Gracias a Dios es viernes

#70 | Soltar a Marra

Nazis por todas partes. Mañana: gran marcha antifascista. Build the wall in Salta.

Rodeados de nazis. La troupe libertaria, incluido Milei, le dice “comunista” a cualquiera que pida salud pública y ha hecho bien el sindicato de politólogos en levantar el dedito y decir: “Eso es incorrecto, está mal”. Quizás por eso nos ha sorprendido en estas semanas, sobre todo después de la defensa de Milei a Elon Musk, que terminaba con una advertencia violenta a las personas de izquierda (nosotros zafamos), la cantidad de politólogos y militantes que salieron a decirle “nazi” a Milei. Uno de los primeros fue Maduro, famoso por la precisión de su lenguaje. Pero después hubo personajes de todo tipo.

¿Es correcto decirle nazi a Milei? Creemos que no. Además para qué. A menos que definamos nazi como algo “muy malvado, muy agresivo, muy discriminador”, que es lo que parecen hacer muchos. En ese caso sí sería posible, pero ya estaríamos hablando de otra cosa. Lo deprimente de muchas de estas acusaciones es que ocurrieron en el mismo día del 80º aniversario de la liberación de Auschwitz, con Milei adentro mismo del Museo del Holocausto porteño. Milei es probablemente el presidente más pro-judío de la democracia, es querido y respetado por buena parte de la comunidad judía y por el propio Estado de Israel, cuya lucha contra el terrorismo islamista el presidente ha apoyado sin dudas. Creer que alguien así puede ser nazi es creer que el Holocausto o el odio a los judíos no fueron objetivos centrales del plan nazi.

Busquemos otros nombres si quieren (autoritario, facho, intolerante), pero nuestra sensación es que el recurso a “nazi” no es más que otro episodio de agresiva demostración de exhibicionismo moral: el que dice “nazi” o “fascista” a dirigentes democráticos en el fondo lo que busca es mostrarse a sí mismo, florearse, sentirse bueno y que otros lo sientan buena persona: “Hola, soy anti-fascista, ¿y vos?”

 

Hace dos semanas la conversación política giraba en torno al inevitable y caudaloso éxodo de dirigentes del PRO a La Libertad Avanza, iniciado por Luis Juez, que ahora duda, continuado por Diego Valenzuela, amigo personal del presidente, y coronado en estos días por un puñado de legisladores locales leales a Patricia Bullrich, que podría ser la próxima, incluso mañana mismo.

El fulminante despido de Ramiro Marra de LLA, anunciado el miércoles en el estilo de la literatura estalinista, parece mostrar que el partido libertario es una puerta giratoria: unos entran, pero otros salen. ¿Quiénes entran? ¿Quiénes salen? Varios de los que salen o han sido corridos al costado son, curiosamente, las pocas personas con perfil público que apoyaron a Javier Milei antes de que fuera presidente. Victoria Villarruel no ha sido despedida del partido ni de su cargo, pero sí frizada, abandonada y enchastrada. Diana Mondino, cabeza de lista en 2023, sacrificada como canciller, prometió ser leal al proyecto pero casi no ha vuelto a asomar la cabeza. Marra, ex candidato a jefe de Gobierno porteño, llevaba meses esmerilado. Ahora la rescisión de su contrato es oficial.

Viendo esto, ¿cómo se sienten los saltarines de otros partidos recién aterrizados en LLA? Es algo que nos gustaría saber. Seguramente no dirán ni mu, por miedo a ser defenestrados. La responsable de estos “You’re fired!” libertarios, dicen las crónicas, es Karina Milei, el lado más inescrutable del triángulo de hierro, que no tolera las deslealtades a su hermano. Ya habían empujado por la borda a Oscar Zago y Francisco Paoltroni, primeros jefes parlamentarios de LLA. Eugenio Casielles y Lourdes Arrieta, otros que estaban, ya tampoco están. ¿Puede crecer un partido político con estas exigencias de “sí, jefecito”? Sin duda será un desafío. Es fácil disciplinar a pocos, es menos fácil si quieren ser muchos.

Los otros que se deben estar rascando lo cabeza son los que estaban meditando el garrochazo. Todas las familias políticas son difíciles, pero el comando libertario parece tan ingrato e impredecible con los propios que hasta el más tránsfuga empieza a mirar con cariño a sus tíos y cuñados de siempre.

 

¿Se acuerdan de la marcha a favor de la universidad pública? Vuelve este sábado en forma antirracista y antifascista.

No le bajamos el precio a la convocatoria ciudadana ni eludimos los dardos envenenados del presidente en Davos, pero conocemos el costado ritual, performático (por así decirlo) de este tipo de manifestaciones, apenas una puesta en escena como para ver quién saca a relucir los miembros (ejem) más grandes.

Las marchas por la educación pública fueron válvulas de escape necesarias, dicen los que simpatizan más con el oficialismo, sirvió para descomprimir y relajar. El presupuesto universitario, las benditas auditorías, los sueldos docentes: todo aquello en lo que parecía que se nos iba la vida hace unos meses ya ni sabemos en qué quedó. ¿Arreglaron, no arreglaron, qué hubo en el toma y daca? En cualquier caso, esta otra marcha, que va a ser también multitudinaria, podría funcionar del mismo modo.

El Javo se la buscó. Se pasó varias estaciones de Davos y recién se bajó en la Hungría de Viktor Orbán. Y después se notó que le entraron las balas. Seguramente vuelva a hacer de la necesidad virtud y quizás hasta salga a duplicar alguna apuesta a los gritos. Más allá de que habrá que ver en qué consiste realmente la “agenda anti woke”, en algún momento puede que pierda más de lo que gane acelerando en todas las curvas.

 

El gobierno de Salta anunció la licitación para construir un alambrado de 200 metros en el municipio de Aguas Blancas, en la frontera con Bolivia, y las resonancias y comparaciones con cierto muro fronterizo que los mexicanos iban a pagar (pero no pagaron)  aparecieron enseguida. Vivimos tiempos maximalistas, sobre todo en las reacciones a las políticas y no tanto en las políticas en sí mismas. Armamos un escándalo notable cuando el objetivo de esta medida es modestísimo: cortar con la ilegalidad, pero un poquito. Hasta donde se pueda.

Todos reconocen que la situación en esta frontera se caracteriza desde hace años por una ausencia casi total del Estado. Cientos, incluso miles de personas cruzan todos los días el río sin pasar por Migraciones, llevando y trayendo mercadería, electrodomésticos, lo que entre en un bulto. El contrabando es un modo de supervivencia para muchos y un negocio lucrativo para otros pocos, pero una cosa es hacer la vista gorda con “paseros” o “bagayeros” y otra más peligrosa es liberarle el territorio al narcotráfico y el crimen organizado. Sin ir más lejos, si en Aguas Blancas hay actualmente un interventor provincial (algo que la Constitución salteña permite), es porque el intendente está preso por… sí, por eso.

Este interventor, Adrián Zigarán, el impulsor de la iniciativa del alambrado, reconoce que la medida es apenas un comienzo para encaminar una situación desbordada: bloquear completamente el flujo de personas desataría no ya las quejas de las autoridades bolivianas, sino una pueblada violenta.

Así las cosas, el bendito alambrado no tiene entonces mucho que ver con MAGA, sino con el Plan Güemes, el plan del Gobierno nacional para el control de las fronteras del Norte. No parece que vaya a resultar sencilla la tarea (no lo es en Rosario, donde en los últimos días ha recrudecido la violencia narco) ni da la impresión de que un cerco de alambre pueda tener una utilidad más allá de lo simbólico, pero en fin, como en tantas otras cosas: es lo que hay.

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