¿Habría sido mejor para el Gobierno, para la suerte del no-plan del súper ministro–súper candidato Massa y para la tranquilidad de la sociedad en general que el resultado de las PASO se pareciera más a lo que mostraban las encuestas y lo que todos en Juntos por el Cambio parecían confiados en lograr? Probablemente la respuesta sea afirmativa, pero, como suele suceder con los contrafactuales, la realidad nos está mostrando la inutilidad del interrogante de maneras bastante brutales.
Ahora que el 30% de Javier Milei en las PASO y la peor elección histórica del peronismo unido parecen haber liberado al genio de la lámpara, todo indica que va a ser difícil volver a encerrarlo. Peor aún, muchos tuvimos la intuición –otros dirán la certeza– de que esta vez sería imposible que la instantánea devaluación que siguió a los primeros resultados oficiales (el dinero nunca duerme) y la espiralización de la inflación como consecuencia inevitable de un segundo shock cambiario en algo así como un mes no provocaran algún tipo de reacción social. Y entonces, a principios de esta semana, hizo su entrada la s-word.
Robos piraña, ataques en banda, intentos coordinados, elija su propio eufemismo. Pero al pan llámelo pan, y al saqueo, saqueo. La primera noche fueron rumores, videos confusos en alguna provincia exótica (una de ésas que nos dijeron por décadas que no podían dejar de ser peronistas por complicadísimas cuestiones históricas, sociales y políticas, pero que no tuvieron mayores problemas en volverse violetas de la noche a la mañana, y lo hicieron sin fiscales, sin aparatos, sin punteros; sin bolsones; porque podían). Se dijo que eran falsas alarmas, intentos aislados, acción psicológica. Después hubo temor, persianas que se bajaron en los negocios del Once o de la avenida Avellaneda. Pero finalmente todos vimos lo que se caía de maduro que estaba pasando (las corridas, los gritos, la gente que escapa corriendo con su botín), mientras los gobiernos kirchneristas de Nación y Provincia volvían a desplegar por enésima vez la coreografía de cada situación de crisis en estos últimos 20 años (que no han sido pocas): negación, relativización, revoleo de culpas para cualquier lado, contradicciones entre funcionarios y a esperar que pase el chubasco y todos naturalicemos el nuevo escenario.
Cuentan con algunos elementos más que favorables para esta naturalización: el hartazgo de buena parte de la población, la resignación y el cinismo que provoca el hecho de comprobar una vez más que estamos en la parte baja de otro de nuestros eternos loops de ilusión y desencanto, la evidencia irrefutable de que el saqueo es también la consecuencia natural de todo ese cúmulo de malas noticias, estancamiento económico y caída de los indicadores sociales y educativos. Se repite la palabra “lumpenización” y a nadie parecerle importarle mucho si los saqueos son espontáneos u organizados (y organizados por quién o quiénes): después de todo, hasta el mismo día de las PASO, un comentario generalizado era que la situación económica estaba batiendo todos los récords negativos posibles y no volaba una mosca, nadie decía esta boca es mía. Bueno, ahora sí.
También aparecieron en tiempo récord los memes y los chistes sobre los saqueos, otro de los pasos indispensables en el proceso de naturalización. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia habría entre que haya o no saqueos? Toleramos tantas cosas, por qué esto no. Tenemos el tablero de la cotización de los múltiples dólares en la home de los sitios de noticias, los locutores en las radios nos traen los anuncios y pronósticos de piquetes, ¿podremos tener un schedule diario de saqueos? ¿Una app que nos avise cuando haya uno cerca de nuestra ubicación? ¿Un Día del Orgullo Saqueador, un género musical que transforme la vivencia y el sentir saqueador en arte? En todo caso, las próximas semanas nos mostrarán cuánto de esto y de otras cosas podremos tolerar.
El miércoles, el presidente del Gobierno de científicos, el que sabía hablar, el que nos decía que saquemos una hoja, reapareció luego de semanas de ausencia, pero sólo para aclarar los motivos de esa ausencia. El mensaje fue, palabras más, palabras menos, que él no está para giladas, que vayan a hablar con los dueños del circo.
Menos de 24 horas después, los argentinos nos levantamos –o nos desayunamos, según corresponda– con la novedad de que el fana del Bicho, profe de la UBA y postdoctor en procesos migratorios en América Latina les anunciaba a sus conciudadanos el ingreso de la República Argentina al selecto club político internacional del BRICS. Aquel que, como sus siglas lo indican, está integrado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Y que, además de aceptar a la Argentina, en breve sumará a otras naciones increíblemente liberales como Irán, Arabia Saudita, Egipto, Etiopía y Emiratos Árabes Unidos.
Más allá de las extrañas características de este anuncio (mientras el súper ministro–súper candidato Massa está en Washington, mientras el canciller Santiaguito el Limitado está… bueno, en algún lugar debe estar) y de lo disparatado que resulta que un Gobierno en plena implosión y a tres meses del final de su mandato decida comprometer el futuro de sus relaciones internacionales de esta manera, llama bastante la atención el timing del ingreso al BRICS si observamos lo delicado del panorama internacional.
Por un lado, algunas señales inquietantes acerca del estado de la economía china que podrían afectar la economía global. Por el otro, el aparente estancamiento de la contraofensiva ucraniana parece plantear un escenario de guerra larga y desgastante contra la Rusia de Vladimir Putin. Pese a que la OTAN y las principales potencias occidentales continúan demostrando su pleno apoyo a Ucrania en esta lucha en la que –de acuerdo a muchas voces autorizadas– estaría en juego en buena medida el futuro de la democracia liberal, la falta de éxitos concretos en la guerra y un panorama de incertidumbre o falta de definiciones serían las excusas ideales para que las opciones “realistas” vuelvan a ganar terreno. Es decir, aquellas que sugieren que Ucrania debería resignarse a perder parte de su territorio como la única opción para que haya negociaciones de paz que aplaquen el ánimo expansionista de Rusia. Esto, desde luego, a pesar de toda la evidencia que muestra que nada que no fuera una derrota categórica sería capaz de aplacar a Putin.
Y justamente ayer mismo tuvimos otra noticia bastante espectacular acerca de cómo se resuelven en Rusia los conflictos de poder: dos meses después de la breve pero sonada rebelión de los mercenarios del Grupo Wagner, el Kremlin informó que el avión en el que viajaba la plana mayor de este grupo –con el jefe Yevgueni Prigozhin entre ellos– había tenido un accidente. Desde luego, todos los ocupantes de la nave caída estaban muertos y sus cadáveres imposibles de identificar con los primeros estudios.
Así las cosas, no se puede descartar ninguna hipótesis –por más novelesca o delirante que parezca– acerca del destino de Prigozhin y sus sublevados. También es posible que haya más de una interpretación acerca de la dinámica del poder en lo más alto de la política rusa y de su posible desenlace, pero lo cierto es que, aun habiendo consumado la venganza contra su ex asistente, camarada y aliado, llama bastante la atención la acelerada brutalidad con la que Putin empieza a jugar sus cartas para no aparecer en retroceso o mostrar señales de debilidad.
En fin, todo indica entonces que éste es el tipo de política al que nos queremos ver asociados con el ingreso al BRICS. Otra victoria del novedoso modelo decisional que empezaba a aparecer hace ya cuatro años.
Es probable que buena parte de la cohesión social y el orgullo nacional que nos quedan tengan un único responsable: Lionel Andrés Messi Cuccittini. Él es nuestro último refugio, nuestra fuente inefable de alegría, el único que no nos deja tirados nunca, el último de la estirpe de los Grandes Argentinos Posta, Denserio. Queremos seguir teniendo la certeza de que él no nos va a fallar, que va a seguir siendo la mejor persona del país y del mundo entero. Sabemos además que ya lo dio todo, que consiguió hasta lo último que le, que nos, faltaba, que está quemando sus últimos cartuchos de genialidad dentro de las canchas, pero queremos también que Leo dure para siempre. Es el D10s que nos podemos permitir sin avergonzarnos hasta los agnósticos y los ateos, el ser humano perfecto y definitivo, el fin de toda grieta y pesar.
Y pasan los días, las semanas y los partidos de esta loca loca aventura en Maiameee y Messi sigue desparramando magia. Como si no pudiera dejar de realizar proezas mientras festeja con gestitos de superhéroe de Marvel con sus nenes. Transformó a una banda de matungos en un equipo de fútbol más o menos decente con el que ya ganó la primera copa que le tocó jugar (con una ayudita de sus amigos Busquets, Alba y otros nuevos, es cierto). El miércoles a la noche, quizás cansado, se las ingenió para meter dos centros milimétricos a la cabeza del 9 para luego ganarle por penales al Cincinatti (el equipo con mejor temporada en la liga) y llegar a la final de la US Open Cup. Todo esto hace que ningún adjetivo parezca exagerado, que todos los argumentos ponderando su grandeza resulten convincentes por muy temerarios que suenen. Como éste de Juan Pablo Varsky.
Pero en este caso vamos a usar a Messi para hablar brevemente de soccer. Porque quizás alguno se haya sorprendido cuando se enteró de que la US Open Cup es el torneo de fútbol más antiguo de los que se juegan en Estados Unidos en la actualidad: nació en 1914 como la National Challenge Cup y se juega desde entonces con apenas dos años de interrupción en 2021 y 2022 por el COVID. Podría comparase en su forma y espíritu a la FA Cup o a cualquiera de las copas nacionales en donde se enfrentan a eliminación directa equipos de todas las categorías del fútbol de un país. Y es una muestra clara de que, aunque poco importante, el fútbol tiene su lugar en la cultura deportiva americana desde hace décadas.
La expresión “cultura deportiva” no es casual: es el corazón de la argumentación de un libro fascinante que quizás en algún momento reseñemos en Seúl (ampliaremos sólo si viene al caso): Offside – Soccer and American Exceptionalism, escrito por Andrei Markovits y Steven Hellman y publicado en 2001 por Princeton University Press (se consigue barrani por ahí). No sólo se trata de una historia muy detallada del fútbol en Estados Unidos, sino que además analiza las razones por las cuales el fútbol asociación no pudo convertirse en el fenómeno cultural que se dio en el resto del mundo, incluso habiendo sido introducido allí por los británicos cerca de las mismas fechas que en el resto de Europa y Sudamérica. Muy sintéticamente, los autores plantean que la cultura deportiva de Estados Unidos es el otro de sus excepcionalismos más característicos, y fue por ello que el soccer nunca pudo aspirar a la suerte del béisbol, el básquetbol, el fútbol americano y –en menor medida– el hockey sobre hielo.
Pero no se pudo, ¿sensaciones? Así y todo, hubo un equipo americano compuesto en su mayor parte por inmigrantes escoceses que logró llegar a las semifinales del primer mundial en Uruguay, cuando cayeron goleados 6 a 1 contra Argentina. Y hubo también otro equipo de semiprofesionales y desahuciados varios en el mundial brasileño de 1950, que concretaron la no muy recordada hazaña de ganarle un partido de primera fase a Inglaterra (quizás la sorpresa máxima de la historia de la competición). En cualquier caso, los autores de este libro se aventuran a plantear a comienzos de este siglo y con moderado optimismo que en la suerte de la MLS se cifraban las esperanzas de ver un fútbol competitivo, popular y con verdadero arraigo en Estados Unidos. Ojalá que hoy estén disfrutando de ver a Messi en el Inter.
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