Se acabó la euforia. Málaga ya es una ciudad común y corriente, donde voy al chino cuando cierra el Mercadona o me tiro por las escaleras mecánicas para agarrar el subte. Es la ciudad donde vivo, donde salgo en camisón a tirar la basura y donde saludo a la vecina que tiene dos nenas chiquitas y le ofrezco ayuda con el cochecito. Ya no me siento turista, pero tampoco local. Soy un híbrido entre los que vienen por tres días y los que viven hace años.
Conozco algunos truquitos para pagar menos el colectivo, pero todavía no sé bien cuándo es la temporada de liquidación de ropa. También puedo responderles a los que me consultan cuántos días conviene quedarse en Málaga porque ya sé lo que hay que ver en una primera visita. Quizás no recorrí todos los rincones, pero sí conozco bastante mi barrio, Carranque, uno de los más famosos de la ciudad.
Carranque es modesto, casi todas sus calles tienen nombres de vírgenes: Virgen de la Paloma, Virgen de la Estrella, Virgen de la Esperanza, Virgen de la Cabeza, Virgen de la Fuensanta, Virgen del Amparo, Virgen de los Dolores. En los años ’50 funcionaba como núcleo aislado porque tenía todo lo que necesitaba: colegios, iglesia, mercado… Las casitas son todas iguales, porque fueron construidas para los trabajadores del ferrocarril. Son edificios de dos pisos que, en el interior, comparten un espacio al aire libre.
Lo más impactante del barrio es una construcción de 312 viviendas llamada El Fuerte. Se trata de un complejo cerrado, con un patio en el medio, al que se accede por una puerta de hierro. Cada vez que paso se me van los ojos para chusmear, pero en general hay alguien que me intimida con su mirada.
Porque en Carranque siempre siempre hay gente en la calle, los niños corretean alrededor del mercado, las puertas de las casas están abiertas y, en una esquina, hay ocho o nueve sillas que nadie toca. Las sillas están ahí para que los vecinos se sienten a charlar. Todos los días. A los gritos.
También hay pibes en motos que fisgonean a los que pasan. Yo creo que ya estoy fichada, que saben que vivo por ahí, que soy forastera, pero que me estoy quedando a vivir, porque me vieron estacionar el auto y también tirar los bidones vacíos de agua en el contenedor de los reciclables. Cada vez me miran con menos curiosidad. Quizás pronto empiecen a saludarme y yo comience a sentirme parte del lugar.
El día que vino el técnico a instalarme el wifi, me dijo: “Este es un barrio de gitanos, antes era peligroso, ahora ya no”. A mí no me da miedo andar por esas calles. Tengo que atravesarlas para ir al gimnasio, o para ir al ayuntamiento. Me gusta porque hay una zona donde tiran todo tipo de muebles y me divierte pensar en cómo reciclarlos, aunque nunca lo voy a hacer. ¡Lo único que me falta!
No hay casi árboles en esta zona de Carranque donde vivo, predomina el amarillo en las paredes de las casas y las calles necesitarían un poco más de atención de parte de la gente de limpieza de Málaga. Por eso es tan contrastante ir todos los días a trabajar a Marbella, donde conseguí empleo en una inmobiliaria.
Me levanto en ese barrio de casas estatales, con basura en las calles, sillas desparramadas por las veredas y botellas vacías del día anterior y en una hora estoy en una especie de ciudad country donde la vegetación es de todos colores y parece diseñada por el mismísimo Carlos Thays. Son dos mundos tan distintos que siento que estoy viviendo dos vidas al mismo tiempo.
Cuando no trabajo, soy una habitante marginal de un barrio casi pobre y sucio, con coches anteriores a 2010 estacionados en la puerta. Pero cada mañana, después de bañarme, soy Cenicienta en la carroza, atravieso 60 kilómetros de montaña y llego al palacio real, a Nueva Andalucía, una de las zonas más lindas de Marbella, desde donde se ve en todo su esplendor la montaña característica de la ciudad, la Concha. Y, por supuesto, a lo lejos el Mediterráneo, azul fuerte, interminable.
Nada es feo en Marbella, todo es lujoso, de buen gusto. Es como un gran Nordelta donde la velocidad máxima es 30 km por hora y donde hay lomas de burro cada 50 metros. Es común ver Ferraris y otros autos que ni conozco pero entiendo que son carísimos. Algunos, me dijeron, únicos en el mundo. En Marbella hay casas (les dicen villas) de 20 millones de euros. Es como un estilo de vida de película que está ahí, para que todos lo vean. Y si en Carranque no me sentía local, menos me siento en Marbella.
Entonces, ahora que bajó la euforia de recién llegada, ahora que empecé una vida normal de trabajo-casa-supermercado-casa, pienso cosas como: “¿Qué hago acá? ¿Vivo para trabajar? ¿Trabajo para vivir? ¿Vivo en Europa para estar tranquila que la lasagna hoy cuesta 3 euros y dentro de tres semanas va a costar lo mismo? ¿O me mudé para no soportar la rosca política berreta argentina? ¿Cuál era la rosca política?” Porque también me sucedió eso: a medida que pasó el tiempo, me empecé a olvidar de lo que me molestaba. La extrañitis me provocó algo así como una amnesia generalizada donde a veces no recuerdo las situaciones que me enojaban o la furia que me generaba escuchar a los políticos hablar en televisión.
Quizás porque es fácil acostumbrarse a lo bueno, a tener una mejor calidad de vida, a estar tranquilo porque sabés que el sueldo te va a alcanzar para comprarte las mismas cosas que el mes pasado. Quizás por eso, porque extraño, no me acuerdo de las cosas feas y sí de las lindas. Como cuando te peleás con un novio y al tiempo querés volver porque sólo se te viene a la mente lo mejor de la relación y no las cosas que hicieron que salieras corriendo.
A lo mejor pronto me sienta parte de Carranque, en ojotas y cola de caballo. O de Marbella, en traje y sandalias de taco. Igual, cuando me preguntan de dónde soy, sea como sea que esté vestida, no me alcanza la lengua para decir: “¡Argentina!”. Porque es como la comida chatarra: te hace mal, pero no te podés resistir a ella.
Nos vemos en quince días.
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