Cerraron finalmente las listas para la inédita elección de la provincia de Buenos Aires, en la que millones votarán para elegir a unos legisladores que pronto quedarán olvidados y podrán hacer lo que quieran en La Plata sin que nadie los mire ni, mucho menos, los controle. Así ha sido siempre y no hay motivos para que esta vez cambie. El momento de comedia grotesca del fin del semana lo protagonizó Fuerza Patria (ex Frente de Todos, ex Unión por la Patria, ex Unidad Ciudadana, ex Frente para la Victoria), que acusó a un misterioso corte de luz de no poder presentar sus listas y consiguió 48 horas más para limar sus asperezas, que son muchas. El peronismo se mantiene unido como se mantiene unido a la fuerza un matrimonio con hijos chicos.
La otra noticia de la semana fue la lista del Frente LLA, pero no por las quejas del PRO sino por las de Las Fuerzas del Cielo, la brigada de los gordos oficialistas, que quedó marginada de candidaturas que fueron completadas con personajes como Pablo Morillo, que hace sólo un par de años decía cosas como que Axel Kicillof estaba “altamente calificado como para ser presidente de la nación”.
Quedó en estos días expuesta, por lo tanto, la fractura entre los militantes digitales, ideológicos y mileístas, nucleados alrededor de Santiago Caputo, y los militantes territoriales, desideologizados y recién llegados elegidos por Karina Milei y su lugarteniente bonaerense, Sebastián Pareja. Ante las quejas de los gordos, tanto Pareja y Karina emitieron comunicados cuyo mensaje era básicamente: acá se hace lo que decimos nosotros. Sebastián Pareja: “El que critica a Pareja está criticando a Milei”. La frase quizás no sea textual, pero el espíritu es parecido. Un reclamo de verticalismo total, que parece una demostración de fortaleza pero en realidad muestra una debilidad. Si todo lo que hace Karina beneficia a Milei y cualquiera que proteste está en contra de Milei, entonces es un espacio con muy poca flexibilidad no doctrinaria (esa sí la tiene) sino de funcionamiento interno. La verticalidad obligatoria nunca dura mucho. Y cuando se rompa ese dique, no quedará nada, vendrá la inundación.

La consigna “a la víctima hay que creerle” se repite con tanta fe que a esta altura debería figurar en los Diez Mandamientos del progresismo. Pero hay un detalle menor que suele pasarse por alto: ¿y si todavía no sabemos si es víctima? Porque si damos por probado lo que justamente hay que demostrar, no estamos defendiendo derechos: estamos haciendo malabares con una falacia. Es lo que en lógica se llama petición de principio, aunque en redes sociales rinde más llamarlo “empatía”.
La trampa es elegante en su simpleza: se le cree porque es víctima, y es víctima porque se le cree. Círculo perfecto. Inatacable, salvo que uno todavía conserve algún aprecio por el pensamiento racional. Y por el derecho, ya que estamos.
Lo curioso es que la idea original no era disparatada. Como pasa seguido con el evangelio woke, el punto de partida era razonable: a quien denuncia, se la escucha. Algo que durante mucho tiempo no ocurrió, y que era urgente corregir. Pero de ahí a transformar cada denuncia en una verdad revelada hay una distancia que no todos parecen dispuestos a recorrer sin hacerse los boludos. El resultado es que la presunción de inocencia, esa reliquia polvorienta del derecho romano, termina tirada a la basura.
Ya lo dijo el jurista Ulpiano en el siglo III —sí, el siglo III: cuando todavía ni existía X, pero ya sabían pensar—: “Ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat”. O sea: la carga de la prueba recae en quien acusa, no en quien se defiende. De ahí a la Declaración de los Derechos del Hombre en 1789, que afirma que todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, hubo más de mil años de progreso jurídico. Aunque tampoco hay que idealizar: las brujas de la Inquisición no fueron exactamente tratadas con garantismo. Hoy, irónicamente, son el emblema favorito de cierto feminismo radical. Cosas que pasan.
Esta semana se dio a conocer el caso del médico Pablo Ghisoni, que pasó tres años preso sin juicio por una denuncia de abuso sexual contra dos de sus hijos presentada por su exmujer, Andrea Vázquez. La semana pasada, Tomás —una de las “víctimas”— publicó un video en el que reconoció que mintió. Pero no sólo eso: dijo que la historia fue impuesta por su madre, una figura adulta en la que confiaba. “Fui víctima de un entorno que me enseñó a repetir un relato”, explicó.
¿Y Ghisoni? Sin trabajo, con su reputación destruida, y —lo más grave— sin relación con sus hijos menores. ¿La justicia? Bien, gracias. Porque según él mismo cuenta, existe un sistema aceitado que favorece las falsas denuncias: psicólogos, peritos, abogados, y fiscales que aplican el evangelio posmoderno con entusiasmo religioso. Hacen justamente lo que Ulpiano decía que estaba mal: le creen a quien dice ser víctima sin molestarse en comprobar si lo es.

Otra noticia de la semana fueron las declaraciones del candidato a embajador de Estados Unidos en Argentina, el médico Peter Lamelas, un gusano de pura cepa que dejó su isla cuando era chico para escapar de Fidel Castro, y hoy es muy amigo de Donald Trump (al parecer, no solo los eligen por el apellido). El futuro embajador republicano tiene muy claro cuáles son los testículos que toca —en esta coyuntura fatal— lamer, y no dudó en despacharse con un magnífico ramo de opiniones trumpistas anti diplomáticas sobre los asuntos internos de nuestro querido país, injerencia extranjera que el pueblo argentino no aceptará jamás, por más alineado que esté el gobierno libertario y popular con la Casa Blanca.
Y esto la señora lo sabe mientras rompe los huevos para hacerse un omelette en San José 1111, lo sabe y no lo piensa desaprovechar, porque ella no va a soltar, no va a soltar nunca, no va a dejar que la reemplacen; si tiene que vivir en la psicosis y obliterar la realidad con la fantasía loca de estar a punto de dar el último batacazo, lo hará. Mientras, escribe tuits: “LAMELAS O ARGENTINA, vos elegis.” Quizás Malena Pichot sea la guionista de todo este asunto.
El comentario interesante, en todo caso, es que ya no puede, desde la cárcel, usar su nombre en el eslogan como hizo Perón cuando se enfrentó a Spruille Braden, también embajador, también estadounidense. Cristina podría usar la palabra “patria” —PATRIA O LAMELAS— pero no, la líder condenada elige la palabra de Victoria Villarruel (¡Todo por Argentina!). ¿Verá en la vicepresidente la amenaza de una heredera? ¿Querrá adelantársele, saquearla de antemano?
El nuevo gurú del momento y ex canciller, Carlos Ruckauf, cuestionó la reacción de los peronistas: ¿por qué se alarman tanto si esto mismo que dijo Lamelas ya lo dijo Marcos Rubio, secretario de estado, cuando le bajó línea a Cristina, sacándole la visa como a una corrupta común.
Hace ya demasiados años (ochenta), la ciudad estuvo empapelada con la frase Braden o Perón, y el pueblo eligió. Hoy, hundidos en la decadencia, ya sin Perón, sólo queda una septuagenaria delirando sola desde un balcón de Constitución, convencida de haber encontrado una ventanita con la aparición de Lamelas para sacarle jugo a su condena y robar mejor (ahora al General).

Universidad, educación y salud pública para todos y todes, nacionales y extranjeros: esas son las banderas que no se bajan. En las últimas semanas el reclamo se volvió concreto en la situación planteada en el Hospital Garrahan y sus residentes, todo con los condimentos habituales en los últimos tiempos: reclamo justo / son todos ñoquis, sueldos de hambre / hay que auditar, y todo así.
Y como las cosas siempre se pueden complicar un poquito más, ayer jueves el ministerio de Salud informó que decidió suspender y revisar algunos resultados del Examen Único de Residencias al que se presentaron el 1° de julio más de 11.000 médicos en 26 sedes del país. Algunos datos llamaron la atención y se presumen irregularidades. Más precisamente, hay sospechas fuertes sobre unos 250 exámenes con puntajes inusualmente altos, de más de 85 puntos, principalmente de estudiantes ecuatorianos, colombianos y bolivianos.
Lo más llamativo fue el caso de los egresados de la Universidad Técnica de Manabí, en Ecuador, que ocuparon 9 de los primeros 27 lugares del ranking de este examen para residencias (porque claro, se presentan profesionales recibidos tanto acá como en el exterior). El detalle no menor: esta universidad históricamente no figuraba ni entre las 500 mejores en ediciones anteriores. Una Pitman de medicina, o sea, digamos. Los técnicos del ministerio lo describieron como “absolutamente inusual”, considerando que los graduados de la UBA suelen promediar entre 80 y 90 puntos para obtener diploma de honor.
La situación se vuelve más curiosa si pensamos que justo este año, por primera vez, se implementaron 5 puntos extra para los médicos formados en universidades argentinas, una medida para “corregir una injusticia” según lo expresado por el vocero Manuel Adorni. Es decir, cuando se suponía que los estudiantes locales correrían con una ventaja (¿acaso arbitraria?), aparecieron estos puntajes récord. Estalló el escándalo, no faltaron los fuertes cruces y ya hay polémica.
Ahora bien, más allá del debate sobre la política universitaria, hay un detallecito no menor: si es cierto —como sugirieron ciertos malpensados— que algunos, muchos o todos los que sacaron puntajes sospechosos compraron de alguna forma sus exámenes, ¿quién fue el pícaro que se los vendió? Ampliaremos sólo si viene al caso.
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