JAVIER FURER
Domingo

A la sombra de la otra China

Ocho días en Taiwan.

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Estoy en el avión de regreso desde Taipei, Taiwán, y faltan una hora y veinte minutos para aterrizar. No tengo tiempo de escribir un diario de viaje como el de Malvinas y es ahora o nunca. Quiero dejar, aunque sea, un registro de que esto pasó.

Oriente ha sido siempre, para un argentino como yo, un misterio. No importa que estemos en la era de la globalización y que podamos obtener en un segundo información que antes podía requerir meses. No miro (la mayor parte de nosotros no mira) hacia Asia. No suele interesarnos. Nuestro máximo contacto cotidiano con el Lejano Oriente es el chino que hizo casi 20.000 kilómetros para instalarse en la esquina y abrir un supermercado. ¿O quizás sea un taiwanés?

En este viaje, sin embargo, organizado por la Cancillería de la República de China (denominación oficial de Taiwán), lo que más me llamó la atención fueron los lazos que encontré acá con nuestro propio hogar. Conocí, en diferentes contextos, cinco taiwaneses-argentinos de distintas ocupaciones y clases sociales que hablan como nosotros, extrañan el asado e hinchan por Messi cuando juega la Selección. Todos tienen algo en común: han vuelto a sus orígenes. El mismo país que les dio la bienvenida a sus padres a fines de la década del ’80 es el que, más tarde o más temprano, les daría la espalda a sus ganas de progresar. Uno me dijo, sin que yo le diera ninguna pista sobre mis propias ideas: “Sólo voy a pensar en volver si gana Milei en 2027; lo que pasó con Macri no puede volver a pasar”.

No vi un solo policía en la calle en los ocho días que pasé de viaje y no parece ser necesario que los haya: el delito callejero y violento, que nos preocupa en América Latina, acá es inexistente.

Después de estas observaciones provincianas, podemos pasar a temas más interesantes: la cohesión social de Taiwán, por ejemplo. No vi un solo policía en la calle en los ocho días que pasé de viaje y no parece ser necesario que los haya: el delito callejero y violento, que nos preocupa en América Latina, allá es inexistente. ¿Quizás tenga que ver con el hecho de que el 95% de la población pertenece a la etnia han? Sí son necesarios, en cambio, son los agentes de tránsito, sobre todo dada la disparatada cantidad de motos que circulan por las calles. Parecen ser eficaces: no vi ningún accidente.

¿Por qué hay tantas motos en Taiwán? El sistema de transporte público, según nuestros anfitriones, es muy bueno, y por lo menos la calidad de los vehículos así parece indicarlo. También hay muchos autos y una generosa cantidad de autopistas, a tal punto que es posible encontrar una encima de la otra (como el Periférico de la Ciudad de México). Y el alto PBI per cápita de este país no se condice con el hecho de que la cantidad de motos supere varias veces la de los autos; la última vez que recordaba haber visto tantas motos juntas había sido en la muy pobre isla de San Andrés, Colombia. ¿Por qué, entonces?

La respuesta a esta pregunta, como a tantas otras cuestiones, probablemente sea el hecho de que en Taiwán no hay espacio. En Occidente, y sobre todo en América, jamás nos cuestionamos la existencia de espacio libre para colonizar. Para mí, que he recorrido el trayecto entre mi Mar del Plata natal y Buenos Aires cien veces, o más, la pampa y su vacío son hechos irrefutables. Desde Alaska hasta Tierra del Fuego, tenemos en nuestro continente kilómetros y kilómetros de nada. Siempre hay un lugar adonde escapar.

Hay demasiada gente. En este país viven 23 millones de personas en un área equivalente a media provincia de Formosa.

Pero en Taiwán, y más generalmente en Asia, el espacio no se toma por sentado. Si todos los que circulan en moto se pasaran, como los estadounidenses, al auto, colapsarían las autopistas; si se volcaran a trenes y colectivos, como los europeos, sería el transporte público seguramente el que caería. Hay demasiada gente. En este país viven 23 millones de personas en un área equivalente a media provincia de Formosa.

Para deleite de la delegación latinoamericana de académicos y periodistas que fuimos invitados a conocer Taiwán, el viaje no fue solamente conocer Taipei. Además de darnos una vuelta por Hsinchu, la sede del primer gran parque científico-industrial del país, y Yilan, sede del Centro Nacional para las Artes Tradicionales, visitamos la segunda ciudad del país: Kaoisung. Para hacerlo, tomamos el tren bala nacional, que alcanza velocidades de hasta 300 kilómetros por hora. Fue en ese momento que pude ver un país que está lleno: entre Taipei y Kaoisung, en los extremos norte y sur de la isla, siempre hay algo. Donde hay tierra habitable o arable, hay particiones y pequeñas parcelas: al lado de un pequeñísimo arrozal puede haber un edificio de departamentos, algo que a mi cabeza pampeana le resulta inconcebible. La población se concentra en el corredor occidental porque gran parte del país es, en realidad, una cadena montañosa inhabitable. Debería entonces corregir la observación inicial: en Taiwán hay 23 millones de personas en un espacio habitable más chico que cualquier provincia argentina, con la excepción de la ciudad de Buenos Aires.

En el viaje hacia Kaoisung pude hacer una de mis actividades favoritas en el extranjero, que es leer un diario local de papel. No hablo chino tradicional, pero hay demanda aquí todavía para imprimir el Taipei Times en inglés para extranjeros. ¿Y qué hay en el diario? Tensión, esencialmente. Promesas de mayor gasto en defensa, noticias de una alianza con Japón para fortalecerse contra la “China continental” (como llaman a la China comunista), reportes de problemas entre Pekín y Manila. Taiwán parece vivir en conflicto permanente. La sombra de China, que la supera unas 65 veces en población, es permanente.

Tensión para la tribuna

Desde que Chiang Kai-shek se exilió con su gobierno en Taiwán en 1949, el país ha estado en un limbo jurídico internacional. Se autodenomina “República de China” porque su Estado se considera (y de hecho es) el continuador del que regía en toda China antes de la Revolución de Mao Tse Tung. Pero la superioridad numérica del gobierno del continente, que a su vez también reclama a Taiwán como parte suya, es demasiado abrumadora y ha conducido a un aislamiento inédito para un país si se considera su propio tamaño. Sólo una decena de países reconoce a Taiwán, de los cuales los más importantes son Paraguay y Guatemala: en países como el nuestro, Taipei mantiene “oficinas de representación” que son indistinguibles de embajadas, con la excepción de que no tienen reconocimiento oficial.

En realidad, el participante paraguayo de esta delegación dice que todo es una farsa, que no existe tensión real entre China y Taiwán. Que cuando Paraguay quiso romper con Taiwán y establecer relaciones con China (un negocio que hubiera sido seguramente más lucrativo) el país recibió una negativa porque entre Pekín y Taipei no se quitan aliados. Que no puede hablarse de “guerra inminente” ni nada de eso en un contexto donde el principal socio comercial de Taiwán es efectivamente China, y donde un millón de taiwaneses viven en el continente mientras trabajan para un capital que proviene de la propia isla. Quizás, entonces, la tensión en la que viven los taiwaneses sea relativa. No hay forma de saberlo.

Aunque la relación entre China y Taiwán pueda ser insondable para un observador occidental e ignorante, sí puedo asegurar que hay al menos un aspecto que desde afuera parece dramático y en Taiwán no lo es: el movimiento de la tierra. Una mañana, antes de empezar la gira diaria por sitios históricos, oficinas gubernamentales e institutos tecnológicos, me empecé a marear. O eso pensé al principio, porque en realidad el piso se estaba mareando. De buenas a primeras la puerta de la ducha empezó a moverse sola, al igual que las cortinas. Me di cuenta de que estaba en presencia de un terremoto.

Si la tierra tiembla, lo mejor es buscar refugio al lado de una columna o debajo de una cama, pero yo no supe qué hacer más que sentarme en una silla y filmar el espectáculo (si me iba a morir, por lo menos dejaba un testimonio épico). Al final resultó que el terremoto era una réplica de uno que ya había ocurrido en otro lugar. A nuestros anfitriones no les había parecido nada, pero una de las argentinas-taiwanesas que conocí me dijo que había sido un movimiento “medio a alto”. Lo cierto es que, cinco minutos después, los autos circulaban por la ciudad con total normalidad. No se detuvo la vida de nadie.

¿La tecnología? Está por todos lados, hasta en los inodoros cuyas tapas se calientan solas cuando uno se sienta.

¿Qué más puedo decir de Taiwán? Probablemente muchas cosas que ahora olvido. ¿La tecnología? Está por todos lados, cuando uno entra a una habitación de hotel y el reloj empieza a hablar, y hasta en los inodoros cuyas tapas se calientan solas cuando uno se sienta. ¿El progreso económico? Se siente en todas partes, incluso si el punto de partida se nota que ha sido bajo.

Sobre la economía tengo algo para agregar: a lo largo de Taiwán se ve una convivencia entre lo viejo y lo nuevo, lo pobre y lo rico que es difícil encontrar en casa. Uno de nuestros anfitriones nos explicó que el concepto de barrios caros y baratos no es tan importante como el de edificios modernos o antiguos y, en todo caso, cercanía con el centro. Él, que es dueño de 90 metros cuadrados en un cuarto piso de una construcción de más de cincuenta años sin ascensor, dice que ese departamento vale 800.000 dólares por encontrarse dentro de los límites de la ciudad de Taipei. “¿Y qué se compra uno con 100.000 dólares?”, le preguntó alguien. “Una cochera”, respondió.

Impacta para un latinoamericano ver un shopping flamante frente a algo que en cualquier ciudad sería una villa. Por lo que me cuentan mis amigos más versados en Asia, esto ocurre en todo Oriente. Cuando tuiteé esta observación, muchos me decían “acá tenemos eso, porque por ejemplo la villa 31 está justo al lado de Retiro”. Pero no es lo mismo, por al menos dos motivos: uno es que las construcciones precarias y los callejones en Taiwán han quedado viejos y horribles, pero quienes las habitan parecen haber dejado atrás la pobreza. El otro es que no solamente esta convivencia está en todas partes, sino que es realmente directa: no se trata de que a la (ex) villa y al lujo los separen unas pocas cuadras, sino de que están uno enfrente del otro.

No se trata de que a la (ex) villa y al lujo los separen unas pocas cuadras, sino de que están uno enfrente del otro.

¿La comida? Paso, aunque entiendo el gusto por la diferencia. La centralidad del pescado es obviamente irrefutable y, como no me gusta, la sufrí, pero aprecié verla. Olerla, no tanto: en el Oriente son comunes olores que en Occidente resultarían intolerables, como me mostró una noche de paseo en el mercado nocturno de Shilin y el hedor del stinky tofu, que hace honor a su nombre. Lo lindo de esa visita, en realidad, fue ver un verdadero mercado, como no quedan muchos en Buenos Aires: uno donde se puede comer, jugar, comprar cualquier cosa.

¿La religión? Escapa a mis conocimientos. Visité templos y aprendí algo sobre budismo y taoísmo, pero si sé poco y nada acerca de nuestras propias religiones mal podría decir que conozco algo de las orientales. Sí me llamó la atención el hecho de que en el pueblo pareciera haber un politeísmo que no encontramos en nuestras longitudes. Es posible rezarle a muchos dioses, como en nuestra propia antigüedad.

El avión está por aterrizar y la vida sigue, pero haber puesto un pie en Asia es algo que no deja a nadie indiferente. Agradezco a la Cancillería de Taiwán por invitarme a conocer el país, por haberme proporcionado una experiencia didáctica inolvidable y por tratarme de la mejor manera en la que he sido tratado jamás en un viaje. Y a ustedes por estar del otro lado, por supuesto. El oficio de cronista está perdido; pero si pudiera, yo viviría de descubrir y relatar.

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Marcos Falcone

Politólogo. Se graduó como Master of Arts in the Social Sciences en la Universidad de Chicago y como Licenciado en Ciencia Política en la Universidad Torcuato di Tella.

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