Dicen que fue Diderot quien por primera vez acuñó la expresión l’esprit de l’escalier para describir a esa ráfaga de argumentos ingeniosos que se les aparecían a los participantes de un debate cuando estaban bajando del estrado por la escalera y toda esta inspiración ya era inútil. Este síndrome frustraba tanto a Rousseau, que decía que le encantaba tener discusiones, pero sólo por correo.`
En este newsletter intentaré recopilar aportes (o réplicas) que no se me ocurrieron a tiempo en las discusiones que veo en Twitter, en grupos de Whatsapp o en los cafés donde transcurro. Al fin y al cabo, como dijo Paul Valéry, toda la literatura es una inmensa venganza del esprit de l’escalier.
Igual hoy empiezo con algo que no sé si cumple con la consigna que me autoimpuse. El sábado a la noche, mientras borraba mails, vi justo el de HBO que me decía que a partir de ahora la tarifa sería otra. Estoy suscrito a muchas plataformas de streaming: Star+ y Disney+, HBO+, Netflix y, por supuesto, Flow, pero prácticamente no veo ninguna. Como muchos de ustedes sabrán, mi gusto pasa por escuchar radio y por leer Twitter. También veo los canales de noticias, del 14 al 19, y un poquito de Fórmula 1, polo y la Champions League. Por eso un poco me dio bronca estar pagando HBO y no ver nada de lo que ofrece.
Entonces me dispuse a ver qué ofrecía HBO, y no encontraba nada que me interesara. En un momento, ya no sé en qué categoría, vi que estaba Patria. Al libro de Fernando Aramburu sobre el que está basada la serie me lo habían recomendado, y por eso me dispuse a verla.
Patria es, como casi toda novela, una historia micro dentro de una historia macro. En este caso es la de dos familias amigas, uno de cuyos hijos, militante de ETA, mata al padre de la otra, un empresario pyme del transporte, por no pagar el impuesto revolucionario que la organización terrorista le había fijado. Esta ficción, por lo que pude fechar a partir de los autos y otros indicios, ocurre alrededor de 1989 en un pueblo guipuzcoano de muy pocos habitantes cerca de San Sebastián. Pero me puedo equivocar.
Es, como dije en el párrafo anterior, la historia de dos familias, pero está protagonizada por las esposas-madres de ambas: la madre del asesino y la esposa del asesinado. Ambas, durante los ocho capítulos, demuestran que son las jefas de sendos hogares. En esas dos mujeres, sobre todo en Bittori, vi un montón de cosas propias de las mujeres de mi familia materna. Sobre todo de mi abuela y de mi propia madre.
Mi abuela había venido de España sola a los 15 años. Su padre, que había enviudado unos años antes, se había vuelto a casar y la convivencia entre mi abuela y la madrastra era insostenible. Eso hizo que ella decidiera embarcarse siendo una nena e irse forjar un futuro a la Argentina. ¡Miren si un hombre la iba a llevar por delante justamente a ella que era capaz de cruzar el Atlántico por no bancarse convivir con la madrastra!
Mi madre heredó de su madre la misma viveza y valentía. Vivió sola en un caserón hasta casi el final de sus días. Nunca necesitó de mi padre ni de mi ni de mi hermana para las cosas que ella quería hacer. Se las arregló sola hasta los 90 años.
En el último capítulo de Patria hay dos escenas que me hicieron acordar a mi familia, y a mi madre especialmente. Bittori, frente a la tumba de su esposo Txato, recuerda que la última vez que toda la familia estuvo junta fue pocos días antes del asesinato, cuando fueron a visitar a Nerea, su hija, que estudiaba en la Universidad de Zaragoza. Nerea les muestra el departamento que alquila junto a otras estudiantes. Txato y Xabier, el hermano, se muestran contentos al ver el bulín de la hija en la ciudad. Bittori, en cambio, pone cara de disconformidad, pese a las advertencias y súplicas de los dos varones. Con su inconformidad muestra lo imprescindible que es ella para que la familia funcione como Dios manda.
Txato, al ver que su hija está justa de plata, aprovecha una distracción de Bittori para sacar unos billetes y dejárselos dentro un libro. Cuando corren la cámara se ve que está Bittori observando la situación. Y se lo hace saber al marido, como advirtiéndole que a ella no se le escapa nada. Esa escena podría haber pasado exactamente igual en mi casa. Mi padre era capaz de privarse de hasta lo más ínfimo para él, pero dejarnos plata a mi hermana o a mí para nuestros gustos superfluos. Y mi madre, mostrando su disconformidad y a la vez dejándolo pasar, pero dejando bien en claro que ella se daba cuenta de todo.
La otra escena es cuando Bittori, sabiendo que se va a morir pronto, llama a su hija y le explica todo lo que tiene que hacer cuando muera. Que sus hijos no se van a tener que preocupar por la herencia, porque ella ya dejó todo arreglado, 50% para cada uno. Que la entierren junto a su marido. Que cuando termine la pacificación de ETA con el Estado español, que está en ciernes en ese momento, los lleven de vuelta al cementerio del pueblo y alguna otra cosa más que le instruye a la hija. Cuando Nerea le pregunta si su hermano no debería saber estas cosas, Bittori le dice que no tiene sentido, pero en el fondo, lo que también le está diciendo, es que los hombres son medio bobos para las cosas reales y prácticas.
Cuando asesinaron a su marido, Bittori se mudó a San Sebastián y tuvo que abandonar su pueblo, su hogar conyugal, sus costumbres, su terruño, por recomendación de familiares, amigos y allegados. A ella, vasca de pura cepa, el separatismo vasco la había separado de sus cosas más queridas y de su forma de vida. Y ella estaba dispuesta a morir donde había nacido, criado y formado su familia y no habría cosa que la detuviera.
El mes pasado murió Sara Oyuela. Sarita, que ahora sospecho que también era de origen vasco, es la que a sus ochenta y pico de años quería hacer la vida de siempre. Su vida. Siempre había hecho lo que había querido, como testimonió su marido cuando se reconoció, ante la policía, incapaz de hacerla obedecer algo.
Es interesante cómo a esta abanderada de la independencia de la mujer le cayeron las feministas. Esas que antes de permitirse expresar un pensamiento se preguntan si le caerá bien a Máximo, al Cuervo o al colectivo de actrices. Porque no pelean por la independencia de las mujeres sino que se suman a toda moda que les permita, con una justificación abstracta encomiable, vigilantear las conductas del resto. Subidas a un pedestal moral, se calzan la gorra, las manguillas blancas y con el silbato en la boca empiezan a pitar a todo aquel que supuestamente está en infracción. La causa es una excusa. Lo mismo da si son los derechos de las mujeres, el riesgo de contagio por covid, o no frenar el devenir de la Historia. La idea subyacente también es que para hacer tu vida les tenés que pedir permiso.
En Patria se muestra cómo los etarras, con otro ideal encomiable como la libertad del pueblo vasco frente a la opresión del Estado español, también justificaban el asesinato de un pequeño empresario vasco, buen vecino, buen amigo, que trabajaba de sol a sol y cuyo único placer era andar en bicicleta junto a otros paisanos, que nunca supuso que el hijo de su amigo, al que había visto nacer, era capaz de ser parte del grupo que lo asesinaría. Y al que cuando ETA lo marcó, todos los vecinos, sus amigos, sus compañeros de bar o de bicicleteada, dejaron de animarse a saludarlo por miedo a la mirada de los inquisidores de siempre.
Último punto: ante la abundancia de gente con vocación vigilanteril recomiendo desestimar las grandes causas, porque si algo van a sobrar son personas que, subidas al atalaya de su balcón, estén dispuestas a ser el comisario de la manzana, que supuestamente velando por el interés general quieran dar rienda suelta a su apetito de poder.
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