Gracias a Dios es viernes

#46 | Se sentaron casi todos en una mesa

Cristina: una líder has been. Secarle la nuca al Chiqui Tapia.

La Argentina tiene estas cosas. Buenos Aires se fundó dos veces y el Pacto de Mayo se firmó en julio. El presidente Javier Milei consiguió a 18 de los 24 gobernadores para que firmen diez puntos de acuerdo. Faltaron seis: Axel Kicillof (Buenos Aires), Sergio Ziliotto (La Pampa), Gildo Insfrán (Formosa), Ricardo Quintela (La Rioja), Gustavo Melella (Tierra del Fuego) y Claudio Vidal (Santa Cruz).

Parece mentira que aquella propuesta remanida de “sentarnos todos alrededor de una mesa” la haya llevado adelante el presidente que parecía menos dispuesto al diálogo. Es cierto que acá no hubo mucho diálogo tampoco: había que firmar lo que estaba escrito. Pero también es cierto que lo que estaba escrito eran generalidades con las que nadie que no fuera Axel Kicillof podría estar en desacuerdo, como la inviolabilidad de la propiedad privada, el equilibrio fiscal, la reducción del gasto público, etc.

Por eso resultó extraño ver los bufidos de algunos opositores no kirchneristas ante lo que sucedía en la Casa Histórica de Tucumán. ¿No queríamos dejar atrás la grieta y acordar con el 70% de la sociedad? Bueno: 18 de 24 gobernadores son el 75%.

Sí se puede señalar que una firma en un papel no significa nada, por supuesto. Ya salió a decir ayer el gobernador de Chubut, Ignacio Torres, que el hecho de que hayan firmado no quiere decir que estén de acuerdo en todo. Una afirmación por lo menos extraña, aunque viniendo de alguien que amenazó con dejar sin energía a todo el país si no le firmaban un cheque, mucho no sorprende.

Puede que no sea vinculante en cuanto a los objetivos, pero es una señal de la dirección hacia la que quiere ir el Gobierno. No es poco.

El despliegue de belleza patria que desfiló a lo largo y ancho de la avenida Libertador el 9 de julio emocionó a las familias argentinas, plantó memes para la posteridad y echó un manto de olvido sobre las últimas declaraciones de la ex vicepresidenta. Para quienes no la vieron, el lunes pasado Perón cumplió medio siglo de muerto y Gelatina le regaló una entrevista exclusiva con “Cristina, la dirigente que condujo al peronismo al siglo XXI”.

Como era un mano a mano con el novio de Lali, el neoperonismo millennial le atribuyó a la charla las dimensiones de un hito. Sobre una pantalla negra, letras blancas con música de fondo: “Mucho mejor que ser lo nuevo que arrasa es ser lo histórico que vuelve”. Es divertido verlos en pleno delirio imaginando una remake de Guayaquil. Si bien Cristina suele reivindicar a San Martín y a Belgrano (con quien le hubiese gustado acostarse), esta semana fue Felipe Pigna, el historiador mediático, el que apareció en el micrófono de Rosemblat en un rescate kirchnerista del general Julio Argentino Roca.

El esfuerzo por sonar épicos delata el momento de debilidad que atraviesa el Movimiento, pero la entrevista es enternecedora: un fan con rating charlando con una líder has been. Por primera vez, uno contempla con pasmo la posibilidad de que el peronismo se apague. Las preguntas serían durísimas si no fuera porque todas sus respuestas tienen a priori el aplauso garantizado: diga lo que diga, no piensan abandonarla. No pueden. Huérfanos, le dedican tiempo a la tía trasnochada, un poco cringe, que por lo menos les sigue dando la sensación de pertenecer, de estar unidos por dentro a algo más grande que ellos, más fuerte, que los contiene como un útero: la identidad.

“¿Cómo era la sociedad del ’74?”, quiere saber Rosemblat. Antes de responder, Cristina necesita aclarar: “Para mí, Perón es el 17 de octubre”. Recuerda la vez que más cerca lo tuvo, el 12 de junio de 1974. Recuerda “su tapado con pied de poule” (sic), un mal uso de la expresión que la vuelve entrañable mientras ofrece una imagen “falopa” muy acorde con el lenguaje contemporáneo de la IA: un Perón vestido en Chanel.

Para Cristina, la sociedad de 1974 seguía siendo la sociedad “que había construido Perón”, esa que creía en el trabajo y en el estudio, y que nunca hubiese dudado del poder de su esfuerzo para progresar, ni siquiera después del ’55. El corte preciso es el 24 de marzo de 1976. Para sorpresa de algunos, en lugar de mencionar la dictadura, Cristina se refiere a la irrupción del espíritu especulador en aquel mundo bucólico de trabajadores y estudiantes.

El nuevo “modelo de organización financiera” intoxica al país: “Yo estaba en la facultad y no sabía lo que era un plazo fijo. La gente no estaba pendiente del dólar”, dice con las mejillas llenas de verdades. Lo que jodió a la Argentina es la cultura financiera, que la gente empezara a querer saber a cuánto estaba el dólar y demás. Aunque no la nombra, su mensaje dice: la dictadura es la madre del “bimonetarismo”. El mal está ahí.

Cristina reconoce el fracaso de la educación. Hasta ella está harta de la cantidad de ignorantes que habitan el suelo patrio, anagrama de Sarmiento que hoy toca su punto más alto. Aunque la charla es larga y jugosa, a nadie le importa qué tiene para decir. Su declaración sobre la productividad fue terriblemente polémica pero apenas viral: “No somos todos iguales. Esto lo tenemos que comprender todos. Hay gente que le gusta trabajar, hay gente que le gusta trabajar mucho, hay gente que no le gusta trabajar nada, hay gente que le gusta trabajar poquito”. Lo mismo pasa con el estudio, explica. ¿Quién hubiera dicho que Cristina Fernández de Kirchner iba a estar hablándonos de mérito y de “producir al menos lo que consumimos”? Su mea culpa nos despierta una inmensa suspicacia.

Cambia, todo cambia. La manera en la que miramos fútbol por televisión, también. Y, justamente, habría que aclarar que “televisión” debe entenderse, más que nunca, en su definición técnica de “sistema para la transmisión y recepción de imágenes y sonidos a distancia que simulan movimientos”, y no tanto en la idea asociada al aparato en sí y a las transmisiones por aire y cable con sus correspondientes formatos. Ahora resulta que tenemos muchas pantallas, pantallitas y pantallotas que nos recrean la sensación de ser espectadores de un partido. Y resulta que somos cada vez más dependientes de la tele-visión porque, por muy futboleros que seamos, si nuestra amada Selección juega en lugares exóticos y peligrosos como Qatar o Nueva Jersey, es probable que ya no haya manera de satisfacer siempre el legítimo y muy futbolero reclamo de: “¡Andá a la cancha, bobo!”.

Así las cosas, en las últimas semanas los consumidores de fútbol a distancia hemos tenido la oportunidad de empacharnos a discreción con el más bello de los deportes gracias a la feliz coincidencia de la disputa simultánea de la Copa América y la Euro, las dos competencias continentales de selecciones más importantes. Y puede que no se trate de una novedad, pero en esta ocasión se hizo más notorio que nunca: ya no se trata de sentarse en el sillón, tocar un par de botones en el control remoto de la tele y sentarse a disfrutar –dando por descontado que pagamos cierta suma por este servicio– las alternativas de un match cualquiera.

Resulta que la pregunta clásica de “dónde lo dan” se ha resignificado. El partido lo puede “dar” una empresa que pagó los derechos, otra empresa o las dos, que puede coincidir o no con nuestro proveedor de cable o TV satelital, que puede coincidir o no con el servicio de streaming que pagamos, que puede coincidir o no con la app que usamos en tal o cual dispositivo, que puede coincidir o no con nuestro usuario y clave, que puede coincidir o no con nuestro perfil y hasta puede coincidir o no con el pin (¿No recuerda alguno de estos datos? Le enviaremos un código de un único uso a su mail). ¿Complicado? OK, boomer. ¿Muy caro? ¡Que vuelva Fútbol para todos!

Porque, claro, todo esto también tiene que ver con una discusión más amplia: la de la piratería de productos culturales, que alguna vez se trató de los cassettes de música que se copiaban o de los VHS truchos de ciertos videoclubes medio flojos de papeles, pero que con el avance de la digitalización de los soportes alcanzó otra escala: con Napster, Pirate Bay, los torrents, Cuevana, Stremio, epublibre y tantísimas más aprendimos que podemos consumir de todo y pagar nada más que el abono a Internet. Y en el caso particular argentino, el kirchnerismo terminó de convencer a muchos de que el fútbol era parte de la “ampliación de derechos”, que los almuerzos gratis sí existían y que no sólo la Selección debe ser para todos porque es de todos, sino que los que nos quieren cobrar por ver un partido son unos malvados.

Algo de esta discusión se planteó y se viralizó ayer en un stream de Blender ante la noticia del bloqueo a más de 50 sitios asociados a la plataforma Fútbol libre y la detención del responsable del sitio Megadeportes, en ambos casos por las infracciones a los derechos de propiedad. Más allá de la posición de cada una de los que discuten en esa mesa, llama la atención la precariedad de los argumentos de cada uno y hasta dónde parece haber llegado la noción de que no hace falta pagar nada por los productos ajenos.
Porque puede ser que ver un partido se haya vuelto algo más caro y engorroso que en otras épocas (y no siempre a cambio de transmisiones con toda la calidad técnica que se podría esperar), pero lo cierto es que, como lo explica Marcelo Gantman en esta entrega de su newsletter, la industria deportiva ha decidido que el modelo actual de consumos se va a profundizar y que la piratería se va a combatir con más fuerza y recursos que nunca. Y al que no le guste, le puede ir a secar la nuca al Chiqui Tapia.

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