Viaje de ida

#4 | La tarjeta

Conocí el sistema de salud público español. Prefiero el privado.

Me fui a Londres un fin de semana. Sí, me di ese gusto. Desde España es muy fácil moverse hacia cualquier ciudad europea y aproveché los precios de la aerolínea más low cost de todas y viajé a ver la coronación del Rey Carlos III.

Todo en el Reino Unido fue fantástico, lo que yo no sabía (porque, claro, todavía no veo el futuro) es que a mi regreso me tendría que enfrentar con el sistema de salud español. Spoiler alert: no es un desastre, pero tiene sus cosas. Y las estoy descubriendo.

Para que me dieran la residencia, tuve que contratar un seguro de salud privado. Como no tenía trabajo, el Reino de España quería asegurarse de que ni mi hija ni yo íbamos a ser una carga para el Estado. Pues bien, lo fuimos, porque esa noche en que tuvimos que salir corriendo porque a Ema se le había hinchado un ojo, caímos en un hospital público. ¿Por qué? Porque quedaba cerca y porque no sabía qué clínicas de guardia cubría la prepaga. Y tampoco entendí cómo investigarlo online. Así que googleé “centro de salud más cercano” y hacia allá fui.

Eran casi las doce de la noche, y apenas entré a la sala llena de gente fue como teletransportarme a abril del 2020. Todo el mundo estaba con barbijo. En Málaga se puede andar libremente por cualquier lado, cada tanto ves a alguien con barbijo pero ni en las farmacias ni en el transporte público lo piden. En el hospital nos miraron como extraterrestres porque no lo teníamos puesto y un enfermero salió corriendo a buscar provisiones para taparnos la boca y la nariz, algo que me pareció bastante ridículo porque el problema por el que habíamos ido estaba en un ojo. Un parche hubiera sido más efectivo, pero no: el barbijo era obligatorio y necesario, tanto como respirar. Me hizo acordar a la peor época de la pandemia, cuando la psicosis era tal que la gente salía a la calle a pasear al perro con la mascarilla puesta.

Como me costaba hablar con eso puesto y, además, se me empañaban los anteojos, cada tanto me lo bajaba, y recibía rápidamente la reprimenda de la señora de admisión que me decía, enojadísima: “Tiene que cubrirse la boca y la nariz”. Como quería que me atendieran, no discutí, pero me daban ganas de decirle: “Señora, ¿no se dio cuenta de que hay un vidrio entre usted y yo y es imposible que la contagie de nada porque mis fluidos nunca jamás van a tocarla?” En cambio, me cubrí rápidamente todo y no dije nada.

Seguimos hablando con el barbijo puesto y me pidieron “la tarjeta”. Como no tenía idea de qué era eso, enseguida dije una de las frases que más uso desde que llegué a España: “Somos extranjeras, llegamos hace poco, no estamos empadronadas, no sabemos bien qué tenemos que hacer…” Pero después de esa línea casi catastrófica, mandé rápidamente: “Tenemos pasaporte europeo y NIE [Número de Identidad Extranjero]”. No sea cosa que llamen a la guardia civil para deportarnos. O sea, no tenemos idea de nada, pero estamos legales.

Resulta que “la tarjeta” es la tarjeta sanitaria, un documento gratuito que acredita el derecho a recibir asistencia médica en la Comunidad Europea, en el Reino Unido y en Suiza. La cara de la empleada cuando se dio cuenta de que iban a tener que atendernos sin la tarjeta era digna de un meme.

Nos dieron un número, y a esperar. Una horita y nos atendió una médica que acababa de llegar de Barcelona y tenía menos idea que nosotras sobre cómo funcionaba el sistema. Pero era de lo más simpática, le miró el ojo a Ema y nos recomendó que vayamos al Hospital Materno Infantil, que ahí nos iba a ver un oftalmólogo. Igual, le recetó unas gotitas, como para quedarse tranquila.

A esa altura, yo ya quería irme a dormir, pero bueno, ¡soy una madre! Hice el esfuerzo y pedí un Uber para ir adonde nos habían recomendado. Llegamos, y el lugar estaba lleno de embarazadas. Pensé: “Acá no es”. Y recorrí toda la rampa para ir hacia el sector de Pediatría. Pero claro, mi hija ya tiene 18 años, ése no era su lugar, claramente. Así que nos pidieron que regresáramos por donde habíamos venido.

En el sector de las embarazadas nos atendió otra mujer de muy mal humor. Se puso peor cuando le dije que no teníamos “la tarjeta”. El encargado de seguridad nos tuvo más compasión y nos dijo que íbamos a tener que seguir la línea azul para que nos atiendan. ¿La qué? Nos señaló el suelo y ahí estaban: tres líneas de colores, una roja para emergencias, otra verde para atención y otra azul para triaje. Como Hansel y Gretel, caminamos mirando el piso.

En la oficina a la que llegamos, una mujer preguntó qué pasaba, anotó algo en la computadora y nos mandó a una sala de espera. Por suerte, en ese lugar había unas máquinas que vendían sándwiches y gaseosas baratas. Aprovechamos las ofertas del hospital público y cenamos. Enseguida se sumaron a la espera dos chicas coreanas: una de ellas también tenía un problema en un ojo. Por cómo estaban vestidas, era evidente que venían de una fiesta y les había pasado algo. Nos llamaron a todas juntas. Como en el jardín, fuimos en fila india por la línea verde. Pero a las coreanas las atendieron primero, no sé por qué.

Finalmente, nos tocó el turno. El oftalmólogo era tan joven que parecía recién recibido. Por supuesto, nos preguntó por “la tarjeta” y nos explicó que teníamos que sacarla apenas pudiéramos. Lo bueno fue que, a pesar de no tener nada, nos atendieron y resolvieron el problema. Pero la evidente incomodidad de estar haciendo algo que no estaba dentro del protocolo se notaba en los cuerpos de todos. Los médicos y los empleados de los hospitales públicos se sienten más tranquilos si el paciente tiene “la tarjeta”. No te van a dejar de dar asistencia, peeeeero… la tarjeta es la tarjeta.

El oftalmólogo, además, nos dio el dato más ridículo de todos: nos dijo cuál es el centro de salud que nos corresponde por la dirección donde vivimos. Yo pensé que era el primer hospital al que fuimos, porque en el mapa se ve claramente que es el más cercano. Pues no. Nos corresponde otro, que queda mucho más lejos. “Pero el que fuimos nos queda más cerca”, dije entre balbuceos. “Ah, pero por la división que hay en la ciudad, les corresponde ése, es así”.

Al día siguiente, lo primero que hice fue bajarme la aplicación del servicio de salud por el que estoy pagando. Le agradecí al sistema público español por los servicios prestados y me encomendé a santa salud privada. Que Dios me ayude.

Nos vemos en quince días.

 

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Fernanda Iglesias

Periodista. Trabajó en Clarín, La Nación, Radio Mitre con Jorge Lanata y en diversos programas de televisión.

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