crecidos, caminos dañados, terrenos abandonados alrededor, ninguna infraestructura para discapacitados. Es extraño ver establecimientos que deberían ser de clase mundial en un estado tan mediocre.
También es llamativo, cuando me pongo a pensarlo, que el Taj Mahal sea un monumento islámico, un tipo de construcción que también se encuentra en Nueva Delhi. No hay templos hindúes “famosos”, por así decir, que la gente viaje para visitar. Son las minorías de hoy quienes han dado forma a aquello con lo que el mundo identifica a la India en la actualidad.
¿Qué puedo decir del Taj Mahal? Por lo pronto, pensé que sería más grande: las fotos lo hacen ver de una forma monumental que me parece que no tiene. Lo que sí lo hace espectacular es que sea todo de mármol, está claro. Pero al tratarse de un mausoleo y dado que nunca nadie vivió allí, su tamaño es en realidad bastante chico.
El resto del día de excursión lo pasaremos en el fuerte de Agra y en un local de artefactos de mármol donde, como buenos turistas, nos quieren hacer comprar. Volveremos de noche a Nueva Delhi, donde seguiré viendo gente por todos lados. Es difícil de explicar la densidad de este lugar, pero ¿se imaginan ver peatones que circulan por la banquina de una autopista? Pues bien, eso ocurre en la India. ¿Se imaginan entrar a un baño en un hotel y que haya un empleado cuyo único trabajo es mantener limpio ese baño? Pues bien, eso también ocurre en la India. Hay gente por todos lados.
Pies descalzos y mil idiomas
Pasan los días de conferencia y llega el último, el día en el que debo irme. Objetivamente no ha pasado mucho, porque la mayor parte del tiempo he estado trabajando en un hotel. Aun así he visto muchas cosas que me interesan. Y además me he guardado el último día para hacer un tour de Nueva Delhi.
Mi compañero es Ramón, un colega guatemalteco, con quien compartimos el gasto de un tour premiado por el público en Trip Advisor que promete ser de gran nivel. Los precios son módicos: pagaremos 30 dólares cada uno por un día entero con un guía y un chofer a disposición, un auto con aire acondicionado, un tuk-tuk y entradas a tres templos y un mausoleo.
Empezamos el tour a las 10, porque durará unas ocho horas y nos sobra tiempo para ir al aeropuerto después. Tenemos que llegar a la mezquita Jama Masjid (sí, otro ícono no hindú en un país mayoritariamente hindú) antes de las 11 de la mañana. Si no lo hacemos, no podremos entrar. Es viernes: a las 2 de la tarde habrá un rezo masivo y por eso las puertas se cerrarán a los turistas temprano.
Me parece que vamos bien mientras cruzamos el barrio de las embajadas, hasta que en una intersección la policía detiene el tránsito: está por pasar el primer ministro, que se dirige al Parlamento. Una imponente comitiva de unas treinta camionetas negras pasa a cien metros de nosotros, mientras la policía observa desde detrás de un vallado móvil, sostenido por sogas que se ve que utilizan habitualmente. Los cinco minutos que estamos detenidos forman un cuello de botella también impresionante, pero del que salimos airosos porque quedamos adelante.
La mezquita Jama Masjid repite el patrón del Taj Mahal: es una edificación musulmana, bonita pero venida a menos y rodeada de la más absoluta miseria. Me asquea tener que circular descalzo, pero así son las reglas. En las escalinatas, mientras observo la calle de enfrente (indistinguible por sus casillas y cables de una villa de emergencia de Buenos Aires), veo una cabra. El terreno de al lado de una de las principales atracciones de Nueva Delhi está inexplicablemente lleno de escombros.
La atracción que sigue es indudablemente más interesante, que es la Vieja Delhi. Si existe una nueva, tiene que existir una vieja, ¿no? Y la Vieja Delhi, a la que nos lleva nuestro guía Azhar, es un mercado gigantesco atravesado por pasillos por donde sólo pueden circular tuk-tuks y carros, a tal punto que todos tienen estructuras complementarias que les permiten chocar (nuestro tuk-tuk, de hecho, es impactado por otro en medio del vuelco de un tercer tuk-tuk, evento que presenciamos). Cualquier cosa que uno quiere, la consigue en la Vieja Delhi. Sólo hay que estar dispuesto a caminar prácticamente sobre la basura.
Nuestro guía Azhar, musulmán, dice que sostiene a toda su familia con su trabajo. Dice que su padre perdió su negocio en la pandemia. Me explica cómo, pero no le alcanzo a entender. No se toma francos. Está aprendiendo español, como el guía del otro día, y lo pronuncia muy bien. Debe ser más joven que yo, pero ya tiene su kiosco bien armado: nos lleva a locales específicos y también a un restaurante donde imagino que recibe una comisión.
Idiomas de los que jamás hemos oído hablar figuran entre los más hablados del mundo, aunque dentro de su país son minoritarios. Más que un país, la India es un continente.
Más tarde, Azhar y el chofer (del cual nunca sabremos el nombre) nos llevan a un templo sikh. Los sikh son una minoría religiosa, ni hindú ni musulmana, de más o menos unas 25 millones de personas. Llaman la atención porque los hombres usan turbantes, lo que a veces lleva a que en Occidente los confundan con musulmanes, y muchos de ellos han emigrado a nuestros países. En Canadá, por ejemplo, Jagmeet Singh, líder del partido de izquierda New Democratic Party, es sikh. El templo que visitamos, el Gurdwara Bangla Sahib, es bellísimo. Entramos en él y luego también vemos cómo el comedor alimenta a cualquiera que no tenga comida pero la necesite: asistimos a una versión india de las ollas populares en el templo sikh más importante del país. Lo único que lamento es tener que estar descalzo otra vez (y también con un turbante en la cabeza, pero eso no me molesta).
El resto del día, además de comer en el restaurante atrapa-turistas al que nos lleva Azhar, lo pasamos en otro complejo de mausoleos musulmán y en un templo Baha’i. Este último lugar es curioso, porque es de una religión que engloba a todas las religiones. Hay ocho templos continentales Baha’i; como yo conocía ya el de Chicago, no me sorprendió demasiado el de Nueva Delhi, porque son todos iguales. Lo que sí me llamó la atención es que, cuando estábamos por entrar al templo, nos dieron instrucciones solamente en hindi a unas cien personas, por lo que le pregunté a Azhar cuánta gente creía que hablaba inglés en ese contexto. “El 10%” fue su respuesta.
Y es que la India es realmente otra cosa. Es el país más poblado del mundo, pero no hay una lengua predominante. Vuelvo sobre este tema antes de terminar, porque este hecho es uno de los más extraños para nosotros: no podemos concebir, en nuestra vida cotidiana, que existan señales de tránsito ya no en tres lenguas, sino en tres alfabetos distintos. Sí, es verdad que el hindi es inteligible con el urdu y que sus diferencias sólo son exageradas por el conflicto político con Pakistán. Pero la diversidad lingüística es un hecho innegable. Idiomas de los que jamás hemos oído hablar figuran entre los más hablados del mundo, aunque dentro de su país son minoritarios. Más que un país, la India es un continente.
Mientras volvemos al hotel y antes de salir para el aeropuerto (a cuyo hall de entrada sólo se ingresa luego de más controles y obligatoriamente con un boleto de avión), pienso que no podría vivir acá. Veo algunos edificios razonables, en su mayor parte nuevos, pero que son en realidad fortalezas que apenas abandonadas abren paso a una realidad de mugre, miseria y una cultura demasiado diferente a la mía. Es muy interesante venir y observar por un período limitado de tiempo, pero es difícil (sino imposible) pensar que podamos entender a la India. Fui hasta allá para que no tengan que ir ustedes.
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