La estrella de la mañana
Karl Ove Knausgaard
Anagrama, 2023.
784 páginas, $30.500
En más de un sentido, Karl Ove Knausgaard es el opuesto de Jonathan Franzen, otro héroe contemporáneo de la ficción de largo aliento. Franzen dice que puede corregir una frase una treintena de veces; Knausgaard, en cambio, confiesa que no corrige, que ha aprendido a aceptar lo que viene. Si una frase no le gusta, la borra y va para otro lado. El método se le impuso para escribir Mi lucha, su monumental best-seller autobiográfico de seis tomos y 3.500 páginas.
Un crítico pensará que solo se puede escribir a ese ritmo si no se corrige. O más aún: que así sólo se puede escribir mal. ¿Será Knausgaard buen escritor? Alan Pauls se hizo esa pregunta en una hermosa charla que dio en 2019 (y salió publicada en 2022 como Fallar otra vez): hay descuido en sus libros, dice, indolencia, desequilibrio, falta de unidad de estilo y de tono. Pauls lo compara con el argentino César Aira: ambos fugan hacia adelante. Eligen no corregir para seguir escribiendo. Knausgaard lo confesaba desde aquel título: esa era “la lucha”, según Pauls; continuar y terminar libros. Y agregaba: “Mi lucha, en efecto, no alude tanto al panfleto hitleriano como al calvario que de algún modo vertebra los seis tomos del libro, el calvario de un escritor al que todo parece impedirle escribir”.
El texto de Pauls apunta a la posible inutilidad de corregir, o más bien, a cómo quizás corregir es mejor si lo pensamos como presionar en el error (“nuestro síntoma”, según Pauls), antes que borrarlo. ¿Para qué corregiría Knausgaard? ¿Para quitar algunas lagunas, borrar páginas que no suman demasiado, evitar algún aburrimiento acá y allá? ¿Valdría la pena? En medio de la profundidad sentimental e intelectual a la que llegan sus libros, las normas de calidad de la literatura, como la unidad de estilo o la homogeneidad, se vuelven irrelevantes. Mi lucha logra, con todo eso a cuestas, algo que la literatura raras veces logra: convertirse en una forma de ampliar el mundo, hacerlo un ámbito más vivo y habitado para los lectores. La máxima alquimia que un hombre solitario puede hacer para otras personas solitarias. Eso, dice Pauls, vale más que responder preguntas idiotas como la que él mismo había planteado.
La mayor profundidad
Uno podría preguntarse si La estrella de la mañana, su última novela publicada en español, es apta para los lectores de Mi lucha. Ha sido presentada como la vuelta de Knausgaard a la ficción luego de mucho tiempo, pero un primer dato merece resaltarse: La estrella de la mañana abre una serie que comenzó a publicarse en 2020 y ya lleva cuatro tomos en noruego, escritos con una velocidad similar a la de su libro autobiográfico. Y si bien, al parecer, esta saga tiene escasas conexiones en cuanto a personajes y tramas, y sus puentes son más bien temáticos y están relacionados con sucesos sobrenaturales y ominosos, siempre están involucradas personas viviendo sus vidas y hablando de sus experiencias.
Cuando le preguntan si fue diferente a escribir Mi lucha, Knausgaard dice que no, que escribir es básicamente lo mismo para él: acometer con la mayor profundidad posible lo que tiene a mano y seguir aceptando lo que viene. Pero, ahora, posicionado desde un lugar diferente, intentando mirar desde otro punto de vista. Y, agrega con poca solemnidad, es un poco más difícil porque no tiene el material dado: tiene que inventar.
La estrella de la mañana es un libro “inventado”, entonces, y ocurre a lo largo de dos días en algunos pueblos y ciudades al oeste de Noruega. Está contando a través de capítulos titulados con los nombres de nueve personajes que ven, cada uno por separado, una nueva estrella enorme en el cielo. Kathrine, por ejemplo, una pastora acechada por la angustia de haber perdido el amor por su marido, mira la estrella desde el patio, en medio de una cena que organizó para avivar la vida familiar. Siente culpa porque le mintió a su marido la noche anterior: le dijo que su vuelo de regreso se había demorado pero tomó el avión y se fue a un hotel a pasar la noche sola en su propia ciudad. El marido le pregunta si lo engaña, ella jura que no, pero él duda. Mientras sirve a los comensales, Kathrine además espera un mensaje de su madre, que se fue al campo y no le dijo cómo llegó. El marido la sorprende mientras inspecciona el celular. Ella observa la estrella, piensa en el celular sin mensajes y teme que algo malo pueda pasar.
Son los mismos temas, dice el propio Knausgaard, y eso es verdad: están los hijos preocupados por los padres grandes y los padres socorriendo a los hijos; están los que quieren hacer algo importante; los que pelean por la honradez y los que ya no pueden ser honrados; están las reflexiones sobre la vida y la muerte; está el rock sonando en muchos lugares. Pero ahora hay una presencia más. Las historias, en su gran mayoría desconectadas en sus tramas íntimas, están todas surcadas por la presencia de algo misterioso u ominoso que acecha desde afuera y da un manto de extrañeza a las peleas diarias de todos, que parecen ese día levemente más dramáticas y fuera de control.
Arne, un escritor que lidia con una esposa con problemas psiquiátricos, se pasa de copas la noche de la estrella, choca el auto en medio de una misteriosa invasión de cangrejos en la ruta y debe pedirle ayuda a su vecino, otro bebedor que tiene mejor estómago y puede ir a buscarlo en su bote al costado del bosque.
A su vez, a Egil, el vecino, su hijo Viktor lo acusa de alcohólico. El pobre chico fue enviado a pasar unos días con el padre que no ve nunca, porque su madre planeó un viaje que no quiere posponer. ¿Tu mamá dijo que soy alcohólico?, pregunta Egil. Un miserable alcohólico, responde el chico. El padre esa tarde da vueltas en la casa para encontrar algo con qué divertir al empacado niño y pelea por no excederse en las medidas que se sirve y los tragos que da entre que va y vuelve de la cocina. Luego, Egil da una muestra del tipo de experiencias que la narrativa de Knausgaard puede transmitir:
¿Por qué lo habría dicho ella?
¿Para hacerse la víctima a los ojos de ese nuevo novio?
¿Milo? ¿No era ese el nombre de un detergente?
Me enderecé. Eso no era asunto mío.
Yo era quien era.
Intentar dejarlo estar, aceptar que era así. No resistirse.
Salí a la terraza y encendí un cigarrillo. Viktor había ido hasta la roca y se había sentado. Estaba hurgando con algo en el suelo.
Muy en lo alto del cielo azul por encima de él volaban tres gaviotas. Habían sido enviadas aquí para este momento.
No traían otro mensaje que su presencia.
Eso era misterioso en sí.
Me volví y miré hacia la estrella.
¿Qué mensaje traía?
La estrella de la mañana era importante en la Biblia. Pero de maneras contradictorias.
Ahora era importante en el mundo.
Cuando el chico durmiera, comprobaría lo que ponía en la Biblia.
O quizás ahora, si por fin se entretenía con algo.
Fui a la cocina y cogí un bollo, pensé que sería bueno tener algo que ofrecerle cuando me acercara a él. ¿Y un refresco tal vez? No, eso sería como ponerme a servirle allí en la roca. Como si me sometiera totalmente a él, llevándole lo que quisiera donde se encontrara.
Un bollo estaría bien.
La novela brilla en esas mismas torpezas y pequeñas victorias donde brilla Mi lucha. En sus mejores momentos, no tiene tramas arduas y complejas ni recovecos difíciles de desentrañar. Son esas vidas las que nos importan, como nos importaba la vida de Knausgaard. Las vidas que ahora sufren discretos sucesos extraños causados no sabemos por qué, como la adolescente que cree ver un incendio o la esposa brotada que mata un gatito. Esos hechos fuera de lo común se resuelven en la continuidad cotidiana: una cierra los ojos y se mete en su cabeza llena de pensamientos y, como muchos jóvenes, siente confusión; el marido entierra al gatito y miente a los niños que lo mató un tejón. Es ahí donde la empresa triunfa rotundamente.
Pequeñas turbulencias
La estrella de la mañana nuca se convierte en una novela de otro género que no sea una historia contada por Knausgaard. Amenaza con lo fantástico, pero queda en el borde. Toca unas notas de ciencia ficción muy tenues acá y allá. En las partes menos logradas hay un poco de horror paranormal. Pero nunca hay fórmula, nada que esté puesto ahí para ser resuelto ni ningún objeto marcado para atrapar la atención. Lo que queda es seguir las pequeñas turbulencias de la vida de personas distintas, con el condimento de estar viviendo en un día más enrarecido de lo normal.
Como Pauls, Knausgaard piensa que mucho de lo que vale la pena ser leído fue escrito por gente que no sabe escribir. Dicho de otro modo, muchas de las grandes obras no tienen un método claro, ni acaso un género definido, ni partieron de una estrategia determinada. Creo que nadie sabe escribir novelas, afirma el noruego en una entrevista: sólo tienes que improvisar. En el lenguaje más técnico de Pauls: seguir un síntoma y no buscar soluciones externas.
¿Y cuál es el síntoma de Knausgaard? Esto lo digo yo: la obsesión por evitar lo mecánico y artificial de la narrativa y dar algo que resulte más auténtico y real. La literatura, dice también, “a veces parece mirar más a la literatura que mirar al mundo”. Parafraseando a Pauls, digo que la lucha de Mi lucha no era escribir literatura sino encontrar un lenguaje para que su experiencia del mundo llegara al lector. Y la ganó. La lucha de La estrella de la mañana tampoco es escribir la novela perfecta, es que estas nuevas voces también vivan en el mundo, un mundo distinto y extraño quizás, pero, al final, el mundo de la experiencia vital. Y lo logra también y, de nuevo, nos amplía el arco de la humanidad. En este sentido, la nueva novela sí da un paso más, pero en la misma dirección: Knausgaard, el hombre obsesionado con la experiencia, nos abre a un mundo tan creíble como el suyo, pero hablado por otros más. Y nos deja esperando que su método siga probando y “fallando”, y que, en la próxima entrega, como pide Pauls, “falle” un poco mejor.
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