Gracias a Dios es viernes

#48 | El sentimiento antiargentino es furor

Kamala, con Dios y con el Diablo. El Dipy, con la tuya. RoRo Bueno, la Caroline Ingalls española.

Los Juegos Olímpicos París 2024 todavía no tuvieron su ceremonia de inauguración y, tal como se preveía, ya se nota que el horno no está ni para bollos ni para ninguna clase de patisserie. El mundo está en ebullición, no lo vamos a descubrir en este newsletter, con el agravante de que el ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre parece haber desatado fuerzas que estaban contenidas con alambre. A la previsible ola antisemita del mundo árabe se le suma ahora la incomprensible réplica en los países occidentales. Hay, además, una crisis política en Francia, debates acerca de la inmigración e islamización y una sucesión presidencial en Estados Unidos (ver más abajo) que puede derivar en escenarios desconocidos.

En medio de semejante panorama, caímos nosotros, los argentinos, los del eterno viaje de egresados, los de los cantitos de fútbol incorrectos para toda ocasión, y cuanto más incorrectos y graciosos, mejor. Sumamos la tercera estrella y de pronto sentimos que no había debacle económica que nos pudiera afectar, que mirá si vas a ser suizo y perderte de ese video viral pintoresco con su consabido “mejor país del mundo”. No somos menos que nadie, al contrario, la política es un circo y la guita no alcanza, pero a quién le importa.

Y así, ahora que París 2024 parece despertar recuerdos de Berlín 1936 o del otro Mundial de Francia, el de 1938, sucedió que el aleteo de la mariposa representada por un señor canoso de remera rosa en la cancha de Chicago derivó en que nosotros solitos nos metiéramos en el ojo del huracán: ya parece ser demasiado tarde para que podamos explicar que el racismo, la homofobia y la xenofobia de nuestros cantitos no nos convierten en los villanos que se supone que somos. Una cosa era pelearnos con las alucinaciones del wokismo del Washington Post y de los doctores en cosas de las Ivy League, pero a partir de la escalada del live de Instagram de Enzo Fernández, las acusaciones y las trincheras se multiplicaron. Tampoco hace falta mirar tanto afuera si en el frente interno conviven las exageraciones patrioteras de –entre otros– la vicepresidente, con el revisionismo histórico y sus “presiones blanqueadoras”.

Lo cierto es que pasó el tiempo de las discusiones y llegó otra vez (siempre llega) el de la pelotita que debe volver a rodar y el de los pingos que deben demostrar su valor en la cancha. No importa si hace dos semanas hicimos valer nuestros pergaminos en la Copa América y que en los juegos compiten las Selecciones Sub 23. Lo que pasó en Saint-Étienne fue que se confirmó el facto del cantito y sufrimos una doble condición de visitantes: se jugaba en Francia, pero eran todos de Marruecos.

Podríamos haber perdido y, como mucho, nos habriamos encogido de hombros y criticado a Mascherano. Pero lo que sucedió fue la hecatombe, la debacle total, una sucesión de hechos bochornosos. Múltiples invasiones de cancha, los 15 minutos de tiempo adicionado, el gol del empate agónico, los petardos y todo lo demás, VAR incluido. La AFA protestóla FIFA va a investigar y algunos se preguntan por qué los franceses nos putearon también en el rugby y hasta dónde puede llegar el sentimiento antiargentino. En cualquier caso, lo que sucedió en Saint-Étienne mostró que la seguridad francesa puede fallar, y que otros fallos pueden derivar en cosas aún más graves.

No deja de ser curiosa la situación de estos juegos en medio de un tembladeral político y social, en donde las dos naciones señaladas como las villanas de la historia, pasibles de sufrir ataques y venganzas, son una que simplemente lucha por su derecho a existir y otra en la que un señor de remera rosa fue a ver a Chicago.

Al mejor estilo Daniel Scioli, después de decir que no iba a renunciar a su candidatura, Joe Biden renunció a su candidatura. Era inevitable. Después del desastroso debate del 27 de junio, en el que se lo vio balbuceante y gagá, y del intento de asesinato a Donald Trump del 13 de julio, en el que su rival mostró fortaleza y mística, hasta los más cercanos le quitaron el apoyo. Hasta Barack Obama, que lo había defendido después del debate, se dio cuenta de que no podía ganar.

Los demócratas ungieron a la vice Kamala Harris, mejor candidato que Biden pero ninguna panacea. Las primeras encuestas dan un empate técnico. Igual, ya sabemos cómo son las encuestas.

La campaña promete ser virulenta y más parecida a la de 2016, entre Trump y Hillary Clinton. Los ataques a Kamala por su condición de mujer ya empezaron. El comentarista político Matt Walsh, por ejemplo, dijo que empezó su carrera gracias a su relación amorosa con el entonces presidente de la Asamblea Estatal de California Willie Brown, que le dio su primer cargo en el Estado. No por ser verdad deja de ser un comentario sexista.

Pero además de ser mujer, es mitad negra y mitad india, hija de una mujer nacida en Madras y de un hombre nacido en Brown’s Town, Jamaica. A pesar de que ella nació en Oakland, California, algunos ponen en duda su condición de norteamericana (como hacían con Obama, cuyo padre había nacido en Kenia; se trata de la teoría conspirativa conocida como “birtherism”).

Igual, más allá de las jugarretas de la alt-right, ¿nos gusta Kamala o preferimos a Trump? En el último número de nuestro newsletter Materia gris, el especialista en Relaciones Internacionales Ignacio Labaqui dijo que al contrario de lo que se cree, una victoria demócrata puede ser beneficiosa para la frágil economía argentina, porque daría una previsibilidad que la volatilidad de un Trump no podría garantizar.

Sí tenemos más dudas en el plano internacional. Trump parece estar más alineado con Putin que los demócratas, pero también más dispuesto a colaborar con Israel en su guerra contra Irán. Las señales de Kamala Harris son ambiguas en este sentido, quizás porque no quiere espantar a sus votantes más de izquierda, esos que andan con banderas de Palestina en los campus. Después, por otro lado, sale su marido judío, Doug Emhoff, a calmar las aguas en un zoom con el Jewish Democratic Council of America y con las Jewish Women for Kamala para asegurar que “la vicepresidenta ha sido y será una firme defensora de Israel como Estado democrático y judío seguro, y siempre velará por que Israel pueda defenderse, punto”. Pero no se puede estar bien con Dios y con el Diablo. En la vida hay que elegir.

El martes salió la noticia de que al cantante de cumbia villera David Adrián Martínez, mejor conocido como El Dipy, iban a asignarle un cargo en la Secretaría de Cultura. Con la tuuuuya, contribuyente. De todas formas, tampoco era para sorprenderse tanto, dado que el cumbiero había sido candidato a intendente de La Matanza por La Libertad Avanza en las elecciones del año pasado.

Pocas horas después, El Dipy dio una entrevista en la radio en la que negó categóricamente haber sido contratado para trabajar en el Estado, y denunció una opereta. Pero al mismo tiempo, la Secretaría de Cultura admitía que la designación se había frenado. ¿Qué pasó? Nadie sabe bien. Pero sí se sabe que El Dipy firmó una declaración jurada y presentó toda la documentación para la contratación, incluyendo un CV donde detalla que tiene el primario completo. Bueno, ya con eso supera a la diputada de Unión por la Patria Natalia Zaracho.

También se filtró en las redes sociales el expediente que indicaba que, de haber prosperado la designación, Martínez habría cobrado $1.750.000 mensuales, con retroactivo desde abril de este año, como “asesor de bandas emergentes”.

La cuota de lisergia la completó Luis D’Elía comparando al cantante tropical con Lula Da Silva, quien tampoco tiene estudios secundarios, y afirmando que tiene profundas diferencias con LLA pero “no me banco goriladas contra nadie”.

Por si Luis nos lee, nos gustaría aclarar que no juzgamos a El Dipy por su currículum (no cualquiera tiene un Premio Gardel al Mejor Álbum, y “Soy soltero” es un temazo), sino que criticamos la hipocresía de quienes dicen que el Estado es el enemigo pero no dudan en morder del erario si se presenta la ocasión. No hay que escupir para arriba.

 

El mundo es tan viejo que sólo nos queda el reciclaje: eso entendió RoRo Bueno, la joven tiktokera española que dedica sus días a preparar el momento en que su novio vuelva del trabajo y comience la hora dorada de la vida conyugal. Los hombres que prefieren creer que la belleza es propiedad de la juventud con tal de negar que las mujeres seguras les dan miedo ven en RoRo el ideal de su felicidad perdida.

Su éxito viral consiste en que no se note la cantidad de horas hombre que pasa para lograr contenidos tan buenos. Contenidos en los que, a su vez, las tareas más arduas parecen de lo más simples (como fabricar de cero una edición de El príncipe de Maquiavelo diseñado por ella o hacer su propia manteca). La sprezzatura menos pensada.

La vida de RoRo amenaza con su vehemente ingenuidad a todas las madres luchonas del mundo, que conocen el desprecio de los hombres cuando se enamoran de otra más joven, y con igual intensidad a las casadas que sienten por momentos lo funcional que es ese amor que les prodigan quienes esperan de ellas una casa ordenada, buena comida y camisas blancas rociadas con almidón.

La tradwife es un fenómeno de Estados Unidos, el país que más escenas de cine y televisión creó de esta mujer maravilla, madre y esposa, capaz de conducir cualquiera de los programas de Utilísima, el viejo canal dedicado a la “ama de casa moderna” cuyo eslogan rezaba “todo para el hogar”. La manualidad tiene una capacidad hipnótica que una mujer suave puede convertir en un arma de seducción masiva.

RoRo comprendió el alma de ciertos hombres y jóvenes libertarios para quienes la belleza de una femme fatale significa un vértigo, y sólo la sumisión de una buena chica alcanza la cima de la hermosura. Complacer, no asustar, un lujo de las más privilegiadas o de las menos neuróticas, desde Carrie reprochándole a Big que se casara con una joven lacia, predecible y perfecta, hasta las ricas que también pasan el día, como RoRo, esperando que el marido vuelva a la casa para poder existir, con la diferencia de que lo esperan en piyama habiéndole dado –con suerte– alguna que otra instrucción a la empleada.

Si a la noche salen a comer y ella no tiene qué ponerse, RoRo dedica el día a diseñar, cortar y coser un vestido para la ocasión. Si quiere sorprenderlo con un plato especial, empieza por recolectar la fruta que necesitará, y bien podría construir un arma nuclear con dos tazas de harina, vinagre blanco y algún que otro elemento que sólo una mujer como las de antes guarda en los cajones de su casa. La imagen que proyecta es una persona con más recursos que MacGyver y la calma de una indígena tejiendo una alfombra en el desierto. Quizá RoRo tenga algo que otras tradwives demasiado altas, demasiado ricas y regias (como Nara Smith, que, vestida de gala, hace coca-cola casera para su marido, o Ballerina Farm, que ordeña la vaca vestida como Caroline Ingalls y hace pan para sus ocho hijos) no tienen: la escala justa para ser percibida como accesible aunque magnífica. Joven y bonita en el sentido menos intimidante de la palabra, al igual que su Pablo, genera el espejismo más vertiginoso: la idea de que un hombre y una mujer puedan ser –el uno gracias al otro– una identidad fija de funciones plenas.

Más que una unidad perfecta, como el hermafrodita de Platón, es un funcionamiento: dos géneros tratando de existir por separado, el uno a través del otro; por el otro, gracias al otro, pero sobre todo para uno mismo. La armonía es el revés de una destrucción mutua asegurada.

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