LEO ACHILLI
Domingo

Las redes somos todos

Los periodistas que se quejan de la agresividad en Twitter no tienen que echarle la culpa a Elon Musk o a la "ultraderecha": tienen que aprender a usarlo.

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Ha sido muy comentado el libro de Martin Gurri sobre la pérdida de influencia de las élites (La rebelión del público, Adriana Hidalgo, 2023). Las redes pusieron al “público” (esa es la categoría que le gusta usar a Gurri) en pie de igualdad con el viejo establishment y las consecuencias se dejan ver en todos los campos. En política es bastante evidente, con la irrupción de candidatos outsiders, disruptivos, sin las credenciales habituales, como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Javier Milei. El terremoto político en la Argentina es más que evidente y buena parte de los temblores provienen justamente de la irrupción en la conversación pública de gente común, antes considerada sin autoridad para hablarle directamente a la clase dirigente y condenada a gritarle su ira al televisor o a la radio.

Uno puede pasarse horas discutiendo si esto es bueno o malo, si es la muerte de la democracia liberal y el triunfo del populismo más rampante o, por el contrario, la forma más pura de republicanismo. Lo que no puede hacer es ignorarlo o negarlo. Son, evidentemente, nuevos tiempos y fingir que nada ha cambiado o quejarse lastimosamente no va a mejorar las cosas.

Un grupo golpeado por el nuevo escenario, y al que le ha costado adaptarse, es el del periodismo. Para Gurri es el ejemplo más acabado de su tesis y usa algunas figuras de autoridad del ancien régime para ejemplificarlo. Invoca a Walter Cronkite, un legendario presentador de noticias de la CBS quien, al final de cada escueto noticiero de unos pocos minutos, terminaba con la frase: “Y así fueron las cosas” (and that’s the way it was). Yo, que fui niño en la década del ’60, recuerdo el noticiero de fin de transmisión del Canal 11, El Reporter Esso, en donde Armando Repetto, un locutor de estilo absolutamente impersonal, liquidaba las noticias del día en quince minutos. La voz de quien transmitía las noticias era una voz de autoridad. Esa autoridad hoy está en jaque. Ya no existe un periodista que tenga el lugar como para poder decir “así fueron las cosas”. Todo está en cuestión, desde “las cosas” hasta el emisor.

Circuló en las redes en estos días una conversación entre Ernesto Tenembaum y Reynaldo Sietecase, ambos renegando de las redes sociales. Lo que dicen es extraordinariamente revelador y un ejemplo cabal de la incomprensión absoluta de la nueva situación.

Ernesto Tenembaum: “Yo creo que con Elon Musk la ultraderecha ha copado Twitter”.
Reynaldo Sietecase: “Bueno, para eso lo compró, ¿no?”
ET: “Es un lugar del cual hay que irse. Diviértanse solos, papito, yo tampoco voy a un comité fascista en la Argentina porque no me aceptarían”.
RS: “Hay herramientas, podés bloquear, silenciar”.
EY: “Con sólo correrte basta”.
RS: “Yo sólo emito”.
ET: “Yo ni siquiera tengo la posibilidad de emitir porque no hay interlocutores en Twitter”.
RS: “Pero vos podés usarlo para difundir. Si hiciste una buena entrevista en la radio, por ejemplo”.

Hay un buen análisis sobre este diálogo hecho por otros dos periodistas no intimidados por las redes: Osvaldo Bazán y Adriana Amado. Amado explica bien la insensatez de pretender que una facción política hubiera copado una red social, eso de “la ultraderecha ha copado Twitter”. La red tiene centenares de millones de usuarios. Participando de ella, uno establece un nodo y se relaciona con un número obviamente menor de personas. Las relaciones que el usuario entabla con los otros participantes están hechas a su propia medida. Twitter (la seguiré llamando así por un buen tiempo) es un gran selector de afinidades y si uno habla de fútbol y es enemigo del abuso del VAR y le gusta cómo juega el Manchester City, establecerá una buena cantidad de conversaciones, especialmente los días de partido, con gente que piensa similar o que quiere discutir esas premisas. Si tuitea obsesivamente sobre política, tendrá sus interlocutores. De entre ellos contestará a los que le resultan más interesantes y se fortificará esa parte de la red. Con el tiempo, se va solidificando un núcleo con características propias. Cero complicado. La idea de que si uno se mete en Twitter está ingresando a un comité fascista no resiste el menor análisis.

La interacción es fundamental. Si uno, como propone Sietecase, se limita a “emitir”, está usando la red como una pared donde fija un afiche. No hay construcción de la propia red de contactos. No hay interés en el otro. Es una posibilidad, pero le quita a la red social todo lo bueno que pueda tener.

Entiendo que a Ernesto le saltan a la yugular miles de usuarios agresivos. No es que no sea desagradable, pero no tiene nada que ver con Elon Musk o la “ultraderecha”.

Desde ya que ser famoso y tener una gran cantidad de seguidores presenta dificultades particulares. Entiendo que Ernesto va a Twitter, “emite” y le saltan a la yugular miles de usuarios agresivos sin nada demasiado interesante que decir. No es que no sea desagradable, pero eso ha pasado siempre y no tiene nada que ver con Elon Musk o la “ultraderecha”. El aprendizaje de dejar correr, silenciar o bloquear a los más agresivos, conversar con los sensatos lleva un tiempito, no demasiado largo. Usando el humor se puede exponer a los más extremos. Quejarse no es una opción, burlarse sí.

No es que yo desconozca la sensación de ser atacado por un cardumen de pirañas. Mi experiencia personal, en números más modestos que los de los dos comunicadores mencionados, incluye varios episodios, no ciertamente de la “ultraderecha”, pero sí de sectores kirchneristas y, en los últimos tiempos, peronistas de la línea Guillermo Moreno. Sin embargo, la pocas veces que tuve que silenciar un tuit propio para no ser sobrepasado por las respuestas tuvieron que ver con temas no tan marcadamente políticos. Una vez puse en duda la necesidad de que San Lorenzo vuelva a construir su estadio de Avenida La Plata y me putearon durante una semana seguida. Otra vez, cometí el error de llamar zombies a los universitarios que salieron a marchar al mes de la asunción de Mauricio Macri “en defensa de la educación pública”. Me dijeron de todo durante un período sorprendentemente largo.

En ningún caso se me ocurrió calificar de trolls a quienes me acosaban. Su ofensa me parecía legítima y parte de las reglas del juego. Dejé de leer lo que me comentaban a partir de cierta cantidad de tuits insultantes, pero jamás se me habría ocurrido quejarme de una reacción a algo que yo expresara. Que la gente que me grite indignada sea anónima, esté organizada o responda a alguna directiva me resultaba indiferente. Considero a cada persona que me contesta un tuit exactamente eso, una persona, y como tal es alguien a quien puedo ignorar, responder amablemente, putear o convertirla en objeto de mi desprecio. La red es mi red, yo soy el que fija los parámetros de la conversación posible. No es Elon Musk. Tampoco la ultraderecha.

El trollcenter del gordito

Uno de los mitos de las redes son la de las coordinaciones entre miembros de un partido político, generalmente el que ocupa el gobierno. Lo que antes era “el trollcenter de Marcos Peña”, ahora son las huestes del Gordo Dan. Soy bastante escéptico de esto. El fanatismo político está tan extendido que mucha gente va a tuitear consignas oficialistas sin que le paguen por eso. No es que a algún trasnochado no se le haya ocurrido desviar algunos pesos a esas milicias digitales, pero dudo mucho de que hayan movido la aguja o de que puedan instalar temas de conversación por fuera de los deseos del público. Sería, no tengo dudas, plata mal gastada. En todo caso, no hay que prestarles atención. Cobren o no cobren, en las redes funciona la ley de los grandes números: si tenés muchos seguidores y decís A, muchísima gente te va a decir agresivamente (-A); la contraria, es inevitable. Veo a gente muy valiosa, como Alejandro Alfie, un gran periodista de Clarín, uno de los mayores especialistas en medios, perder demasiado tiempo y haciéndose una mala sangre innecesaria por el acoso de las huestes libertarias. Sus lamentos continuos por el ciberacoso hacen su cuenta menos interesante.

El fanatismo político está tan extendido que es posible encontrar mucha gente que va a tuitear consignas oficialistas sin que le paguen por eso.

La intensidad de los oficialismos siempre resulta molesta y en el caso de los jóvenes tuiteros adherentes a La Libertad Avanza esto se hace más evidente. Tienen una agresividad demasiado marcada, una euforia por el triunfo que los expone en su luz menos feliz. Es como La venganza de los nerds, aquella estudiantina del cine norteamericano. En todo caso, no importan demasiado. Su esfera de influencia termina siendo limitada y sólo trascienden cuando sus víctimas se quejan.

La cosa se complica cuando uno de los tuiteros es el propio presidente. La actividad de Javier Milei, en realidad, está más dedicada a amplificar con retuits elogios a su gestión y denuestos a los opositores. Milei, en su posición de tuitero, no tiene demasiados pudores a la hora de elegir lo que difunde, con lo cual pueden aparecer cosas realmente embarazosas o descarnadamente agresivas. Como acto reflejo, aparecen las reacciones de FOPEA, la Academia Nacional de Periodismo y las notas domingueras de rigor. Todas invocan la “investidura presidencial” pero es claro que Milei, en Twitter, actúa como un tuitero más, no de los más inspirados o capaces de interactuar, pero sí reivindicando la horizontalidad del medio. A diferencia de lo que hace con sus medidas de gobierno, que nos afectan a todos y merecen ser evaluadas de manera crítica, sus tuits y retuits pueden ser ignorados, silenciados, bloqueados o contestados como se hace con cualquier otro tuitero.

Hace falta humildad

El periodista ya no puede prescindir de las redes, pero además de buscar ahí información –no hay ni uno que no lo haga– debe aprender a construir sus nodos de conversación, su esfera de influencia. Tiene que aprender que, incluso seleccionando sus interlocutores, se va a encontrar cuestionado por gente sin calificación aparente, que le va a recordar cosas que dijo o pensó, que le va a inventar sucesos inexistentes, que le va a hacer preguntas para las cuales quizás no tenga respuesta. No pasa nada, no es grave. Si tiene la suficiente habilidad social –y debería tenerla– es solamente conversar.

Gurri cierra su libro con cierto optimismo, sugiriendo que es posible que del caos actual surja una nueva generación de dirigentes honestos, humildes y corajudos. Quintín, en una buena nota comentando el libro dice que es una idea luminosa e ingenua. Es probable, pero al mismo tiempo es una buena señal de cuáles son las cualidades a las que debe aspirar el periodista que se sumerge en las redes. Especialmente la humildad.

El periodista ya no puede prescindir de las redes, pero además de buscar allí información debe aprender a construir sus nodos de conversación, su esfera de influencia.

El diálogo de Tenembaum con Sietecase resume todos los errores posibles al analizar las redes. Primero, considerarlas como un espacio que se puede definir con las categorías de izquierda o de derecha, en vez del espacio de discusión pública transversal que es en la práctica. Segundo, renunciar a ejercitar la posibilidad de hacer tuya la red, de crear tu espacio, con los interlocutores que quieras, con la práctica diaria de conversar. Tercero, pensarlas como una pared en donde se publicitan anuncios (“emitir”), renunciando a la posibilidad de conocer cosas gracias a otros. Cuarto, llamar “fascista” a cualquier cosa que está a la derecha de tu pensamiento. Pero por encima de estos cuatro errores conceptuales, lo que queda claro es la falta de humildad. La idea subyacente de que ellos dos deberían estar en un lugar de conversación que no permita interpelaciones de gente que no está a sus alturas.

Aceptar la horizontalidad, entrar en diálogo, escuchar a los demás para construir tu red, tener la paciencia necesaria para filtrar las cosas que te hacen daño o que dificultan la conversación: todas actividades posibles pero que exigen un ejercicio de humildad que el periodismo argentino no está acostumbrado a ejercer.

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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