Desde que en el newsletter pasado conté que no conseguía departamento para alquilar en Málaga, no pararon de escribirme diariamente para preguntarme novedades. Desde mi mamá, hasta una seguidora de Instagram de Estados Unidos que llegó a mandarle una carta a los Testigos de Jehová de España para que me ayuden. Bueno, los Testigos de Jehová de España no me ayudaron. El piso lo encontré yo solita. Pero me costó más que dejar la Coca Cola. Esta es la novedad en esta parte del mundo: encontrar vivienda en la Costa del Sol se convirtió en una misión casi imposible.
El primer día en que recorrí inmobiliarias, pensé que había tenido un golpe de suerte. Entré, como a todos lados, con cara de pollo mojado susurrando “busco un piso para alquilar…” Enseguida noté un movimiento entre los empleados. Unas señas. Unas miradas. Pasaba algo, me di cuenta, pero yo no sabía si era que habían puesto una bomba o que había llegado la hora de almorzar y no se animaban a decírmelo.
Una de las chicas giró el monitor de su computadora y me mostró la foto de un living. Entendí que me estaba diciendo que ese lugar estaba disponible para alquilar. Me abalancé y le dije “¡me gusta!” El resto de los empleados pusieron cara de circunstancia. Junté coraje y pregunté: “¿Qué pasa?” El conflicto con ese departamentito de dos ambientes era que la dueña, una viejita, lo quería alquilar para larga temporada, pero el hijo quería convertirlo en un Airbnb. Me explicaron, lo entendí y me fui.
Luego de caminar unos pocos metros, me llamaron por teléfono. “Mirá, la convencimos, pero dice la propietaria que te quiere conocer, vení mañana al mediodía y te la presentamos. No digas que vas a vivir con tu hija, porque ella quiere que viva una sola persona en su casa”. Por supuesto, acepté. Me fui contenta. Pensé: “Qué orto tengo”. El departamento era barato y estaba ubicado frente a un parque precioso, el Parque del Oeste en Carretera de Cádiz, cerca del centro de Málaga. Me juré no contárselo a nadie, por cábala, y esa noche no dormí nada.
A la mañana siguiente me fui feliz a desayunar de canje a un barcito muy lindo en Fuengirola, frente a la playa. Charlé entusiasmada con las dueñas, dos hermanas mendocinas puro amor y no dije nada del alquiler. Me preguntaron, por supuesto, y yo negué y juré que seguía buscando, sonriendo por dentro.
Mientras le entraba al café con leche y a las tostadas, me llamó una tal Lorena y me dio la peor noticia del mundo: “Escuchá, el hijo de la dueña no quiere saber nada, así que no vengas que no te lo va a alquilar”. Miré hacia el frente, estaba ahí cerquita el Mediterráneo. Hice fuerza para levantarme, saludé fingiendo alegría y me fui.
¿Y ahora? Tenía que empezar de nuevo.
Lo bueno de ese fracaso fue que después de semejante desplante, ya estaba preparada para cualquier cosa. Incluso para todo lo que pasó, que fue un desastre tras otro. En todos lados, por supuesto, me pedían recibos de sueldo, contrato de trabajo, que pague por adelantado, que les diga cuánta plata tenía en el banco y de qué signo era mi madrina. Un día, cuando me preguntaron en qué año había nacido, tuve miedo de que llamaran a Pity la numeróloga. Como sos extranjero, sos capaz de hacer el test de Cooper con tal de conseguir una renta.
Después de ver varios departamentos lindos que siempre se quedaban otros, fui un viernes de mucho calor a una visita multitudinaria. La agente inmobiliaria había puesto una hora, de 18 a 19, para ir a verlo. Era obvio que se iba a acumular gente. La propiedad estaba en pleno centro, a la vuelta de la Plaza de la Merced, tres pisos por escalera, antiguo, interno, hecho pelota. Pero yo había decidido que ese lugar sería mío.
Llegué una hora antes de la cita. Estaba muerta de sed pero no podía perder la pole position para ir a comprar una botella de agua: yo tenía que ser la primera en ver el departamento. Mientras esperaba en la calle, hubo momentos de tensión con otros que iban llegando. “‘¿A qué hora te citaron?” Tuve que mentir: “Ahora”, dije. Finalmente, lo logré. Subí primera los tres pisos mientras se me impregnaban las fosas nasales con un olor asqueroso. “Bueno, no importa”, pensaba. “Ya me voy a acostumbrar, no es grave, pongo un sahumerio”.
El departamento tenía buenas intenciones, no estaba mal, era un poco encerradito y había altas posibilidades de que entraran bichos por unos huecos en los zócalos que no habían sido tapados. Pero mi desesperación hizo que negara todas esas adversidades y sin ningún tipo de código le dijera a la chica de la inmobiliaria: “Ya está, no lo muestres más, te lo alquilo yo”. No funcionó. Evidentemente, su ética era más grande que la mía y me tuve que ir, viendo cómo entraba el siguiente interesado y cómo la fila de pretendientes se extendía hasta la esquina.
Esa noche soñé con los tres pisos por escalera, tuve pesadillas con las bolsas de Mercadona, me vi matando cucarachas a la medianoche y tratando de tapar los zócalos con cinta de papel.
Al día siguiente tenía otra cita: una planta baja que quedaba medio lejos, en una calle cuyo nombre me daba risa: Virgen de la Cabeza. Antes de ir, llamé a la del piso interno y viejo, pero que yo había decretado que sería mío. “Cuando tenga novedades te aviso”, fue la respuesta. No tenía nada. Entonces fui, desesperanzada, a ver este nuevo lugar, arrastrando los pies. El colectivo me dejó a dos cuadras y para llegar había que ir cuesta arriba. Málaga tiene muchísimas pendientes. Cuando entré, sonaron las trompetas del arcángel Gabriel y fue amor a primera vista. Pero me pasó lo mismo que cuando me enamoraba de chica: no me dieron bola.
¿Cómo logré, finalmente, alquilar la casa de mis sueños? Gracias a la Semana Santa. Acá se toman muy en serio lo de “semana” y nadie trabaja durante cinco días. Como justo vi el piso en esa época, tuve varios días para negociar sin que la agente inmobiliaria se ocupara de otros clientes. Fuimos y vinimos con las charlas varias veces durante todos esos días. El centro de Málaga era un gentío de fanáticos viendo vírgenes y santos pasar en carroza. Nosotras nos sacábamos chispas en el intercambio de mensajes. Hasta que llegamos a un acuerdo.
Firmamos el contrato el Viernes Santo, en la casa de los dueños, dos viejitos amorosos que estaban encantados de que yo hablara español. Parece que el anterior inquilino era un nórdico que no sabía decir ni “hola”. En cambio yo, claro, desplegué mi carisma y enseguida todo fluyó perfectamente. Y me mudé. Estoy en pleno Málaga, en una casita divina, decorada con muebles de Ikea. Ahora sí: que empiece la aventura.
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