Desde la última vez que escribí un domingo en Seúl salí campeón del mundo y estuve un par de semanas en Villa Pehuenia, en el oeste de Neuquén, donde (dicen) están las mejores playas lacustres de la Patagonia y donde sus vecinos sólo tienen Internet decente, en sus celulares o por wifi, cuando nos vamos los turistas. Mientras los turistas estamos, en verano o en invierno, conectarse es improbable y, si ocurre, es casi siempre en modo texto: una Internet como la de hace 20 años, que te alcanzaba para leer títulos, tuits y mensajes, pero no fotos ni, mucho menos, video.
Aproveché la falta de Internet para estar más presente con mi familia (ellos, igual de desconectados que yo) y con la familia amiga con la que alquilamos cabañas vecinas sobre lo que se llama La Angostura, los cien metros de río que conectan los lagos Aluminé y Moquehue. Aproveché también para leer y pude terminar, para mi sorpresa (entre los dos suman casi 1200 páginas), dos libros recientes publicados por señores mayores de 75 años que son, cada uno a su manera, una síntesis y una culminación de sus propias obras. Los autores son Enrique Krauze, cuyo libro es Spinoza en el Parque México, y Pablo Gerchunoff, de Alfonsín. El plano invertido. Quiero escribir hoy sobre algunas reflexiones que me disparó el libro de Krauze, el año que nos espera en Argentina y dos ideas, una halcona y una paloma, sobre cómo encarar la próxima etapa de nuestras vidas políticas.
Compré el libro de Krauze porque lo respeto y lo admiro como intelectual (no hay muchos intelectuales militantes de la democracia liberal en América Latina) y, también, porque lo respeto y admiro como fundador y editor de revistas de ideas, como la legendaria Vuelta, dirigida por Octavio Paz entre 1976 y 1998, y su heredera, Letras Libres, que sigue dando la batalla en España y México. Como quiero que Seúl dure muchos años, leí el libro casi como un manual de instrucciones: aprendí mucho y me empapé de mística, que es indispensable para este oficio. En un momento Krauze cuenta un viaje a Buenos Aires en los ‘70 y su peregrinación, como todo autor extranjero de la época, hasta el departamento de Maipú donde vivía Borges, que le dice esto espectacular: “La única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. Lo otro es una antología”. En Seúl ya no somos tan jóvenes pero amamos y odiamos con pasión, y eso, creo, es parte de nuestro mucho o poco encanto.
La única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. Lo otro es una antología.
Una de las cosas que más de me gustó de Spinoza en el Parque México, que es sobre todo una memoria intelectual en formato conversación, y quizás por eso se lee rápido y fácil a pesar de sus más de 700 páginas, es cuando Krauze cuenta su desencanto del marxismo y su acercamiento al liberalismo como una herejía, como el abandono de una fe a la que al principio le faltaba un punto de llegada. Acostumbrado, como buena parte de su generación, a leer el mundo con las herramientas del marxismo (que servían para juzgar tanto la política como las películas, las relaciones de pareja, el carácter de las personas y un infinito etcétera), Krauze sospechaba en los ‘70 que el comunismo era cruel y una estafa, pero no tuvo una arquitectura filosófica de la cual agarrarse hasta que re-descubrió a Max Weber, del cual se aferró para sostener, después, las hipótesis mucho más humildes y acotadas del liberalismo.
El marxismo, como todos los dogmatismos, creía poder explicar todo; el liberalismo sabe que no puede explicar casi nada. Por eso a veces parece que corre en desventaja. Los marxistas, como todos los dogmáticos, dice Krauze, ignoran la irracionalidad del mundo, de la experiencia humana, de la vida en sociedad: creen que pueden atrapar las tormentas sociales en un frasco y ponerles una etiqueta. Los verdaderos liberales, en cambio –no los falsos liberales que se pusieron ahora de moda en la Argentina, llenos de certezas y mesianismo–, reconocen la irracionalidad, y por eso son más humildes a la hora de recomendar sistemas políticos o políticas públicas: no hay paraíso, muchachos, lo mejor que podemos hacer es ponernos de acuerdo sobre las reglas y tratar de ir paso a paso viendo cómo vamos mejorando.
Corazón y cabeza
Krauze rescata entonces una de mis metáforas favoritas para esta manera de ver la política y la sociedad, también acuñada por Weber, que es la de taladrar despacio. “La política es un enérgico y lento taladrar sobre superficies duras, que requiere pasión y perspectiva”, escribió Weber en La política como vocación, su ensayo más famoso, publicado un año antes de morir y como reacción a la excesiva efervescencia política que veía en la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial. Por eso les decía a los jóvenes inquietos que lo escuchaban (la conferencia fue la base del ensayo) que, además de pasión, tuvieran un poco de perspectiva. Además de corazón, cabeza. Además de “convicción”, por usar otra categoría acuñada en ese mismo ensayo, “responsabilidad”.
Krauze se abrazó a estas categorías hace 50 años y ya no las soltó nunca. A mí me gustan mucho también, aunque reconozco que el equilibrio exacto entre pasión y perspectiva, cabeza y corazón, convicción y responsabilidad, depende mucho del contexto, los protagonistas y el momento. En 2015, cuando Cambiemos ganó las elecciones y algunos nos sumamos al gobierno, se nos acusó de querer despolitizar la política, de querer quitarle intensidad, y los críticos tenían razón, porque eso era exactamente lo que queríamos hacer: ante la politización total que proponía la era kirchnerista (“todo es político”), nosotros quisimos decirles a los argentinos que no, que hay zonas enteras de la vida –la amistad, el arte, el amor, la familia– que están, o deberían estar, más allá de la batalla ideológica o el dedo del Estado y que un país no triunfa por los logros de su Estado sino por los logros de sus habitantes. La magia de un país no es su Estado: es su gente. Quizás no era una discusión para ese momento y quizás no logramos ese equilibrio, pero también es cierto que uno de los pocos mandatos que nos habían dado los votantes era cambiar el estilo político y los modos de gobernar. Ante la urgencia constante del kirchnerismo (para Cristina todos los días eran históricos), ofrecer y pedir un poco de paciencia, de taladrar despacio.
Pinedo respondió: ‘Yo soy un político conservador, no me gustan los grandes cambios, me gusta ir de a poquito’.
Lento taladrar, entonces. Slow boring, como se llama el blog de Matt Yglesias, uno de mis comentaristas gringos favoritos. “Pequeños pasos para un mundo mucho mejor”, el lema de Marginal Revolution, otro blog que leo hace 15 años. “El reformismo permanente”, dijo alguna vez el ex presidente Mauricio Macri. Una vez en medio de la cuarentena tuve un zoom con media docena de personas entre las que estaba Federico Pinedo. No me acuerdo de qué estábamos hablando, pero alguien tiró una propuesta ambiciosa de ingeniería social y Pinedo respondió (cito de memoria): “Yo soy un político conservador, no me gustan los grandes cambios, me gusta ir de a poquito”. Misma sensibilidad. Más allá de todo esto, ¿tenemos las condiciones necesarias hoy en Argentina para taladrar lento? No, no las tenemos, porque taladrar lento requiere un sistema político razonablemente sano, con coaliciones políticas dispuestas a negociar, a ganar y a perder, sobre el entendimiento de que el otro respeta las reglas de juego. El kirchnerismo, que ahora incluye a casi todo el peronismo, explícitamente repudia las reglas de juego, fantasea con reingenierías constitucionales autoritarias (“en defensa del pueblo”, las justificarán) y considera ilegítimos a los opositores, jueces y periodistas que no le hacen caso. El desafío que plantea el kirchnerismo al taladro de la democracia liberal es demasiado profundo: por eso hay que ganarle y taladrar después con los que quieran taladrar.
Ahora, ¿cómo hacemos? ¿Cómo hacemos para que una mayoría de la clase política y dirigente y de la sociedad se convenza de que el único camino posible es taladrar lento, sin paraísos ni mesías, con paciencia y eventuales retrocesos, de que no hay salidas mágicas sino sólo el persistente y terco empuje político, con la dosis sana de pasión y la dosis necesaria de perspectiva, con convicción pero también con responsabilidad? Krauze habla también de esto en su libro, y lo que dice me despertó dos ideas, una más halcona y otra más paloma.
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Empiezo por la paloma: no hay manera de cambiar de régimen económico e iniciar una nueva era política sin que los actores principales y una parte importante de la sociedad estén convencidos de que el rumbo es el correcto. Si los perdedores de las reformas sienten que se les ha impuesto un nuevo sistema, y que no hay rol para ellos en el futuro, harán lo imposible para volver al sistema anterior. Esto incluye a los trabajadores informales, por supuesto, pero también a muchos hoy privilegiados. Las reformas de mercado de los ‘90, algunas de ellas muy profundas, se disolvieron en el aire cuando el peronismo cambió de piel. Esa es la lección para el futuro: para ser permanente, para convertirse en taladrar lento, el nuevo rumbo debe tener aceptación social y ser considerado, si no deseable, al menos inevitable por las élites. Esto requiere muñeca política y cierta dosis de generosidad y apertura. El que cambia, si cambia, será el país, no lo hará cambiar un presidente o una coalición política. El mérito del éxito, si queremos que se mantenga, tiene que estar repartido. Esto es un idea paloma.
Ahora bien, poniéndome más halcón: ¿es capaz el sistema de cambiar por sí mismo? Evidentemente, no. Y esto es aplicable a cualquier sistema. Para cambiar, un sistema necesita un sacudón, un suceso inesperado, que en política puede ser un grupo de líderes valientes que marquen el camino, aguanten los chaparrones inevitables, toleren los costos de la transición y arrastren al resto (los dubitativos, los cobardes, los indiferentes) hacia el nuevo régimen. En situaciones normales, la política es taladrar lento. En situación anormales, y creo que vivimos en una situación anormal y extraordinaria, la política quizás sea taladrar rápido. Esto es una idea halcona.
Rápido, con convicción, pasión y liderazgo en la emergencia; despacio, con responsabilidad, perspectiva y generosidad después de la emergencia. Quizás esa sea la síntesis de lo que quiero decir. Me acuerdo de que durante el primer debate parlamentario sobre el aborto, en 2018, un amigo peronista me escribió para quejarse por la falta de liderazgo de Macri. El presidente había abierto el debate en el Congreso, lo había abierto a la sociedad y había dado libertad de acción a los legisladores de su partido y su coalición. Pero no se había pronunciado sobre su preferencia. “¿Para qué son liberales si no?”, me preguntó. Era el 12 de junio, el día de la sesión en el Senado. “El liberalismo es un proceso, no un destino”, le contesté. No le gustó: “Buoh”, me dijo. “Volvete a New York”. Esta conversación me quedó grabada (la acabo de volver a leer) porque representaba de una manera profunda nuestras distintas miradas sobre la política. A mí me gustaba taladrar lento, enriqueciendo el espíritu de la convivencia, sin imposiciones, confiando en la sociedad. A él, como buen peronista, le gustaba taladrar rápido, desde arriba hacia abajo, aunque se dejaran todos los tarugos taladrados por la mitad.
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