Cualquier sistema de salud exitoso persigue dos grandes objetivos al mismo tiempo: facilitar el avance científico y tecnológico pero también asegurar que ese beneficio llegue a todos de manera equitativa. Estos objetivos enfrentan hoy un enorme dilema, porque tenemos por un lado tenemos los beneficios de la innovación, que brinda progresos tangibles casi todos los días. Y, por otro, el incremento exponencial de los costos que generan algunos de estos avances, las crecientes dificultades para encontrar un equilibrio para garantizar la sustentabilidad de los sistemas de salud y, aunque sean temporarias, más desigualdad e inequidad en el acceso. Esta tensión entre tecnología y financiamiento ya la estamos viendo hoy: todo el tiempo aparecen nuevos medicamentos, diagnósticos o tratamientos muy caros que las obras sociales o prepagas se niegan a cubrir y vemos familias desesperadas que reclaman, promueven amparos judiciales y acuden a los medios para hacerse escuchar.
En este contexto, la medicina y la salud pública experimentarán, en las próximas dos o tres décadas, un cambio profundo de sus paradigmas, impulsado por la revolución científica y tecnológica que ya estamos viviendo. La biotecnología, la bioingeniería, la nanorrobótica, la edición genética, la inteligencia artificial, el big data, la computación cuántica y los ciborgs, entre otros avances, facilitarán que el hombre se sienta más cerca de la inmortalidad. Esta selección artificial contrastará con la selección natural del más apto, proceso que ha signado la evolución humana desde que nos separamos de nuestros ancestros comunes con los primates, hace más de seis millones de años.
Sólo mirando las dos últimas décadas, hemos presenciado un avance en la medicina sin precedentes, con cambios que se están acelerando de una manera difícil de predecir y cuya disrupción podría superar a la transformación que ocurrió con la revolución de Internet y la digitalización a partir de los ’90. Este menú de nuevas tecnologías médicas incluye estudios diagnósticos (genética, genómica, medicina de precisión); nuevos tratamientos (terapias biológicas contra el cáncer, la enfermedad cardiovascular y otras enfermedades crónicas, nuevas vacunas con innovadoras plataformas de desarrollo, terapias génicas para enfermedades fatales en los niños, tratamientos farmacológicos “personalizados”); nuevos dispositivos (procedimientos robotizados, nanorrobótica, sensores portátiles y biométricos); salud digital (historias clínicas electrónicas, telemedicina, aplicaciones de salud en los dispositivos móviles e Internet de las cosas); y también ciencia de datos (algoritmos de inteligencia artificial, machine learning y big data). A estos ejemplos les sigue una nueva lista interminable de cosas que estamos ya viendo y otras más de las que todavía no tenemos idea, pero que seguramente van a seguir transformando la medicina, la salud y las ciencias de la vida.
Sólo mirando las dos últimas décadas, hemos presenciado un avance en la medicina sin precedentes, con cambios que se están acelerando de una manera difícil de predecir.
¿Qué ocurrirá en el futuro próximo? La combinación de cambios demográficos, como el envejecimiento poblacional; epidemiológicos; como la epidemia de enfermedades crónicas (la enfermedad cardiovascular, el cáncer o enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer); el aumento insostenible de los costos y una avalancha de nuevas tecnologías, tanto biológicas como digitales, prometen que tal vez en menos de 20 o 30 años la medicina y la salud pública se reconfiguren en algo totalmente diferente a lo que hoy conocemos. Sin embargo, no podemos hacer predicciones certeras: no tenemos ni la bola de cristal ni modelos matemáticos que puedan anticipar qué ocurrirá. No sólo tenemos muchas incógnitas. Es aún peor: ni siquiera sabemos cuáles son.
Darwin contra la máquina
Dice Yuval Harari, el famoso antropólogo e historiador israelí, que en los albores del tercer milenio la agenda humana ha cambiado y que los problemas que nos inquietan de cara al futuro son diferentes. Se refiere a la lucha contra el envejecimiento y la búsqueda de la inmortalidad y la conquista de la felicidad. El objetivo de la medicina del futuro será no sólo curarnos, sino prolongar la vida y mantenernos en plenitud, sin importar la edad que tengamos. Esto se convertirá en un verdadero cambio de paradigma, con profundas repercusiones no sólo biológicas sino sobre todo sociales y también políticas. A lo largo de millones de años de evolución humana, la selección natural darwiniana ha premiado, en líneas generales, rasgos genéticos que favorecen la reproducción, aunque fuera a expensas de la longevidad. Sin embargo, estas nuevas biotecnologías pueden permitir reemplazar órganos no funcionales o eliminar, bloquear o “editar” el genoma para reducir el riesgo de determinadas variantes génicas. La edición genética, en particular, permitirá eliminar defectos genéticos y reparar genes dañados, lo que podrá curar centenares de enfermedades genéticas o enfermedades degenerativas asociadas a la edad, como la enfermedad de Alzheimer. ¿Lograremos crear entonces un superhombre a través de modificaciones en el ADN que permitan una nueva revolución cognitiva, aún mayor que la primera, ocurrida hace 50.000 años?
Estas nuevas biotecnologías también podrán rediseñar nuestro cuerpo utilizando todo tipo de prótesis y convertirnos en ciborgs, mejorando dramáticamente nuestras capacidades humanas mediante la incorporación e integración de esas tecnologías a nuestro cuerpo (como la niña de Years and years, la serie distópica de HBO, que recomiendo). Los ciborgs, o seres humanos mejorados con tecnología, podrían tener un impacto significativo en la medicina y la salud. Por ejemplo, los implantes de prótesis y dispositivos de realidad aumentada podrían mejorar la calidad de vida de las personas con discapacidades físicas.
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La inteligencia artificial (IA), por otro lado, está permitiendo desarrollar sistemas de diagnóstico automatizado que pueden ayudar a los médicos a detectar enfermedades más temprano y a tomar decisiones más informadas sobre el tratamiento. El big data, a su vez, nos facilita el análisis de grandes cantidades de datos de pacientes, provenientes de registros electrónicos procesados por algoritmos de inteligencia artificial que interpretan y codifican el lenguaje natural, lo que está ayudando a los médicos a identificar patrones y tendencias que podrían prevenir enfermedades y desarrollar nuevas terapias. Si, en el futuro, ese procesamiento se hace a través de computadoras con tecnologías cuánticas, la velocidad y capacidad de procesamiento pueden ser casi infinitas.
La genómica y la bioinformática, por su parte, han brindado a los médicos una nueva y poderosa herramienta: la capacidad de predecir una enfermedad incluso décadas antes de que aparezcan los síntomas. Ya existen biosensores portátiles de bajo costo que pueden detectar una amplia variedad de enfermedades. Es como tener un laboratorio en un chip de tres milímetros cuadrados. En pocos años, otros chips buscarán pequeñas mutaciones genéticas para predecir enfermedades y se conectarán con otros que predigan cómo responderá el paciente a determinados fármacos. Y, ¿quién sabe? Tal vez en pocas décadas no necesitemos médicos porque serán reemplazados por los futuros “Watsons”, el programa de IA que IBM desarrolló hace más de 10 años.
¿Pasaremos de la química orgánica del carbono, base de la biología, a la química inorgánica de la sílice?
¿Redefiniremos a qué se llama un organismo vivo? Por ejemplo, desde la ciencia de datos podríamos definirlo como un organismo orgánico capaz de procesar datos para facilitar su supervivencia y reproducción. Pero si la inteligencia puede desconectarse de la conciencia, resultará sencillo construir algoritmos inorgánicos que mejoren con mucho las prestaciones intelectuales de los orgánicos y que terminen por conocernos mejor que nosotros mismos. ¿Pasaremos de la química orgánica del carbono, base de la biología, a la química inorgánica de la sílice? ¿O, tal vez algún día, los algoritmos de IA adquirirán conciencia?
Esta revolución podría transformar al homo sapiens en homo deus, de hombre a Dios, al decir de Harari, y darnos acceso a ámbitos hoy inimaginables. El sueño del humanismo evolutivo de mejorar la especie humana por selección de los mejores se realizaría por medio de la ingeniería genética, la nanotecnología y las interfaces entre el cerebro y la computadora personal. Asumiremos que, si el homo sapiens es, como todo ser vivo, sólo un sistema de procesamiento de datos, podrá ser sustituido por un sistema mucho más eficiente de silicio, como la llamada Internet de las Cosas. Las experiencias humanas perderán su valor en tanto que puedan ser reemplazadas por algoritmos muy inteligentes. Sin ir más lejos, en estas últimas semanas estamos presenciando el fenómeno de la inteligencia artificial masiva con el chatGPT de OpenIA, que nos abre una ventana a un mundo nuevo, de consecuencias impredecibles.
‘Centennials’ centenarios
Quienes nacieron en los últimos años probablemente tengan una expectativa de vida promedio de 100 años, y no de 78 años como dicen las tablas de vida actuales. Esto es así porque la expectativa de vida al nacer se calcula estimando el número de años que un recién nacido viviría si se aplicaran las tasas de mortalidad actuales durante toda su vida. Pero justamente esa mortalidad puede cambiar a lo largo del tiempo, especialmente debido a los avances en la medicina y los cambios en los estilos de vida.
Tal vez a los 100 años, esos “centennials” del futuro se sientan mucho mejor en promedio de cómo me siento yo hoy, habiendo ya pasado los 60, por obra y gracia de la genómica, el reemplazo de órganos al por mayor con impresoras 3-D o las que vengan, y los nanolaboratorios en el torrente sanguíneo que fabricarán fármacos “personalizados” según sea necesario, ocupándose también de recargar constantemente su telomerasa, la enzima que actúa sobre los cromosomas, agrega ADN para que no se acorten y hace que las células se conviertan en inmortales.
Todas estos avances, sin embargo, van a generar desafíos éticos, ya que su aparición podría crear, al menos en una primera fase, una élite de superhombres y marginar a aquellos que no tienen acceso. En definitiva, ¿pasaremos entonces de la selección natural a la selección artificial distópica? ¿Para quiénes? ¿Cómo estas nuevas tecnologías afectarán a la privacidad y los derechos humanos, y cómo garantizaremos que sean utilizadas éticamente? Aquí es donde aparece el tema más acuciante desde lo ético: las desigualdades y la inequidad.
Aquí es donde aparece el tema más acuciante desde lo ético: las desigualdades y la inequidad.
La aceleración de la innovación tecnológica aumenta la brecha de disparidades sanitarias, porque llega antes a los más ricos o a quienes tienen mejor acceso o mejor cobertura de salud. Hoy eso está pasando con las nuevas tecnologías, sean nuevos agentes biológicos, nuevas terapias génicas o nuevas vacunas. Miremos lo que pasó con el desarrollo de las vacunas contra el COVID-19, fenomenal ejemplo de aceleración del progreso científico e inequidad en el medio de una crisis global como la pandemia. En efecto, a semanas de la identificación del virus, ya se había secuenciado su genoma, compartido las plataformas bioinformáticas y comenzado el desarrollo de las vacunas, que se comercializaron, luego de procesos de aprobación regulatoria fast track , a menos de un año del comienzo de la pandemia. Los países más ricos consiguieron mejores vacunas, más eficaces y más rápido, sobre todo cuando aparecieron en el mercado, en 2021, en medio de una carrera salvaje para ver quién llegaba primero. Mientras tanto, la plataforma COVAX, de la Organización Mundial de la Salud, diseñada con el objetivo de asegurar una distribución equitativa de las vacunas entre países pobres y países ricos, quedó lejos de sus objetivos, que habían sido extremadamente ambiciosos.
El progreso genera inequidad, también en salud. Siempre. Ya lo analizó Angus Deaton, Premio Nobel de Economía en 2015. Se podría pensar que la inequidad y las desigualdades vinculadas al progreso representan un fenómeno transitorio, y que tarde o temprano sus beneficios alcanzarán a todos. Así ha ocurrido, sobre todo desde la revolución industrial: solo en el siglo XX la expectativa de vida en el mundo se duplicó. Excepto la hambruna creada por Mao en China hacia fines de los ’50, la crisis del SIDA en los países del África subsahariana o la caída de la Unión Soviética en los ’90 y, tal vez, esta última pandemia, la mejora de la expectativa de vida se produjo en todos los países, incluidos los más pobres. Pero esto no necesariamente será así en el futuro. A medida que la innovación tecnológica se acelere y se vuelva cada vez más disruptiva, puede tornarse más difícil lograr una equidad razonable.
Me gustaría pensar que ni la inteligencia artificial, ni las nanotecnologías, ni la bioingeniería pueden reemplazar la intuición y el juicio clínico de un médico.
En resumen, los avances tecnológicos en medicina y salud pública prometen mejorar nuestra calidad de vida y acercarnos a la inmortalidad, pero también plantean desafíos importantes en términos de acceso y equidad. Es importante abordar estos retos de manera proactiva para asegurar que estas tecnologías beneficien a todos y no sólo a unos pocos afortunados. En este futuro casi inimaginable y tan incierto, ¿tendremos otra nueva dimensión de inequidad, tal vez más dura y más compleja? Ya no la sobrevida del más apto sino del más rico, quien sobrevivirá en promedio hasta los 120 años, el límite biológico que hoy se conoce para la especie humana. ¿Tal vez más? Por otra parte, en este mundo que se focaliza cada vez más en la medicina individualizada, personalizada, ¿dónde quedará la salud pública? ¿Cuáles serán las políticas públicas para mitigar la inequidad dentro de 30 años? ¿Qué imperativos éticos prevalecerán para ese entonces? Aquí es donde políticas públicas pro equidad como la Cobertura Universal de la Salud tienen un lugar protagónico, necesario y fundamental.
Tenemos demasiadas preguntas, mucha incertidumbre y pocas respuestas. Cuando era chico, veía una serie llamada Marcus Welby, cuyo protagonista era un médico de familia. Este médico atendía los problemas de todas las familias de su comunidad. Era empático, comprensivo, diligente y sabía qué hacer en cada caso. Me gustaría pensar que ni la inteligencia artificial, ni las nanotecnologías, ni la bioingeniería pueden reemplazar la intuición y el juicio clínico de un médico, ya que las decisiones médicas a menudo implican consideraciones éticas y de contexto muy complejas. Al menos hasta ahora. Quisiera para 2050 que no se siga perdiendo ese tipo de médico. Quisiera que el futuro traiga a Marcus Welby y no al médico robot de Los supersónicos, para seguir con los recuerdos vintage. Me gustaría una medicina y una salud pública que aprendan a convivir armónicamente con la innovación tecnológica en un futuro que nos incluya a todos y no deje a nadie atrás. Y que no se olvide de que, para que la cobertura universal de salud no sea sólo un deseo aspiracional y sea realmente efectiva, se necesita pensar también en la sustentabilidad del financiamiento de los sistemas de salud.
Como parte de la generación de los baby boomers, no sé si lo veré. Pero, si hay que enderezar el rumbo, el momento es ahora.
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