Semana polémica para La Libertad Avanza en el Congreso. El martes, el oficialismo no logró quórum para tratar el proyecto que buscaba limitar el poder de los sindicatos. Aunque 36 diputados de Milei estuvieron presentes en el recinto, todos sus aliados provinciales brillaron por su ausencia. ¿Un acuerdo con la CGT? Esa fue la denuncia de Rodrigo de Loredo.
El miércoles se votó el proyecto de ley que establece un marco regulatorio para los juegos de azar y las apuestas, bautizado por los medios como la “ley contra la ludopatía infantil”. Porque, claro, si existe una ley así, uno se pregunta por qué no tenemos ya una “ley contra el cáncer” o una “ley para que no llueva”. En realidad, la iniciativa prohibe la publicidad de sitios de apuestas online realizada por influencers y clubes de fútbol, además de exigir que las plataformas utilicen autenticación biométrica para comprobar la mayoría de edad de los usuarios. También establece que las apuestas no podrán realizarse con tarjetas de crédito, únicamente con débito, y directamente prohíbe el uso de billeteras virtuales. Fieles a su discurso antirregulatorio, LLA votó en contra, acompañados esta vez por el PRO y la UCR, que se abstuvieron porque preferían un proyecto más moderado.
Ayer, tampoco hubo quórum para tratar la ley de “ficha limpia”. En esta ocasión, la ausencia de LLA fue más evidente: ocho de sus diputados no se presentaron. (Hay que decir igual que también faltaron tres del PRO, cuatro de la UCR y seis de Encuentro Federal, además de las esperadas ausencias de todos los de Unión por la Patria y de la izquierda.) Desde el Gobierno, que quiere que Cristina Fernández pueda presentarse a las elecciones, no hubo grandes esfuerzos para avanzar con la iniciativa. Esto se suma al reciente rumor sobre el nombramiento de Ariel Lijo y la posibilidad de que, en lugar de Manuel García-Mansilla, se considere la candidatura de una mujer (¿Graciana Peñafort?). Todo esto alimenta nuevamente los fantasmas de un posible pacto entre Milei y CFK.
La ficha limpia había sido una de las promesas a principio de año. Ahora, el giro de LLA queda en evidencia, mientras sus seguidores en redes sociales, liderados por el Gordo Dan, se volcaron a militar en contra con el argumento de que una ley así habría impedido la candidatura de Donald Trump. Esto es falso: Trump nunca fue condenado por corrupción ni llegó a una sentencia en segunda instancia. Y, de todas formas, ¿qué tiene que ver?
Mientras la economía parece dar un respiro al Gobierno —al punto de que incluso los kirchneristas lo reconocen— y algunos opositores se distraen contando cuántas veces Milei dijo “culo” (ver abajo), algunas actitudes en el Congreso ameritan ser vigiladas de cerca y hacen que algunos se regodeen con el tan irritante “yo te avisé”. Son los que prefieren tener razón antes que ser felices.
Otro que escribió un editorial esta semana fue Horacio Rodríguez Larreta y lo hizo, muy en su estilo, con datos y números y evidencia empírica. Contó o hizo contar o alguien le pasó un informe con todas las palabrotas del presidente Milei desde principio de año: son 2173, aparentemente. El informe de Horacio, que esta semana también se casó por civil (la gran fiesta es mañana), estaba lleno de detalles: “hijo de puta”, por ejemplo, fue proferido por Milei 110 veces. “Degenerados”, 184. “Culo”, 69 veces (esto provocó varios jiji en las redes sociales). ¿Cuál era el objetivo del texto? Un clásico del ex alcalde porteño: denunciar la mala educación, la polarización, la violencia verbal, y proponer una política basada en “el respeto, la paz y la tolerancia”.
Había algunas frases polémicas, como “en democracia las formas son el fondo”, algo que queda lindo pero genera mil preguntas. ¿Es comparable insultar a un periodista con hacer una ley que restringe la libertad de expresión? A nosotros nos parece que no. Reconocemos que el interés de Horacio por la moderación es genuino, por más que lo hayan acusado de ser un seguidor de encuestas (lo que también es verdad). Pero la sensación que da es que, como el año pasado, no encuentra el tono para hablarle a una sociedad que está pidiendo ser representada de otra manera. El problema de Horacio no son sus “formas”, como diría él, sino su visión del país, que parece sumergida debajo de su idea del proceso. Como el año pasado, les ofrece a los argentinos un método claro (el diálogo, el 70%, la sensatez) pero no tan claro un destino o una convicción: qué hacer con ese diálogo, ese 70%, esa sensatez.
Horacio tuvo un poco de mala suerte. En el año en el que los argentinos querían votar contra la casta, hizo campaña ofreciendo la casta como solución a nuestros problemas. Todos sentados a una mesa: empresarios, sindicalistas, obispos, políticos. Sigue en ese molde, que es real, suponemos que con la esperanza de que pronto se dé vuelta la tortilla y los argentinos se cansen de este presidente amante loco y busquen refugio en un marido confiable. Que es lo que toca ser desde el miércoles: un marido confiable.
Uruguay giró a la izquierda y volvió a votar al Frente Amplio, y por supuesto que no se trató de ningún modo del cataclismo que alucinaron algunos tuiteros libertarios. Efectivamente, Carolina Cosse, la vice de la fórmula ganadora que encabezó Yamandú Orsi, pertenece al Partido Comunista, pero la literalidad de este dato es una trampa para cazar bobos.
Uruguay es parecido a nosotros, muy parecido, pero también es diferente, muy diferente. Y daría la impresión de que, cuanto más nos propongamos racionalizar, entender la esencia de esas semejanzas y esas diferencias, cuanto más acerquemos nuestra mirada, más lejos vamos a quedar del objetivo. Uruguay es, por un lado, un país estable, que un sistema político que presume —con buenas razones— de su civilidad, de su respeto por las instituciones y por la naturalidad con la que se puede dar la alternancia entre la centroizquierda y la centroderecha en el poder. Y esto es efectivamente así desde hace casi 40 años, desde el último y definitivo regreso a la democracia.
También es un país de una notable estabilidad económica, que se explica sobre todo por un manejo prudente de la cuestión fiscal y por la ausencia de los típicos “bandazos” argentinos, esos que nos muestran perdidamente enamorados de un modelo político y económico y al tiempo de su total opuesto. Cada tanto repasamos las noticias económicas y los principales indicadores y comprobamos que en Uruguay una inflación del 10% anual hace levantar las cejas con preocupación, que el país emite desde hace años deuda al 2,5% anual o por ahí, tasas imposibles todavía para Argentina, propias del primer mundo y del grado de inversión.
Sabemos desde luego que el Uruguay es un país chico, de pocos habitantes, en cuyos sitios de noticias la historia del día puede ser la aparición de una yarará en el cerro Pan de Azúcar. La realidad oriental parece discurrir plácidamente, sin grandes conmociones, sin que el destino de la nación parezca estar en juego cada media hora como acá. Muy de vez en cuando puede explotar un escándalo político como el caso Penadés —de tintes bastante sórdidos, todo hay que decirlo— y es como si el país entrara en shock, el asombro casi que los conduce a la parálisis.
Todo lo anterior hace que resulte aún más llamativo el contraste con las altas tasas de suicidios, con cierta preocupación por el auge de los delitos violentos y por la constatación de que la estabilidad económica no alcanza para mejorar la desigualdad y la marginalidad social, por mucho que los sucesivos gobiernos se lo propongan.
Esta misma extrañeza llegó hace pocos días a las páginas de The Economist, que se preguntó si acaso la tan mentada estabilidad no le estaría resultando más un lastre que un mérito a los orientales. El planteo tiene sentido, toda vez que la reciente campaña presidencial fue, para decirlo elegantemente, un embole de proporciones y no sólo de acuerdo a los poco razonables estándares argentinos. El Partido Colorado probó suerte con Andrés Ojeda, un candidato joven y “revulsivo” que grabó spots de campaña haciendo fierros en el gimnasio: apenas si arañó el 15% de los votos en la primera vuelta. Al balotaje pasaron dos candidatos de edades, aspectos, discursos y perfiles casi indistinguibles uno del otro. Montevideo sigue siendo, como hace décadas, un bastión inexpugnable del Frente Amplio. Y es también desde que tenemos memoria una ciudad tan linda como venida a menos. Cambia, nada cambia.
¿Cómo se explica entonces esa persistencia, ese fervor por el apego a lo conocido, por esa estabilidad que se puede parecer peligrosamente al estancamiento? Pasan los años y Uruguay siempre está a punto de dar el salto de calidad, de ganarse el derecho (como Chile en su momento) a jugar en una liga distinta. Pero no, hoy no va a pasar, quizás mañana. En cualquier caso, el triunfo del Frente Amplio podría entenderse como la confirmación del gusto uruguayo por una izquierda que ladra poco y muerde menos, una izquierda que mira a su alrededor con incomodidad cuando es saludada por Maduro, pero que tampoco está dispuesta a abandonar esa devoción con olor a naftalina por el Pepe Mujica y su falsa sabiduría de Viejo Vizcacha. Una izquierda híbrida, indeterminada, que va para adelante y para atrás al mismo tiempo, y que quizás por eso se queda siempre en el mismo lugar.
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