Gracias a Dios es viernes

#87 | Cristina, al descenso

Elon Musk: con los cohetes a otra parte. ¿Quién paga los cheques del Garrahan? Ian Moche, el Greta Thunberg argentino.

Semana agitada para Cristina Kirchner, que el lunes anunció su candidatura a diputada bonaerense, el martes lanzó su primer spot de campaña y ese mismo día, un rato más tarde, la Corte Suprema rechazó un recurso para demorar la decisión final sobre su condena por corrupción. ¿Están todos estos sucesos relacionados? Ella dice que no, que se candidatea para evitarle una derrota al peronismo. El runrún, sin embargo, dice otra cosa. Dice, por ejemplo, que le quiere empiojar la elección a su ex hijo político, Axel Kicillof, y que un poquito de ganas tiene de ser proscripta así se retira de la política por la puerta más grande: condenada, sí, pero también víctima.

Cuesta igual imaginar a Cristina en el ambiente pálido de la Legislatura bonaerense, ese agujero negro político, donde los representantes del pueblo tienen presupuestos estrafalarios que gastan sin control y sin costo, porque nadie mira a La Plata. ¿A cuántas sesiones irá? A una persona que fue presidenta y vice, senadora y primera dama, no debería interesarle pasar los próximos cuatro años sufriendo en la autopista, rosqueando votitos para aprobar lo que sea que aprueban ahí. Pero no son tiempos normales para Cristina. El propio spot reconoce este descenso: “No hay tribuna menor cuando hay que gritar verdades”. O sea, tribuna menor. El estigma queda nombrado.

Muy divertido todo —hilarante, en verdad—, pero cada tanto no podemos evitar extrañar aquellas épocas no tan lejanas cuando los políticos de las grandes potencias no le tenían miedo a la palabra “estadista”. En parte por ese motivo era que se preocupaban por mantener una imagen acorde al ideal que esa categoría suponía. Y también tuvimos siempre en claro que esa imagen no era una simple cuestión de buenos modales, sino que los protocolos, rituales y hasta el comportamiento de los hombres de Estado en sus actividades más intrascendentes eran parte de la construcción de sentido y pertenencia a un país. También, desde luego, que esa imagen se proyectaba hacia el exterior como una declaración acerca del lugar al que un país aspiraba a ocupar en —disculpen el cliché— el concierto de las naciones.

Desde luego, después podíamos enterarnos de que John Fitzgerald Kennedy era un sexópata desbocado, o que el canciller alemán Gerhard Schroeder se vendió al oro ruso de manera desvergonzada. Apenas dos ejemplos al azar entre tantos. Pero, detalle más o menos, en general solía haber un piso de distinción y mundanidad en la imagen pública de estos políticos.

Sabemos de sobra que esto dejó hace rato de ser así. Si en algún momento il cavaliere Silvio Berlusconi resultó una llamativa excepción a las normas que bien podía disculparse debido a esa italianidad que tan familiar nos resulta, la norma actual viene dictada desde el centro mismo del máximo poder occidental. Y si es cierto eso que leímos por ahí, que Donald Trump no es un político sino un entertainer —el mejor de todos—, también es cierto que su espectáculo es del estilo típico del reviente. De la TV más basura que alguien podría imaginar. Es el presidente Camacho de Idiocracy, pero en el siglo XXI, no en el XXVI. Por las dudas que alguien se ofenda, lo repetimos: estamos hablando estrictamente de formas, no de ideologías o políticas concretas. Y por supuesto que es increíblemente divertido, también lo dijimos al principio.

En cualquier caso, la inusitada escalada del conflicto entre Trump y Elon Musk, su ex funcionario estrella y supervillano de James Bond, provocó la misma catarata de memes y humoradas de todo tipo que, digamos, cuando a nuestro presidente profe de la UBA (“Ahora nos dice: saquen una hoja”) se le daba por exponer en público sus conocimientos acerca de la historia de las corrientes migratorias en América Latina. Sólo que, por supuesto, en una escala planetaria.

¿Se puede sacar alguna conclusión seria de todo esto? Algunos opinaron que en el enfrentamiento entre el político más poderoso y el hombre más rico del mundo (otros incluso dijeron entre el máximo autócrata y el máximo plutócrata) el segundo es el que lleva todas las de perder. Puede amenazar con llevarse sus cohetes a otra parte , pero no caben dudas de que, al menos por ahora, poder estatal mata billetera. Y nunca falta gente con ideas interesantes al respecto. O el que haya ido a preguntar por la situación legal de Elon como extranjero en Estados Unidos. El amigo de hoy es el enemigo de mañana. Y al enemigo, ni justicia.

En Seúl estamos a favor de que los niños enfermos de cáncer reciban su tratamiento, porque somos buenos. Como el presidente Javier Milei es malo y no le importa que se mueran todos, decidió dejar de pagarles a los médicos del Hospital Garrahan. O eso es más o menos lo que piensan los trabajadores que organizaron el paro.

Es cierto que tenemos un Gobierno de neurodiversos bastante poco empáticos, capaces de decir, como Lilia Lemoine, que, si sos médico y no te alcanza la plata, te podés dedicar a otra cosa. Entonces se entiende que el progresismo flashee crueldad y dolo.

La realidad es que la cosa viene fulera desde hace rato y la pregunta que nos hacemos siempre es por qué los sindicatos no se quejan nunca con los peronistas. El Gobierno, por ejemplo, reveló que la provincia de Buenos Aires le debe al Garrahan, a través del Instituto de Obra Médico Asistencial (IOMA), más de 4.000 millones de pesos.

Pero el psicopateo llega a un nivel estratosférico cuando se trata de chicos enfermos. ¿Quién puede estar en contra de los chicos enfermos? Nadie, obviamente. Por eso es el recurso argumentativo perfecto: ponés a un nene con leucemia en el medio de cualquier discusión y automáticamente ganaste el debate moral. Es como jugar al truco con cartas marcadas.

Lo fascinante es cómo funciona esta matemática de la indignación selectiva: el Gobierno nacional no paga = Hitler reencarnado. la Provincia debe 4.000 millones = silencio radial. Es casi como si el problema no fueran los chicos enfermos sino quién firma los cheques. Pero no, seguro que es una coincidencia.

Esta semana Milei eligió confrontar con un niño autista. Desde 2022 ––cuando apareció por primera vez en el radar mediático–– hasta hoy ––que es influencer de autismo y activista de la inclusión–– Ian Moche se ha reunido con diversas figuras de la política argentina. En sus 12 años de vida, tiene fotos con Cristina, con Massa, con Grabois; con Horacio Rodríguez Larreta tomó el té, con Lula Levy fue a la facultad a dar una clase y con Nicolás Mayorás, diputado nacional por La Libertad Avanza, se juntó en Rosario a dar una charla. En la mesa de Juanita llegó a ponerla nerviosa: la prédica del niño autista genera una admiración agotadora, y la conductora no sabe cómo hacer para que el pequeño je-sais-tout del autismo en la Argentina deje hablar un poco a los demás.

Su primera aparición en los medios de comunicación fue en Infobae en 2022, cuando tenía 9 años. Ya desde los 5 quería ser influencer; para eso había creado La vida de Ian, una cuenta de Instagram que hoy supera los 450.000 seguidores. En 2022 protagonizó un famoso episodio con Eduardo Feinman en La Nación+ , cuando el periodista, ya pasado del tiempo, le hace un chiste a su invitado ––una metáfora: “Me van a cortar la cabeza”–– y Ian salta de su asiento al grito de: “¡No lo hagan!”. El repudio hacia Feinman se sintió en las redes, incluso si a Ian Moche le toma apenas un segundo recuperarse y reírse con el resto de los neurotípicos de su propio autismo; “Perdón, es que soy muy literal”, dice entre risas, y la entrevista termina como los dibujitos de los años ’80 en donde al final, fuera cual fuera la trama, todos los personajes terminan riéndose juntos.

¿Por qué lo atacó Milei? Por kirchnerista. ¿De dónde sacó esa conclusión? De algunas fotos, pero sobre todo de su reciente aparición ––ahora con pelo largo y todavía más articulado que antes–– en Futurock con Mengolini y en La Nación+ con Paulino Rodrigues criticando el sistema de salud para las personas con discapacidad. Lo ataca por panelista al punto de olvidar que es un niño panelista. Una noción complicada, sin duda, si detrás del activista de 12 años hay una madre (la de Ian es profesora de actuación), y enfrente una cámara de televisión. La figura del niño panelista con ínfulas y autismo no tiene por qué necesariamente imantarnos. Burlarlo en Instagram, como hizo Javier Milei, por otra parte, habla menos de Ian que de la mente y del infantilismo del propio Jefe de Estado. Su bullying, no obstante, no convierte a Ian Moche ni en un experto en salud pública ni en un contrincante político, salvo que haga de él un potencial Greta Thunberg.

Ian nos alerta sobre el exceso de estímulos, quiere convertirnos, que recreemos una prehistoria cibernética sin ansiedad, pero su exceso de palabras ––tal exceso de cátedra en una persona tan joven–– son contraproducentes. Es muy pesada la sabiduría para que un niño tenga que cargarla sobre sus espaldas; hasta a Jesús le habrá costado conversar con los doctores en el templo, y había nacido para eso.

Después del ataque del presidente, la familia de Ian sufrió muchísimo hate y quedó consternada. La angustia de Ian fue comunicada por su abogado Juan Cruz San Martín Macía a María O’Donnell. La periodista y el letrado intentaron imaginar al aire cómo verían el mundo las personas neurodivergentes, pero no pudieron: “No es mi fuerte”, confesó San Martín Macía.

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