LEO ACHILLI
Domingo

Rompan todo

Es cierto que Francia sufre varias fracturas sociales, pero los disturbios de los últimos días parecen obedecer a otra tradición igual de francesa: las ganas de salir a la calle a destruir cosas.

En el inicio, fue el caos. El 27 de junio a las 8 de la mañana, Nahel Merzouk, un joven de 17 años, intentó escaparse con su auto de un control de tránsito en el suburbio parisino de Nanterre y resultó muerto por el disparo de un policía. En cuanto la noticia se difundió y se viralizó en las redes, situaciones e imágenes dignas de una película de apocalipsis zombi o del final de The Fight Club comenzaron a sucederse sin respiro.

Mi barrio, sobre toda la parte alta lindera con Nanterre, se prendió fuego. Lo mismo ocurrió en muchas otras localidades de Francia, donde hordas de jovencitos encapuchados y prolijamente vestidos de negro –en su mayoría varones no mayores de 30 años, incluyendo chicos de 11 y 12–, rompieron vitrinas y mobiliario urbano, saquearon negocios, incendiaron comercios de todo tipo, escuelas, bibliotecas, jardines de infantes, comisarías, gimnasios públicos, iglesias, alcaldías e incluso el puesto y la ambulancia de la Cruz Roja.

Entre las muchas cifras de esta semana de furia, se cuenta que más de 450 tabacs (barcitos y maxikioscos) fueron atacados por los manifestantes. Más de 6.000 vehículos y 10.000 contendores fueron quemados. Más de mil comercios incendiados, saqueados y dañados de alguna manera, 269 ataques a comisarías y 243 escuelas primarias y secundarias vandalizadas, de las cuales unas 70 sufrieron daños importantes y una decena fueron total o parcialmente destruidas. De las 7.000 oficinas de correos de Francia, 150 se vieron afectadas por los disturbios. Ochenta de ellas todavía no han podido reabrir debido a los daños o a que los riesgos son demasiado grandes, y otros tantos cajeros automáticos de la Banque Postale fueron también destrozados.

Las huestes de la justicia social profanaron también el Monumento a los Mártires de la Deportación en Nanterre con pintadas antisemitas.

Las huestes de la justicia social profanaron también el Monumento a los Mártires de la Deportación en Nanterre con pintadas antisemitas y prometiendo una nueva Shoah, mientras en las calles hacían barricadas y lanzaban piedras, vidrios, cócteles molotov, fuegos de artificio y todo lo que tuvieran a mano en contra de la policía, e incluso contra cualquier civil que se pusiera en el camino. Un pobre señor de Saint-Nazaire, una localidad del Loira Atlántico, que había firmado justo el 30 de junio a la tardecita el boleto de compra de su tabac, aquella misma noche vio cómo los revoltosos saquearon e intentaron incendiar su local. Propietario a las 16, saqueado a las 22.

Y mientras el fuego ardía y los pillos pillaban, algunos oportunistas (masculinos y femeninos) aprovechaban la volteada para entrar en los locales de electrodomésticos, ropa deportiva, prêt-à-porter y joyerías como Fnac, Darty, Zara y Louis Vuitton para salir muy campantes, las manos llenas de mercadería, cargando el baúl del auto con todo lo que pudieran.

Otros tuvieron menos suerte. Fue el caso de dos jóvenes apenas salidos de la adolescencia: una chica de 21 años y un muchachito de 18 años recién cumplidos. Ambos fueron detenidos con las manos en la masa, las alforjas llenas con mercancía de Foot Locker y de un maxikiosko: un botín de cinco paquetes de cigarrillos y nueve zapatillas, ¡todas de pie izquierdo! La defensa del abogado de los vándalos en uno de los “juicios express” de los últimos días se basó en que obviamente los dos jóvenes eran demasiado estúpidos como para ser tomados en serio.

Explicaciones se buscan

Al mismo tiempo que la orgía destructora de quema de banderas, incendios, robos y piedrazos se desarrollaba, otra orgía no menos confusa tenía lugar en los medios y las redes sociales. De repente, todos los que hasta hacía tan sólo un par de días eran expertos en submarinismo y se habían pasado largas horas explicando cómo ellos siempre habían sabido que el Titan implosionaría a semejante profundidad, súbitamente olvidaron a los pobres billonarios muertos en la aventura para adentrarse de lleno en el deporte universal de opinar acerca de Francia.

Un coro griego de intelectuales, opinólogos y políticos con los puños llenos de verdades surgieron de las entrañas de la Tierra para explicarnos lo que estaba pasando en Francia. Unos gritaban que todo era culpa de la brutalidad policial. Otros del racismo sistemático. Otros decían que los culpables eran los ricos y los banqueros. Otros se desgañitaban asegurando que era cosa del extremismo musulmán. Otros, que la culpa era de las pésimas políticas públicas de las últimas décadas. Otros, que todo era responsabilidad de los norafricanos. De la falta de voluntad de integrar a las terceras generaciones de argelinos. De las desigualdades estructurales. De los ghettos y de la pobreza. De la falta de identificación con el Estado francés por parte de la juventud. De Soros. De la Agenda 2030. De las vacunas y de los vacunados. De la conspiración sionista. De la depresión por haber perdido la final del Mundial.

El monarca de la izquierda caviar burguesa-bohemia francesa, Jean-Luc Mélenchon, en lugar de calmar los ánimos optó por echarle más nafta metafórica al fuego, incentivando a los manifestantes a continuar con la violencia, mientras la Darth Vader del Tea Party francés, la ultra putinista Marine Le Pen, ya contaba votos imaginarios e implementaba al pie de la letra la idea de que no es bueno interrumpir a tu enemigo cuando se está equivocando. El gobierno no daba pie con bola mientras la policía anti-motines y los bomberos trataban de contener las estampidas y la gente seguía los desmanes por los medios y las redes.

Mientras la histeria consumía a los medios y todos buscaban especialistas que pudieran dar una explicación coherente, la cosa afuera pasaba de castaño a oscuro.

Hubo quienes sostuvieron que los saqueos ya habían sido augurados por Nostradamus y que el fin de la civilización as we know it estaba cerca. Muchos culparon al gobierno de Macron de laxismo socialista y otros de ser una dictadura de ultraderecha. Los gritos y discusiones en los estudios de radio y TV dejaban perplejo a cualquiera mientras se eternizaban las peleas en Twitter y los canales de Telegram comenzaban a cobrar suscripciones por seguir desinformando y hacer circular imágenes falsas de saqueos y disturbios de 20 años atrás. Y mientras la histeria consumía a los medios y todos buscaban especialistas que pudieran dar una explicación coherente, la cosa afuera pasaba de castaño a oscuro. Las noches se volvían cada vez más violentas.

Finalmente, en la madrugada del 1° de julio, quinta noche de disturbios, el domicilio particular de Vincent Jeanbrun, alcalde de L’Haÿ-les-Roses, una pequeña localidad al sur de París, fue atacado por grupos de encapuchados que lanzaron un auto cargado con objetos inflamables y combustible contra el frente de su casa, intentado destruirla y prenderla fuego. En el momento del ataque, la esposa de Jeanbrun estaba sola en la casa junto con sus hijos de 5 y 7 años. Tanto ella como uno de sus hijos resultaron heridos tratando de escapar y finalmente la mujer y uno de los chicos fueron hospitalizados. A pesar de las anteriores noches de desmanes, nadie podía creer que se hubiese llegado tan lejos.

El lunes pasado la imagen se repitió por toda Francia: gente reunida en las plazas y en los portales de los ayuntamientos del país, apoyando a los alcaldes, en respuesta al ataque brutal sufrido por la familia de Jeanbrun. Los discursos que defendían a la República transmitían angustia y desolación, lo mismo que los rostros de los funcionarios y el público presente, sinceramente compungidos y desorientados.

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A estas alturas ya comenzaba a afianzarse como explicación privilegiada la falta de integración de las poblaciones de supuestos orígenes magrebíes y la cuestión identitaria. Muchos afirmaban que tener pasaporte europeo y haber nacido en Francia no te hace necesariamente francés, mientras que otros iban aún más allá y proponían “soluciones finales” que helaban la sangre, como deportaciones masivas y el retiro de la nacionalidad.

El presidente Emmanuel Macron, en su sempiterno estado de desconexión con la realidad, parecía no entender cómo, si la economía va bien (sin entrar en detalles, claro está), la gente salía igualmente a romper todo y a tratar de asesinar a las mujeres e hijos de los alcaldes. Se unió así a la cacofonía desorientada de atribución de responsabilidades, señalando con el dedito esta vez a los tutores, padres y encargados de las bendis de las cités, culpando a las redes sociales y, al mejor estilo bananero, amenazando con un corte de Internet si los disturbios no cesaban.

El “toque” francés

Es innegable que una (o muchas) fracturas sociales existen en Francia. Posiblemente siempre hayan existido, como lo transparenta la letra de la famosa Marsellesa, la oda revolucionaria devenida himno nacional, que en su letra llama a las armas a los ciudadanos a fin de matar a los tiranos que “vienen hasta vuestros mismos brazos a degollar a vuestros hijos y esposas” y masacrar a las “hordas extranjeras” para inundar con su sangre impura los surcos de la tierra francesa. Lo que es discutible es que esa(s) fractura(s) sean de un solo color, o que responsan a una sola y tranquilizadora explicación dependiendo del signo ideológico del explicador.

En los diez años que llevo viviendo en Francia he visto azorada cómo de las protestas y desmanes violentos, vandalismo y pillaje en Francia se sirven blancos, negros y todos los colores por igual, cuando les cuadra en sus agendas o cuando la presión sube por algún conflicto particular. Los eternos paros de transporte, las quejas estudiantiles por la reforma educativa, la crisis de los Chalecos Amarillos, las protestas por la reforma jubilatoria, pero también los desmanes y saqueos cuando el PSG perdió la final de la Liga de Campeones son algunos de los ejemplos que me vienen rápidamente a la memoria.

Se puede recurrir a explicaciones históricas buscando algo de claridad. Las secuelas de las épocas coloniales, la guerra de Argelia y Marruecos, el fracaso de la asimilación musulmana y la discriminación que sufren los inmigrantes provenientes de África. La ocupación nazi y la deportación de los judíos franceses. Las revueltas juveniles del Mayo Francés de 1968 y las de los años ’70. La protesta social se hizo regular ya desde principios de los años ’80 y continuó en los ’90, lo que inspiró El odio, la famosa película de Mathieu Kassovitz de 1995, hasta llegar a otro hito en 2005, cuando Zyed Benna y Bouna Traoré, dos adolescentes de 17 y 15 años respectivamente, murieron electrocutados al tratar de escapar de la policía.

No niego que los eventos de los últimos días seguramente incluyen en el cóctel un fuerte componente de crisis identitaria, ya que una parte de la población afirma no sentirse francesa y rechaza la cultura republicana y laica. La fosa cultural es un hecho, como lo prueban el atentado a la revista Charlie Hebdó (2015), la masacre del Bataclan (2015) y la decapitación del profesor Samuel Paty (2020). Pero la cantidad de gente que cayó en esa grieta es relativamente menor. Es muy cierto que esa fractura económico-social y cultural no es sólo francesa, que hay otros países en Europa que enfrentan problemas similares. Pero no en todos los países de Occidente donde existen estos problemas la gente reacciona de la misma manera ni sale a romperlo todo y tratar de asesinar a sus alcaldes. Frente a este hecho no tengo ni respuestas ni certezas: sólo preguntas e incertidumbre.

No en todos los países de Occidente donde existen estos problemas la gente reacciona de la misma manera ni sale a romperlo todo y tratar de asesinar a sus alcaldes.

Por eso, el mediodía del lunes también me hice presente en las puertas de la munipalidad de mi ciudad, en el oeste parisino. Y mientras la multitud entonaba el himno nacional, el llamado a las armas de La Marsellesa me transportó en el túnel del tiempo, a la Francia de 1314, tiempos de los Reyes Malditos, cuando Felipe el Hermoso mandó a quemar en la hoguera al Gran Maestro de los Templarios, Jacques de Molay, y a perseguir y saquear a la orden, acusándolos de homosexuales.

También me transportó a la época de la Boda Roja de 1572, cuando el príncipe protestante Enrique de Navarra se casó con Margarita de Valois y gran parte de los invitados a la boda fueron asesinados en la Masacre de San Bartolomé. No menos de 2.000 protestantes franceses murieron en París y unos 10.000 en toda Francia (inolvidable Isabelle Adjani en La Reina Margot, la película de 1994 que cuenta esta historia).

Y a los tiempos del Terror, cuando los jacobinos ejecutaban 1.500 personas por mes para luego guillotinarse entre ellos, como les pasó a Camille Desmoulins y al mismísimo Robespierre. También a las revoluciones de 1830 y 1848, magistralmente retratadas por Víctor Hugo en Los Miserables (y en el musical del mismo nombre). Tensiones de una Francia dividida entre ideales opuestos, entre realistas ultracatólicos y antisemitas contra los ideales republicanos y laicos, como lo mostró el célebre “caso Dreyfus”.

En Francia se vive constantemente en esa extraña paradoja. La situación económica es buena (“no es mala”, diría un francés) y desde hace años que no deja de mejorar (si no tomamos en cuenta la deuda pública de tres billones de euros, claro). El crecimiento se mantiene, el desempleo disminuye y los inversores extranjeros llegan sin cesar. Es cierto que las diferencias y la inequidad son un hecho innegable que además se transmite de generación a generación, pero si nos atenemos a los datos duros, Francia presenta mejores indicadores que otros países de la OCDE (como se puede comprobar acá, acá y acá, por ejemplo). Sin embargo, la idea de descontento, inconformidad y necesidad de voltear al gobierno de turno está siempre ahí.

Eso es parte de la incongruencia y, aunque suene paradójico, de la coherencia: cómo una sociedad en teoría rica, racional, formal y estructurada, basada en un Estado protector y todopoderoso, con una administración que le daría pesadillas al mismísimo Kafka, puede engendrar poblaciones tan convencidas durante siglos de que decapitar congéneres, robar y prenderles fuego a sus propiedades y destruir las mismas instituciones que los sostienen es la única solución a sus problemas. En definitiva, a pesar de autopercibirse no franceses, los actos de los últimos días terminan expresando la quintaescencia de la “francesidad”.

 

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Albertina Piterbarg

Experta electoral desde hace 13 años en Naciones Unidas. Vive con su familia en París y colabora como consultora electoral para UNESCO. En Twitter es @AlberPiter.

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