ELÍAS WENGIEL
Domingo

Sheinbaum al gobierno,
AMLO al poder

El martes asume la sucesora de López Obrador en México. ¿Será leal o, como hicieron otros líderes latinoamericanos de este siglo, traicionará a su mentor?

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Todo ha quedado atado y bien atado”, dijo Francisco Franco en 1969, cuando su edad generaba dudas sobre la continuidad del régimen. Las dudas eran fundadas: un año y medio después de la muerte del líder, los franquistas duros fueron barridos en las primeras elecciones democráticas celebradas en España desde 1936.

A diferencia de Franco, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador llegó al poder en elecciones libres y limpias, y tras cinco años y diez meses de mandato sigue gozando de una enorme popularidad. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, que asumirá la presidencia pasado mañana, ganó con el 61% de los votos, imponiéndose en casi todos los segmentos sociales; tan sólo el 5% de mayores ingresos o quienes perciben que su salario empeoró desde 2018 (el 12% de la población) prefirieron a su rival. Pero López Obrador no puede volver a postularse nunca más, y precisamente por eso parece obsesionado con dejar todo atado y bien atado antes de dejar el cargo.

Aprovechando que los legisladores elegidos en julio asumieron su cargo un mes antes que la presidenta, AMLO impulsó una reforma constitucional cuya marca distintiva es la elección popular de todos los jueces federales, desde los de primera instancia hasta los supremos. Los candidatos serán formalmente apartidarios y no habrá financiamiento público ni privado para las campañas, pero en México nadie controla tanto dinero negro como el narco. Como mínimo, reemplazar a la totalidad de los jueces en comicios con decenas de miles de candidatos va a paralizar el efectivo funcionamiento del sistema judicial durante los próximos tres años. La reforma fue denunciada por la oposición y varios intelectuales, que pronostican un descenso de México hacia el despotismo y el fin del Estado de derecho.

López Obrador no puede volver a postularse nunca más, y precisamente por eso parece obsesionado con dejar todo atado y bien atado antes de dejar el cargo.

Morena, el principal partido oficialista, ha quedado en manos de Luisa María Alcalde Luján, la saliente ministra del Interior, y de Andrés Manuel López Beltrán, uno de los hijos del presidente, que carece de experiencia política. AMLO ha cultivado estrechos vínculos con los militares, a quienes puso a cargo de la construcción y administración de aeropuertos y aduanas. Sus recientes fotos con Sheinbaum visitando el Colegio Militar tienen un aire a imperio no benigno en una película de ciencia ficción. La frutilla del postre fue colocar a la Guardia Nacional bajo mando militar hace apenas unos días.

¿Lealtad con fecha de vencimiento?

Claudia Sheinbaum es una seguidora leal, a veces hasta el exceso: copia deliberadamente el vocabulario y las expresiones de su mentor. Pero su perfil es muy distinto: López Obrador inició su carrera como militante y activista, ella como académica; él suele desconfiar de los técnicos, ella tiene un doctorado en energía para el que trabajó cuatro años en un laboratorio top de Estados Unidos; él es un líder personalista y mesiánico, ella una persona más bien seca y sin carisma. Tampoco está claro que haya sido la preferida de AMLO: conforme a las reglas de Morena, no fue elegida “a dedo” sino por ser la candidata más votada (con el 40% de las preferencias) en las encuestas internas del oficialismo.

Pero sobre todo, a ningún presidente, y menos a uno que gana con el 61% de los votos, le gusta tener a su antecesor soplándole en la nuca. De hecho, la impaciencia de AMLO por aprobar la reforma judicial, poner a su hijo como alto dirigente de Morena, y traspasar la Guardia Nacional a los militares sugieren debilidad: el presidente saliente descree de su capacidad de controlar a Sheinbaum una vez que deje la presidencia.

Pasa en todos lados. Una vez que obtienen el control del formidable aparato de la presidencia, los sucesores suelen olvidarse de quién los puso ahí.

Pasa en todos lados. Una vez que obtienen el control del formidable aparato de la presidencia, los sucesores suelen olvidarse de quién los puso ahí. Le pasó al colombiano Álvaro Uribe, que centró su gobierno en el combate a las guerrillas en el centro de su presidencia y eligió como sucesor a Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, que firmó el acuerdo de paz que Uribe interpretó como una traición. Le pasó al ecuatoriano Rafael Correa, cuyo antiguo vicepresidente, Lenín Moreno, destapó casos de corrupción que lo obligaron a exiliarse en Bélgica. Le está pasando a Evo Morales, que acusa a Luis Arce, su anterior ministro de Economía y actual presidente, de haber acordado con la Justicia para vedarle la candidatura en las próximas elecciones. Y también les pasó, por supuesto, a Eduardo Duhalde y luego a Cristina Kirchner. Alberto Fernández no tuvo el carácter para enfrentarla y hacerse cargo del Gobierno, pero sí las suficientes herramientas institucionales para hacer lo que más le gusta: dilatar todo y no tomar nunca decisiones, pero tampoco dejar que otros las tomen.

López Obrador es de por sí un líder extremadamente desconfiado, pero en esto tiene buenas razones para desconfiar. El momento de la verdad será dentro de dos años y medio, cuando el oficialismo defina las candidaturas para las elecciones de medio término. ¿La palabra decisiva la tendrá Sheinbaum o la conservará AMLO?

Lo que viene

Antes de ese momento, Sheinbaum deberá enfrentar tres grandes desafíos. El primero es la economía. Las supermayorías no son gratis. El “populismo con responsabilidad fiscal” que caracterizó la primera parte del gobierno de AMLO se transformó este año en un déficit de casi 6% del PBI. Sheinbaum prometió no subir impuestos y la independencia del Banco de México le cierra el camino de la emisión. Medidas como el aumento del salario mínimo o la pensión no contributiva para adultos mayores mejoraron la calidad de vida de los votantes más pobres, pero el crecimiento económico viene siendo anémico desde hace años.

Paradójicamente, la pandemia puede haber generado ventajas estructurales en ese sentido. AMLO conoce a sus votantes, y entendió que un encierro demasiado estricto y prolongado era inviable dado el peso del turismo y la economía informal (en cambio, las escuelas reabrieron más tarde que en Argentina; el sindicato de maestros es muy poderoso). El exceso de mortalidad fue alto, pero México fue de los pocos destinos turísticos abiertos en 2020-2021, y muchos estadounidenses que vivían en California o Nueva York se mudaron a la Ciudad de México a trabajar desde casa.

El creciente distanciamiento entre Estados Unidos y China también ofrece una gran oportunidad para empresas que se quieran radicar en México, especialmente en el ámbito de las energías renovables. Pero con su visión setentista del petróleo como motor del desarrollo, AMLO no solamente siguió subsidiando a Pemex, la ineficiente y endeudada petrolera estatal, sino que además impulsó una reforma energética que desalienta la competencia en el mercado energético. El resultado es energía más sucia y más cara para proteger a la Comisión Federal de Electricidad. Dada su trayectoria académica, Sheinbaum probablemente tiene ideas distintas en esta área, pero resta ver si tendrá la voluntad y ductilidad para llevarlas adelante sin chocar con AMLO.

AMLO parece estar blindado; está por verse si los votantes tendrán la misma paciencia con Sheinbaum, especialmente si la economía sigue sin crecer.

La otra traba a esa oportunidad es, por supuesto, el crimen organizado. En la campaña de 2018, AMLO pidió una política de “abrazos, no balazos”, y la honró, entre otras cosas, saludando a la madre del “Chapo” Guzmán en Sinaloa. Cuando hace unos días estalló una guerra al interior del Cártel del Sinaloa por el control de Culiacán, las autoridades se lavaron las manos: para el jefe militar con responsabilidad sobre la zona, “esperemos que se resuelva pronto” pero “no depende de nosotros” [sic].

Los homicidios han bajado desde 2018, pero relativamente poco y desde una base muy alta. El crimen organizado ha expandido sus actividades de extorsión a pequeños productores agropecuarios de limones, paltas y otros productos. Y los mismos votantes que aprueban la gestión del presidente desaprueban su política de seguridad. AMLO parece estar blindado; está por verse si los votantes tendrán la misma paciencia con Sheinbaum, especialmente si la economía sigue sin crecer.

Finalmente está la construcción política. AMLO siempre exhibió tendencias mesiánicas. En 2006 se autoproclamó “presidente legítimo” a pesar de haber perdido la elección presidencial, y desde el día 1 ha definido a su gobierno como la “cuarta transformación” de la historia mexicana. Desde el discurso, el oficialismo siempre ha mostrado una veta intolerante con una oposición carente de ideas, con escasa capacidad de autocrítica y proclive a caer en la victimización cómoda de denunciar al cuco en lugar de articular una visión alternativa para el país.

Pero la forma en que el oficialismo consiguió los tres senadores que le faltaban para aprobar la reforma judicial sí cruzó la línea de lo antidemocrático. Primero, dos senadores recién elegidos por el Partido de la Revolución Democrática (PRD, el antiguo partido del presidente) anunciaron su incorporación a Morena. Un tercer senador opositor se ausentó el día de la votación; en medio de rumores de que estaba detenido e incomunicado, finalmente alegó que no era así pero que lo habían citado a un juzgado por un asunto que involucraba a su padre, y “primero es la familia”. Otro senador opositor cortó comunicación con sus colegas y, cuando reapareció, lo hizo para votar a favor de la reforma, presuntamente a cambio de resolver los problemas judiciales de su padre.

No abundan los motivos para ser optimistas, pero a diferencia de tantos analistas, creo que el sistema político aún no cruzó la línea de no retorno.

Está por verse en qué medida Sheinbaum querrá o podrá cortar estas prácticas, pero el poder del oficialismo no proviene tanto de ellas como de su enorme y genuino apoyo popular. Sin una oposición que consiga motivar a los votantes, ni siquiera un rechazo de la reforma judicial por inconstitucional (una posibilidad incierta) va a evitar que la cancha institucional se siga inclinando hacia el oficialismo.

Más bien, el sostenimiento de un sistema pluralista y democrático en México depende de que ocurra una de tres cosas: que una persona con mucho poder muestre buen juicio y ecuanimidad (difícil), que el oficialismo se fragmente por una pelea interna (imaginable) o que el oficialismo pierda (o la oposición gane) suficiente apoyo popular (también imaginable, aunque sujeto a una renovación discursiva y dirigencial en la oposición, y a un oficialismo que juegue un poco más limpio). No abundan los motivos para ser optimistas, pero a diferencia de tantos analistas, creo que el sistema político mexicano aún no cruzó la línea de no retorno.

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Adrián Lucardi

Profesor de Ciencia Política en el ITAM (Ciudad de México). En Twitter es @alucardi1.

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