Hace como 30 años, un amigo estaba subsumido en una crisis vital. Entre el delirio, la abulia y la pizca de mala suerte que nunca falta, se le estaba haciendo difícil encontrarle el agujero al mate de la vida. El día en que cumplió años, frente a las velitas de la torta, a la hora de pedir un deseo, dijo: “¡Que cambie, que cambie! No sé qué cosa, ¡pero que cambie!”.
Su angustia no le permitía definir qué era lo que deseaba. No era que buscaba que una chica de la que estaba enamorado le diera bola, o que un familiar se curara de alguna enfermedad, o acertar el próximo Quini 6 para poder solucionar sus problemas económicos de por vida, o aprobar una materia en la facultad. Necesitaba un cambio absoluto. Que lo que era blanco fuera negro, que lo que era par fuera impar, que lo que estaba a la derecha estuviera a la izquierda y lo de arriba, abajo. Suponía que sólo un cambio de todo podía redimirlo de su desasosiego.
Yo no me imaginé que no sólo la angustia social era tan profunda, sino que también tan difundida. Muchísimos argentinos se sienten estafados con lo que obtienen del Estado. La demanda de seguridad, de educación, de justicia, de moneda que tiene la sociedad está totalmente insatisfecha. Es por eso que muchos votaron un cambio sin saber muy bien qué cosas quieren que cambien. Si ahora hay aborto legal, ilegalicémoslo; si ahora hay militares presos por causas de derechos humanos, liberémoslos; y si ahora hay bicisendas, saquémoslas. ¿Adherís a la reforma agraria, Carolina? ¡Si! ¿Y a la Reforma protestante? ¡Claro, también!
Nada tiene que quedar del Ancien Régime. Ni el calendario tradicional.
Sin proyectos
Éramos jóvenes de la UCEDE que habíamos leído a Hayek y a Mises y todos los cuadernillos que repartían desde una versión platense de la ESEADE llamada Centro de Estudios Liberales. También asistíamos siempre a las conferencias de Alberto Benegas Lynch (h), de Juan Carlos Cachanosky, de Ponciano Vivanco y de Martín Krause, y nos enterábamos de todo lo que venía de la Sociedad Mont Pelerin. Habíamos logrado tener una respuesta para todo.
Una vez perdíamos el tiempo en un despacho de la municipalidad y entró nuestro concejal, que era un hombre prudente y preparado, y nos dijo que venía de una reunión de la Comisión de Transporte en la que el oficialismo quería cambiar el recorrido de los colectivos de La Plata. Y, a renglón seguido, nos preguntó irónicamente: “¿Qué dice Hayek de cómo deben ser los recorridos de los colectivos? ¿Y Von Mises?” Por supuesto que no teníamos respuesta. Habíamos leído, y hasta estudiado, el ideario liberal, pero no éramos capaces de tener una postura ante un problema concreto: el recorrido de los colectivos en La Plata.
Ese es el problema de esos esquemas ideológicos que para todo tienen respuesta. Son fáciles de aprender y recitar, pero a la hora de aplicarlos resulta dificultoso. Por eso Javier Milei no presentó ni un solo proyecto de ley en la Cámara de Diputados.
Yo no creo que sea por motivos demagógicos ni por el Teorema de Baglini que va retrocediendo en la profundidad de sus propuestas originales. Ya ni piensa cerrar el Banco Central ni eliminar los planes sociales, y la motosierra en el empleo público solamente se aplicará a los funcionarios políticos. Yo creo que no sabe qué hacer con cada uno de los temas de la agenda. Sólo es grito y pose.
Lumpenqualunquismo
En El 18 de brumario de Luis Bonaparte, Carlos Marx habla de cómo los desamparados de toda laya actuaron en favor del gobierno reaccionario de Luis Bonaparte. Es interesante la enumeración que hace (que me hace acordar a la que recita Darín en Nueve reinas): “vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos”. A toda esta clase de gente la englobó dentro del término “lumpenproletariado”. La traducción al castellano de Google Translate de “lumpen” es “trapo”. Me imagino, y pido perdón de antemano a los filólogos, que junto con proletariat debe querer decir algo así como “trapero” o, mejor dicho, “ciruja”. Muchas veces se lo tradujo como subproletariado, porque está aún debajo de la clase social más baja, que en tiempos de Marx era el proletariado.
A fines de 1944, unos meses después de la liberación de Roma por parte del ejército aliado, Guglielmo Giannini fundó el semanario L’Uomo qualunque desde el cual atacaba a toda la clase política y, fundamentalmente, a los partidos integrantes del Comité de Liberación Nacional que habían luchado contra Mussolini. Su eslógan era “Abasso tutti!”, una versión italiana del argentino “Que se vayan todos”. Fue tremendamente exitoso este semanario, no sólo porque era la voz de las clases medias italianas que estaban golpeadas por tantos años de fascismo y guerra sino también por el uso de un lenguaje soez y despectivo hacia la clase política. Una de sus “gracias” era cambiar levemente el nombre a los políticos, algo que actualmente hace Eduardo Feinmann desde La Nación+ todas las tardes. Fue tal el suceso del semanario que apenas un año después de su fundación Guglielmo Giannini decidió incursionar en la política creando el Fronte dell’Uomo Qualunque (Frente del Hombre Común).
En la Argentina vivimos, mutatis mutandis, algo parecido. A la decadencia crónica y agudizada argentina la han insuflado desde los medios de comunicación. A mayor muestra de indignación del conductor, mayor el rating, y si había un invitado que maldijera todo, tanto mejor aún. Pero a diferencia de la Italia de posguerra, el destinatario no es la clase media sino sujetos que ni llegan a ser víctimas de la plusvalía capitalista. Por eso no descargan su bronca contra el patrón sino en contra de “este estado excepcional en que los sujetos no reconocen equitativo el orden colectivo”, como diría Durkheim. Son subqualunques.
Estoy pensando que tal vez sea porque muchos de ellos no tienen patrón a quién putear porque son cuentrapropistas o se las rebuscan a través de una plataforma anónima, ni pueden maldecir al capitalismo financiero porque no son sujetos de créditom, ni pueden odiar al propietario porque ni siquiera pueden ser inquilinos. Son Diógenes, aquel cínico que le pidió a Alejandro Magno que no le tapara el sol, no por opción sino a la fuerza. A lo único a lo que siguen afiliados, obligadamente, es al Estado nación, y es por eso que es lo único que tienen para maldecir.
Ecos de Perú 1990
En las elecciones de 1990 en Perú, el partido más grande y que desde su fundación había sido primero o segundo en todas las elecciones, el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), el que había llevado a la presidencia a Alan García en 1985, salió tercero detrás de Mario Vargas Llosa y de un ignoto Alberto Fujimori con 33% y 29% de los votos respectivamente (el APRA sacó apenas 22%). Unos meses antes, ante el fracaso económico del gobierno de Alan García, sumido en la hiperinflación, parecía que era imposible que Vargas Llosa no ganara en primera vuelta. Recién a principios de 1990 empezaron a registrar a Fujimori, que hasta 1989 estaba dentro de la categoría Otros.
Era tal el favoritismo de Vargas Llosa que, sabiendo que para salir de la crisis económica habría que hacer un ajuste ortodoxo, decidió empezar a alertar a la población antes de las elecciones para que no se desayunara sobre la profundidad de sus medidas una vez que estuviera al frente de la Casa de Pizarro. Tanto avisó a la población que los peruanos decidieron votar en la segunda vuelta a Alberto Fujimori, que con el 63% de los votos ganó el acceso a la presidencia de la República del Perú.
Como Cambio 90, el partido de Fujimori, era nuevo y los diputados se eligieron en la primera vuelta, el Frente Democrático de Vargas Llosa tendría 62 diputados, el APRA conservaría la segunda minoría con 53 y Fujimori sólo tendría 32.
Menos de dos años después, Fujimori disolvió el Poder Legislativo con un golpe de Estado.
Nos vemos en quince días.
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