Gracias a Dios es viernes

#55 | Las dos almas del radicalismo

Se estancó la inflación. 'Milei, la serie': la construcción de un chad.

El radicalismo tiene dos almas, dijo esta semana Andrés Malamud en Seúl Radio, una porteña progre y otra federal más conservadora. Ambas quedaron al borde la fractura el miércoles cuando cinco de sus diputados federales votaron con el oficialismo para sostener el veto a la ley sobre jubilaciones, después de sacarse fotos sonrientes en la Casa Rosada con Milei y parte del Gobierno. Tronaron las denuncias de traición y las acusaciones de sobornos, como casi siempre exageradas, pero el episodio muestra que la división en el radicalismo es tan profunda como en cualquier otro partido. O quizás más, porque no responde a disputas sobre liderazgos sino a genuinas diferencias sobre hacia dónde tiene que ir el país. ¿Cómo reconciliar estas dos almas?

Malamud cree que se puede, pero el radicalismo porteño, comandado por el presidente nacional del partido, Martín Lousteau, está chinchudo, se quiere sacar a todos de encima y seguir levantándole el dedito a cualquiera que no piense como ellos. Para peor, el Mr. Hyde de Lousteau, Emiliano Yacobitti, accionista mayoritario de la UBA, se viralizó la otra noche con una frase extremadamente desafortunada sobre el control ideológico que debería tener la universidad pública sobre sus alumnos, lamentando que algunos de sus graduados, como Toto Caputo y Federico Sturzenegger, trabajen en el gobierno de la derecha. Es curioso. Los que el año pasado pedían diálogo y consenso con todos los sectores hoy parecen estar metidos en un túnel ideológico finito finito.

 

 

El Gobierno tiene todos los cañones apuntados a bajar la inflación. Casi nada más importa. Por eso no suelta el cepo, hace oídos sordos a los que piden devaluar, demora todo lo que puede los aumentos del transporte y hace cosas que, si Milei estuviera en la oposición, criticaría por comunistas. Pero sabe que ese es el impuesto que más duele, el que pagan todos, el que les pega a los más pobres, el que nadie pudo bajar en los últimos quince años. En suma: el que, si logra controlar, podría ser su única carta para ganar las elecciones.

Esta semana se conoció el dato de agosto: 4,2%. Más allá de algunos tibios festejos oficialistas, el dato preocupa por varios motivos. Es el cuarto mes consecutivo arriba de 4%, la inflación núcleo aumentó de 3,7% a 4,1% y todo esto es con la economía totalmente regulada. Algunos ex–Cambiemos aprovecharon para sacar pecho y recordar que ellos llegaron a tener 1,2% y sin cepo. Pero seamos buenos: el país que recibió Milei fue mucho peor.

Quienes prefieren ver el vaso medio lleno observan que el rubro “alimentos y bebidas” aumentó menos que el promedio (3,6%), mientras que lo que tira para arriba son los regulados (agua, electricidad, gas, transporte), y cuando se ordenen los precios relativos esto va a cambiar. Permítannos dudar: el mes pasado, “alimentos y bebidas” subieron menos (3,2%). No parece estar bajando nada.

No es cuestión de ponerse impaciente, tampoco. El Gobierno sigue con varios bailes: esta semana logró evitar la anulación del veto a la ley de movilidad jubilatoria y el domingo va a presentar el presupuesto para 2025, seguramente con la intención de que los números seduzcan a los tan desconfiados mercados.

 

 

Va una pregunta con pretensiones de resultar ingeniosa: ¿durará lo suficiente el mileísmo como para darnos tiempo a entenderlo? Interrogante que surge no necesariamente porque creamos que vaya a durar poco, sino porque podría durar mucho sin que terminemos de sacarle del todo la ficha.

Porque sucede además que se trata de un fenómeno escurridizo, no estrictamente político sino antes que nada social, que en cuanto creemos que lo tenemos medianamente ubicado en algunos casilleros no vacila en mostrar una arista nueva. Todo lo cual nos deja siempre con la sensación de que, cuanto más lo analizamos, más lejos estamos de abarcarlo por completo.

Algo de todo esto hay en el primer capítulo de Milei, la serie, un documental lanzado en la red social X y dirigido por Santiago Oría, responsable habitual de la comunicación oficial. Primera e inmediata objeción: ¿un documental acerca de un presidente llegado al poder hace apenas nueve meses? ¿No falta demasiado para que termine el partido como para lanzar ya el especial de Netflix celebrando la copa? Ok, boomer, kirchnerista, socialista amarillo o radical, acá van dos intentos de respuestas ingeniosas.

La primera: el mileísmo se autopercibe como un milagro, una anomalía de la historia, algo que no debería haber pasado o que sólo pudo darse por una rara combinación de virtudes propias y errores ajenos. La segunda: el mileísmo es un happening constante, una performance con un principio algo impreciso y un final tan incierto como irrelevante. Porque tiene una historia, pero que se actualiza todo el tiempo como una app, es un programa eternamente en versión beta. Y porque su éxito o fracaso quizás no se mida tanto en las elecciones legislativas, en una eventual reelección o en las estadísticas oficiales, sino que el resultado es el que el propio Milei dictamine. En cualquier caso, él ya ganó.

Milei, la serie es como un 6-7-8 comprimido, adaptado a los tiempos de las plataformas, las redes y el contenido on demand, porque nadie tiene ya tanta atención o está tan al pedo como para clavarse una hora y media de tele de lunes a viernes. Está construida mayormente con material de archivo de los canales de televisión, del propio equipo de comunicación de La Libertad Avanza y de militantes orgánicos e inorgánicos. No tiene un narrador, no hay un locutor canchero como en los programas de archivo kirchneristas ni una voz seria y autorizada como en La república perdida. El mensaje de la serie no es el resultado de un discurso elaborado con frases que le atribuyan sentido a las imágenes, sino que se da por la acumulación de muchos y breves fragmentos organizados temáticamente y explicitados en videographs.

En este primer capítulo todo se trata pura y exclusivamente de Javier Milei. Hay una breve historización que reorganiza el siglo XX en torno a la existencia del Banco Central con una interpretación más que heterodoxa del rol del radicalismo, el peronismo, los militares y hasta el macrismo ya en este nuevo siglo. Y es justamente en 2015 cuando se clava el mojón fundacional: Javier Milei aparece por primera vez en televisión. Fue en Hora clave, cuando Mariano Grondona ya no estaba y lo reemplazaba Pablo Rossi.

Y por supuesto que el manejo del archivo es arbitrario y siempre al servicio de la construcción de Milei como un súper hombre (como también pasaba en su autobiografía de 2022), pero Oría y su equipo no tienen ningún problema en reconocer que este chad definitivo es una construcción mediática ajena a cualquier tipo de exigencia de una meritocracia típica. El punk rocker de estos más locos años ’20 está orgullosamente hecho para escandalizar tías republicanas y constitucionalistas de todo pelaje. Todos los segmentos que para otro político serían un escarnio (los gritos, los bailes, las puteadas, la vaca mala) no sólo no se ocultan sino que se recuperan y hasta se hace un esfuerzo por difundir otros menos conocidos: gracias a esta serie nos enteramos de que este nuevo y extraño tipo de macho alfa dijo en México que los chairos (término local para los progres, hubo que guglear) son keynesianos porque tienen el pito corto.

Y así fue como el panelista de TV, el performer de teatro y el ocasional partenaire cómico de Yayo se llevó puesto al gobierno de Cambiemos con sus predicciones de oráculo monetarista. Eso dolió, sí. Pero a no desesperar, que para el próximo capítulo nos prometieron que la va a ligar Alberto.

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