JAVIER FURER
Domingo

Toti Pasman tenía razón

'Romper la pared', la serie sobre Ángel Di María, elige sacarle la voz al protagonista de una épica milagrosa para enredarse en las voces y resentimientos de otros.

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Acá, entre nosotros: Toti Pasman tenía razón. La promo de Netflix que lo ridiculiza saltea una porción grande de la historia y le cede al tiro del final la narrativa entera, en favor de que la única verdad sea la irrealidad de los ganadores y de que cualquiera que haya osado contradecirla quede impreso como un tonto en los libros de la posteridad. Pero hasta la voz de los tontos produce en el futuro un eco, cuyo sonido puede desestimarse para vivir entre menos pero más tranquilos, o atenderse para volver a aprender que todas las cosas, todas las veces, son más complejas, y que en esa complejidad irritante está la vida en comunidad.

Por si alguno zafó de ese algoritmo, la cosa es así: para vendernos la serie de tres capítulos sobre Ángel Di María, la plataforma lanzó primero, junto con el trailer, un aviso ficcionado de un grupo de autoayuda que junta a los que alguna vez putearon al campeón del mundo y que ahora ejercitan la abstinencia y el perdón de los pecados. Primero habla Tito, que se parece a Toti, y después un pelirrojo, burlado por su condición de pelirrojo, que representa a Martín Liberman, pagando los dos el crimen de haber hablado de más, componiendo el blanco marketinero sobre el que se redime el héroe de esta biografía.

La prepotencia del diario del lunes se junta con la impiedad de que nadie resiste un archivo, esa pulsión argentina por la persecución y el carpetazo que nos legó Diego Gvirtz, y el resultado es una acuarela lavada en que todos, sacando a esos dos o tres deportados, estábamos de acuerdo desde Cemento con que a Di María dámelo siempre. Y así entramos, en fila y sin romper nada, a ver la serie que se llama Romper la pared.

La prepotencia del diario del lunes se junta con la impiedad de que nadie resiste un archivo, esa pulsión argentina por la persecución y el carpetazo que nos legó Diego Gvirtz.

El aviso podría ser una humorada del departamento de marketing, vos viste cómo son los creativos, si no fuera porque la serie nunca se baja de esa intención vengativa, cediéndole los hilos del guión a Jorgelina Cardoso, la esposa de Ángel, que aparentemente llevó, durante toda la carrera de su compañero, un bloc de notas con los nombres de los periodistas a los que algún día iba a ajusticiar artísticamente. Si lo hizo Chaplin con los nazis, si lo hizo Tarantino con los hippies, por qué no ella con los putos periodistas.

Entonces el canto que queda es el suyo y los coros son los de Miguel y Diana, los padres del jugador, que orbita en su propia historia junto con un gran lineup de futbolistas y entrenadores entrevistados, desde Messi y Scaloni hasta Neymar y Mourinho. Di María queda relegado al papel que le promueven las mujeres de su vida —que insista cuando no le sale, que reaccione cuando no lo convocan—, como si su talento fuera un atributo menor o secundario. No hay una voz narradora que traiga ninguna idea más que la que el clan familiar, como socio de la producción, elige traer, y entonces la serie no es sobre ninguna cosa que no esté dada en bandeja por ellos. Falta el ejercicio básico de pensar. Al punto de que el propio Pasman, que corporiza a los antagonistas del pasado, también es uno de los entrevistados y admite en cámara que haber renegado de Di María fue el peor error de su carrera periodística.

Ya es demasiado enredo descular si el mismo Toti se prestó por unos mangos al papel de víctima del bullying, que tan bien supo bancarse cuando Diego Maradona le dijo que la tenía adentro. Mucho tiempo después, con Diego ya del otro lado, lo cierto es que Toti se arrodilló. Al aire, en vivo. Que juntó las manos como una monja, mirando al cielo o a los faroles del estudio, burlando un rezo. “Qué hemos hecho los hinchas de la Selección argentina”, se preguntó, “para ver trece años seguidos a Di María de titular”. Que podría no haber hecho tanto show, es cierto. Que el programa que conducía se llamaba El show del fútbol. Y qué iba a saber, Juan Carlos, que sólo tres días más tarde el universo iba a empezar a girar para el otro lado. Argentina había llegado a la final de la Copa América de Brasil con un juego intermitente e iba de punto contra el local en el Maracaná: entonces el flechazo de De Paul, el pifie de Renan Lodi, la zurda de Di María para acomodar la pelota, la misma zurda para la emboquillada, más tarde el cuerpo de Messi derrumbado en el llanto, la montonera de compañeros encima, después el Fideo sentado en el área con su celular, mostrándole la medalla a su familia por videollamada, escribiendo la noche carioca: “Algún día se iba a romper la pared”.

No lo querían

En lo que ahora es prehistoria, la carrera de Di María en la selección, esos años de los que se quejaba el periodista, había incluido una aparición fulminante en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 que la Argentina ganó y después el ascenso al equipo mayor dirigido por Maradona, que lo apadrinó, le perdonó una expulsión infantil en La Paz y lo exageró como un descubrimiento personal. “A Di María me lo resistían”, declaraba para inventarse un enemigo fantasma, mientras el chico deslumbraba y desorientaba en partes iguales, capaz de un juego caótico, como bien describe Mourinho en la serie, que podía atravesar una defensa o atolondrarse contra el banderín del córner.

Se volvió titular indiscutido salvo por él mismo, que parecía no aguantar la presión de que el equipo llegara lejos pero hasta ahí, y en algún punto esa presión se le hizo un hilo de lesiones musculares: un tirón en los cuartos de final del Mundial de Brasil 2014, otro en la final de la Copa América de Chile 2015, un desgarro en la fase de grupos de la Copa América de Estados Unidos 2016.

Y qué es un desgarro, pregunta un marciano: un tejido que se rompe. Y qué es un fideo: algo que si está listo no se rompe. Qué pared iba a romper, entonces, si en el intento se rompía él. Ya había sufrido tres mundiales, el último de ellos bochornoso, cuando Lionel Scaloni agarró el equipo a fines de 2018, y a esa altura era evidente que la era de Lionel Messi necesitaba una renovación profunda o la rendición. Hasta cuándo se puede perseguir un sueño si el sueño te esquiva. El entrenador llevó a Di María a la Copa América de Brasil 2019 pero ya como suplente, y al año siguiente no lo convocó para las primeras fechas de las Eliminatorias. El ciclo estaba terminado. Pero entonces dice Jorgelina que le dijo a Ángel que arreglara una nota y hablara, y dice Scaloni que estaba en Ezeiza cuando lo vio en la tele y lo llamó enseguida. “Sos pelotudo”, le dijo, “sabés que no estás por esto, pero vas a estar”, y nunca aclara a qué se refiere con esto. Es el giro más importante en la carrera de Di María, quizás el giro fundacional de nuestra felicidad, y nadie en la serie se encarga de averiguar qué pasó ahí. Lo que se sabe es que con esa nota Di María forzó su vuelta a la Selección.

Y no es que se redimió porque nos dimos cuenta de que era un héroe, sino que se convirtió en héroe porque le dimos el tiempo suficiente para conseguirlo.

No es que se redimió porque nos dimos cuenta de que era un héroe, sino que se convirtió en héroe porque le dimos el tiempo suficiente para conseguirlo. El hombre que se desgarraba en las difíciles fue, de pronto, el hombre de los goles en las finales. Al que ya había hecho en la de los Juegos Olímpicos le sumó el de la Copa América y el de la Finalissima, un engendro comercial que la FIFA había discontinuado hacía décadas y que esta vez, en junio de 2022, le sirvió al equipo de Scaloni para pasar a Italia por arriba y creer, a unos meses del Mundial, que estaba a la altura de los equipos europeos.

Ángel Di María fue un crack inconsciente. Creció a la sombra de Messi pero pasándosela poco, a veces encarando con la mirada en punta hacia abajo para no buscarlo, dribleando curvas heterodoxas con la pelota indómita pero suya, acumulando jugadas exasperantes o alumbradoras, que de eso se trata la creatividad, como si no hubiera entendido nunca el tamaño de su compañero de equipo, como si hubiera creído que cada tanto podía relevarlo en el ejercicio de la genialidad, pero a la vez sin el reclamo de que lo tildaran de genio a él también, entregado a la corrección política y a la verdad de que el bueno era el otro.

Cuántas veces ese gol

Así llegó al Mundial de Qatar como el único del plantel capaz de faltarle el respeto adentro de la cancha, con 34 años y pasado de la edad de Cristo, sabiendo que ya nadie podía crucificarlo, y a la tensión de la derrota en el debut contra Arabia Saudita él le sumó, contra Polonia, una molestia en el cuádriceps, para variar, o para abonar a la sensación de que otra vez, por vez número ene, el país dejaba solo a Lionel Messi, y no estuvo en los octavos de final, pero estuvo unos minutos en los cuartos, pero no estuvo nada en la semifinal, y cuando la historia lo llamó a estar en la final, porque las finales hay que ir a buscarlas, su respuesta y su actuación imprimieron su nombre entre los cinco más grandes de la historia de la Selección argentina, los cinco zurdos que supimos conseguir.

Ese domingo, Scaloni usó a Di María para tocar el cielo y el fuego. Incluirlo en el equipo titular y por el lado izquierdo debe haber sido la mejor decisión táctica de los mundiales argentinos, y haberlo sacado a los 60 minutos, ganando 2 a 0, cuando nadie se imaginaba que al partido todavía le quedaba la mitad, terminó siendo el peor cambio de que se tenga memoria.

¿Cuántas veces tiene sentido pasar su gol, el segundo argentino, en una serie de apenas tres capítulos? En los últimos veinte minutos de la trama, el director decide pasarlo 16 veces (sic), desde distintos ángulos y superponiéndole distintas voces que explican la jugada inexplicable, desde los jugadores y el entrenador hasta Claudia Villafañe (sic). El recurso podría ser un golpe bajo, demagogo o berreta, que no hace más que acentuar que a la serie le falta material de archivo, ingenio para organizarlo y gracia para editarlo, si no fuera porque ese gol, todas las veces, no se puede creer.

Si un hombre es una sucesión de actos, Ángel Di María será, para siempre, otro ícono de la insistencia, un cuerpo flaco prestado a la narrativa de perseguir los sueños porque al final, al final, hay recompensa, el espíritu impropio forjado por la frustración genética del padre y del abuelo, que quisieron pero no llegaron, por la voluntad de la madre y por el resentimiento de la esposa, como si nada hubiera sido hecho por él pero a la vez el destino lo hubiera llamado a hacer todas las cosas.

Si un hombre es una sucesión de actos, Ángel Di María será, para siempre, otro ícono de la insistencia, un cuerpo flaco prestado a la narrativa de perseguir los sueños.

Quizás sea más interesante, en su caso, pensar que la vida de un hombre se define en una escena, que la identidad de Di María es el momento de esa definición en que Alexis Mac Allister ya disparó su pase y a él la pelota le viene rasante, desacelerando para encontrarlo, yendo a discutir qué va a ser de su nombre en la posteridad. Al final, esta serie y este texto no son sobre lo que dijeron los otros sino sobre un gol. Sin tanto humo, en términos futboleros, una pelota que ya cuando sale de Julián Álvarez hacia Alexis nos levanta del sillón. Tiene que ser gol. Ya hay un país viniéndose a comer la tele, un médico en Paraná, una nena pobre en Iruya, quizás hasta el presidente en Olivos apretándole la mano, pero con amor, a su querida mujer, porque en ese instante todos los argentinos creemos que las cosas se pueden arreglar, y a Ángel Di María, un argentino más, le queda la pelota, la mancha amarilla del arquero, el arco del triunfo total.

También puede no ser gol: el ángulo favorece a Lloris, las piernas a veces tiemblan, la identidad de un hombre puede cansarse y quedar en un casi todo, el uhh con que nos agarramos la cabeza cuando las cosas del mundo no salen como queríamos.

Y entonces pone el pie zurdo desde arriba hacia abajo, firme, para que la pelota pique primero y viaje después, y si ahora es el momento de decidir si lo hizo a propósito, elijamos creer, porque lo cierto es que abre la boca entera en la cara insólita, y habiendo nacido un Día de los Enamorados dibuja un corazón en la inercia de su carrera y en el aire catarí, y en ese corazón quedamos contenidos, para siempre, ya no sólo su madre, ya no su esposa, ya no sus hijas Mía y Pía, todo lo que rima con Di María, sino también lo que no rima con nada, los que lo odiaron o lo usaron para el show, su banda de amigos rosarinos que vino a la serie a no decir mucho, todos los argentinos que estamos en este texto y ya no tenemos nada que aportar, hasta el Kily González diciendo que Ángel “luchó contra un sistema de falsedad”, pero qué sistema, Kily, si somos cuatro gordos hablando de fútbol, viendo cómo el hombre de la serie agarra la Copa del Mundo y llora, ya a esta altura entregados y llorando con él. Estar enamorado es no pensar, y a veces está bien suspenderse, escucharlo decir que al menos una vez por semana se acerca y le da un beso, que la Copa siempre brilla, que es como si el polvo no la tocara.

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José Santamarina

Periodista, escritor y profesor. Autor de Hasta que no haya nada (2022). En Twitter es @santamarinajose.

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