Gracias a Dios es viernes

#44 | Declaró el copito

El Caso Loan aumenta nuestra capacidad de horrorizarnos. A Pedro Brieger lo protegió pertenecer a la tribu.

El miércoles empezó el juicio oral por la causa de intento de magnicidio contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. El ambiente es cordial esa mañana en Comodoro Py entre el acusado, la fiscal y la abogada defensora, y el mensaje, claro. Incluso para quienes cedieron alguna vez a las más excitantes teorías conspirativas del antikirchnerismo (acá no vamos a humillarlos ni a retarlos; nos alcanza con retener el costo que tienen las pasiones), la reciente declaración de Fernando Sabag Montiel no parece dejar dudas acerca de la naturaleza del acto cometido: su intención era “matar a Cristina” por ladrona, corrupta y dañina para la sociedad.

Cuando le preguntaron al acusado si su exnovia Brenda Uliarte había participado del atentado, respondió que más como una espectadora que como otra cosa. Despeinado pero despierto, lúcido a pesar de su aspecto de hibernación, consciente de su error y arrepentido, Sabal Montiel terminó encontrando la formulación justa: “Yo la quería matar y ella quería que muera”. En otras palabras, se encontraron el hambre y las ganas de comer y, mientras vendían copitos –trabajo que consideraban humillante por haber tenido que rebajarse a una vida precaria en la ciudad–, empezaron a delirar en voz alta sobre “hacer justicia” y “pagar el precio”, asesinando a la jefa espiritual del kirchnerismo.

Según la declaración –animada por una voluntad explícita de precisión–, para Sabag Montiel la cosa iba en serio, pero Uliarte no apostaba ni dos centavos en su entonces pareja. Nunca creyó que el tipo con el que salía tuviera la capacidad de lograr semejante hito. Por su lado, la noche antes del atentado, Fernando se ocupó de googlear la carta astral de la expresidente, atento al lugar de la Casa 8 en Neptuno, dato que determinaría sus chances de realizar el magnicidio con éxito. Ni siquiera en ese momento, cuando cita la astrología con total menosprecio por quienes no crean en ella, parece un desquiciado. El caso es misterioso, y sin dudas perturbador. La idea de que Cristina hubiera podido ser asesinada nos hiela la sangre.

El “caso Loan”. Quizás lo mejor sería no decir nada al respecto, porque cuando los medios, las redes sociales y las charlas familiares agotaron todas las posibilidades, ¿qué se puede hacer, cuáles serían las opciones?

Nos imponemos la obligación de decir algo distinto, de señalar las burradas que dicen a toda hora los movileros, pretendemos tomar distancia y analizar el contexto social, hablamos de feudalismo, atraso, ineptitud o ausencia de instituciones provinciales. Y todo esto mechado con risas por el pombero, y después con los chistes de la gente del interior sobre lo que decimos los porteños del pombero, y después empiezan a circular los memes con gente conocida que se parece al pombero.

También nos escandalizamos porque los medios publican notas sobre el pombero: problemas de la edad, todavía creemos que ese sitio web que lleva un nombre que coincide con el de –digamos– un diario otrora prestigioso debería funcionar con la lógica de antaño: lo que se imprimía era lo importante, los hechos principales, apenas (y nada menos que) la información relevante que quizás se fuera a leer 16 horas después de sucedidos los hechos. Lo que tenemos ahora es otra cosa y los medios son como índices o directorios que dependen del Gran Hermano Google: si se empieza a hablar del pombero, hay que explicar antes que nadie qué es el pombero, porque hay un montón de gente buscándolo en el celular mientras viaja en el tren. Dicen.

En fin, vayan nuestros dos centavos sobre Loan: creíamos que con todo lo que supimos sobre Lucio Dupuy habíamos agotado nuestra capacidad de horrorizarnos en el apartado de la violencia contra los menores en edad de jardín, pero parece que necesitábamos más. No vamos a culpar a los medios ni a nadie. Casos policiales horrendos y misteriosos hubo siempre, del Petiso Orejudo a Cristina Giubileo, del clan Puccio a Norma Penjerek y tantísimos más. Aníbal Gordon fue el emblema de la mano de obra desocupada; el Gordo Valor, el de los años ’90 neoliberales que se iban quedando huérfanos de valores en el hampa; los motochorros de ahora son el Rappi del delito precarizado.

En todo caso, lo que sí nos deja perplejos es la manía actual de traernos a los niños como víctimas principales o secundarias de todo el mal que anda dando vueltas por ahí. Cuando no los matan o desaparecen, resulta que debieron ver cómo los motochorros se cargaron al padre, a la madre o al abuelo delante de ellos, y está el video de la cámara de seguridad. Si antes a la gente la mataban por un pasacassette, ahora será por un celular, pero siempre habrá un niño que será testigo, en la primera fila del hecho. Si a Bruce Wayne le pasó en un callejón en Ciudad Gótica y de ahí salió Batman, de nuestros barrios y conurbanos no sabemos qué saldrá. Quizás un pombero vengador.

En fin, queda la duda planteada: ¿es un rasgo patológico actual el de hacer foco en el sufrimiento de los humanos más indefensos? ¿No pasó lo mismo con las cuarentenas eternas, las plazas precintadas y las caras tapadas en las salitas de 2, no sea cosa que mates a la nona, nene? ¿Casualidad? No creemos.

El vapuleado mundillo periodístico se agitó esta semana con la denuncia de cinco mujeres que fueron acosadas sexualmente por el periodista Pedro Brieger, publicadas en X por Alejandro Alfie, un periodista de Clarín. Como suele ocurrir en estos casos, la filiación kirchnerista del acusado fue aprovechada en las redes para depositar la mirada en el colectivo feminista, en una mezcla de placer morboso ante las que le sueltan la mano a su compañero de ruta e indignación moralista (teñida de cierto placer morboso también) ante las que se callan o relativizan como no lo hubieran hecho si el susodicho fuera de otro palo.

No queremos sumarnos al juego, más que nada para ser un poco originales, pero algunas cosas nos llamaron la atención. Romina Manguel enseguida tuiteó: “Es verdad que en el medio se sabía lo de Brieger. También es verdad que las víctimas tenían miedo y no querían dar sus nombres, lo que complicaba la denuncia pública. ¿Pero qué pasa con aquellos que lo encubrieron todos estos años?” El miércoles salió una nota en La Nación titulada “Era un secreto a voces”.

La pregunta que nos hacemos es bastante sencilla: ¿por qué si todo el mundo lo sabía, el tipo trabajaba en todos lados? No se trata de una recriminación a las mujeres que se animan a denunciar recién ahora, como alguno aprovechó para interpretar y así poder repetir el credo (“las mujeres denuncian cuando pueden”) y no enfrentar preguntas difíciles. Porque es cierto que las mujeres denuncian cuando pueden, pero hay una distancia grande entre que las víctimas no denuncien públicamente y que todo el mundo lo sepa y lo contraten, lo citen, lo inviten a mesas redondas y demás. No podemos no sospechar que su pertenencia a la tribu fue una coraza que lo protegió. No es casualidad que haya sido un periodista de Clarín quien le haya puesto el cascabel al gato.

Después está, reconozcámoslo (no somos perfectos), el placer infantil de ver cayendo en desgracia a alguien que nos resultaba antipático. Brieger es un antisemita contumaz, propagandista de los peores regímenes del mundo, desde el chavismo al putinismo, capaz hasta de justificar el secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes a manos de terroristas palestinos. El placer es infantil porque no parece probable que Brieger sea reemplazado en sus lugares de trabajo por un Marcelo Birmajer.

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